Читать книгу La violencia justa - Andreu Martin - Страница 12

8 ALEXIS RODÓN

Оглавление

El 13 de enero, lunes, por la mañana, cuando salgo de la reunión de jefes de seguridad de las diferentes sucursales de MonDeMon, con la cabeza como un timbal y la responsabilidad de ampliar la bisutería de la planta baja a joyería de lujo y aumentar el número de cámaras de seguridad en todo el edificio, Esperanza me dice que Xavi Pallars me ha llamado tres veces, que parece que es urgente.

Le devuelvo la llamada y responde al primer timbrazo como si estuviera esperándola, ansioso, con el móvil en la mano.

—Tenemos caso, Alexis —me dice—. Me parece que tenemos caso. ¿Te dije que Enric era un crac, a que sí? El viernes le di una semana para que encontrara indicios que interesaran a un juez y a él le ha bastado con un fin de semana. Esta mañana me ha traído el escrito, de veintiún folios, y una solicitud de intervención telefónica, y la jueza de instrucción nos lo ha concedido. Tanto del móvil de Marlon Pérez como del teléfono fijo del Hotel Berenice.

—Muy bien —digo, sinceramente admirado.

—Tenemos en el punto de mira a Marlon Pérez Klein, el Rottweiler. Y quiero que lo celebremos esta noche, tú y yo, ¿qué te parece?

—¿Esta noche? —Un poco atropellado.

—Esta noche. Porque te tengo preparada una sorpresa. Tiene que ser esta noche o nunca. ¿Qué te parece en L’Oliana? Ya tengo reservada mesa.

L’Oliana. Experimento un escalofrío, como si me hicieran un masaje de aceite en la espalda. Hubo una época en que los dos matrimonios íbamos a cenar a menudo a L’Oliana de la calle Santaló. Xavi, Toni, Isabel y yo. Hace años que no he vuelto por allí. Hacían unas alubias fritas con cebolla y anchoas que me parecían espléndidas. Siempre que íbamos pedía lo mismo.

—De acuerdo —le respondo.

—¿A las nueve?

—De acuerdo.

Me dará tiempo de ir al gimnasio a las siete, o a las seis y media, como todos los días.

Después de comer, cuando estoy poniendo orden en las notas que he tomado durante la reunión, Esperanza me anuncia una visita.

—El señor Enric Mayoral.

Tardo un poco en reaccionar. He dado por supuesto que él estaría en la cena de esta noche y ahora me pregunto qué querrá decirme antes del encuentro con Xavi. Se me ocurre que quiere conspirar: «Sobre todo no le digas que...», «Cuando pregunte tal cosa, tenemos que decirle...». Reconozco que la expectativa me intriga.

—Que pase.

Entra como una riada de vitalidad, como la oleada expansiva de una explosión nuclear. Llega impulsado por unos pensamientos densos y pesados que seguramente, cuando venía de camino, hacían que moviera la cabeza como si hablara solo.

No me levanto.

—¿Has leído los periódicos? —pregunta, y sus ojos buscan por encima de la mesa desconcertados porque no tengo la noticia delante—. Lo llaman el Caso de la Vergüenza. Qué vergüenza. Ellos sí que no tienen vergüenza. Ahora ya lo dicen así mismo: «Los Mossos tiraron a aquella mujer por el balcón», con todo el morro. En titulares así de grandes. Son unos depredadores. A Nuria la han suspendido de empleo y sueldo, ¿lo sabes? A Nuria y a Soci. —Se detiene y me mira con una especie de rencor. Ha venido aquí para contarme algo y ahora se da cuenta de que no puede hacerlo—. Tú eres muy amigo del intendente Pallars, ¿verdad?

Queda claro: quien ha suspendido de empleo y sueldo a su querida Nuria es Xavi, y ahora a Enric le gustaría decirme que Xavi es un cabrón, pero si somos amigos no puede, claro. Pues no se lo voy a impedir.

—Cuando estalla la cañería del piso de arriba —digo, como si eso ya tuviera que saberlo él—, la inundación es en el piso de abajo.

Frunce el ceño porque no sabe cómo interpretar mis palabras.

—Cuando los gigantes mean, los enanos se mojan. —Lo veo incómodo, sometido a un examen que no se ha preparado. Más claro—: En la azotea puede ser que se caigan, pero la hostia siempre es abajo, en la calle.

Tuerce la cabeza y frunce los ojos.

Resumo el concepto:

—Que los jefes siempre son unos cabrones.

—Tú no pasaste de sargento, ¿verdad? —se asegura.

—Laúd —confirmo.

Eso nos hermana. La base siempre contra los jefes. Considera que le acabo de dar permiso para hablar mal de su superior y, después de un instante para tomar aliento, se prepara para endiñarme la tormenta que lleva dentro. Me pregunto por qué tengo que tolerárselo, pero me siento relajado como el espectador que se dispone a asistir a una comedia ligera.

—Pallars ha suspendido a Nuria y a Soci de empleo y sueldo por no aplicar el protocolo de menores a los dos niños moros. Los putos PNT, Procedimientos Normalizados de Trabajo, que quieren condicionar tu vida al milímetro y no te pases ni un pelo. No, así no es la vida. —Niega con la cabeza, exasperado—. Mira que le había dicho a Nuria que no se metiera en temas de seguridad ciudadana. Solo traen problemas. Cuando llaman de la base por un caso de violencia doméstica, tú ni caso. Ya se apañarán. ¿Tú sabes con quién te enfrentas? ¿Tú sabes lo que piensan de nosotros los ciudadanos? ¿Tú sabes lo que dicen los periódicos y los blogs y los twitters y los facebook de los Mossos d’Esquadra? No vayas a ayudar nunca a una mujer maltratada porque se volverá contra ti y te dirá que no te metas donde no te llaman. ¿Los magrebíes y los negros? Les pides el DNI y te acusan de racismo. Ves a un tío mareado por la calle, te acercas a él para ayudarlo, se te muere en los brazos y dirán que lo has matado tú. Nos llaman cabrones, e hijos de puta, y nos escupen para provocarnos, se cagan en la madre que nos parió y, cuando se te escapa la hostia, eres un monstruo. No, no, mira: el ciudadano, que se joda. Tú pregúntale a un ciudadano qué piensa de los Mossos, sin que él sepa que eres mosso, y se te quitarán para siempre jamás las ganas de ayudarlo.

Me mantengo serio e inexpresivo, tal vez un poco severo. ¿Le ha sacado de quicio que castigaran a la chica que le gusta y se ha metido en mi despacho para desahogarse? Bueno, permitiré que lo haga. Me pregunto cómo acabará el discurso cuando tome conciencia de la situación que está creando.

—... Mira que se lo dije a Nuria —continúa, sin pararse a tomar aliento—, pero no me hizo caso. Es joven, es idealista y le entró por el portátil lo de la violencia doméstica y, en vez de quedarse tranquilita en un rincón, que vaya otro, se metió de cabeza, ella la primera. Y es la que sube al piso, con Soci, y todavía no han entrado cuando una mujer sale volando por el balcón. Y lo primero que piensa todo el mundo es que la han tirado los Mossos. Y el juez que se ha hecho cargo del caso tiene tantos prejuicios o más que la gente contra nosotros, eso lo sabemos tú y yo. Ah, y por si fuera poco, ¿quién se ha metido por medio? El carroña número uno de los abogados de este país. Enseguida ha salido voluntario para defender a ese cabrón que estaba apaleando a su mujer. Borja Alonso Graña. ¡Anda y que les den pol puto saco! ¿Estás de acuerdo conmigo o no? Sí, tú me entiendes porque tú eres poli de calle y sabes que la calle es muy dura. Lo primero que le dije a Nuria: «Olvídate de todo lo que te han enseñado en la Academia, todo lo que te han enseñado en la Academia es mentira, todo eso de servir a la sociedad y trabajar al servicio de las personas, mentira, no te creas nada». La calle es muy dura y la gente es enemiga de la poli. No de los polis que hacen mal su trabajo: de la poli, de toda la poli, del concepto «poli», todos en el mismo saco.

No me desagrada del todo esta situación. Porque, de pronto, este descerebrado me está demostrando su sincera admiración, su confianza, y me está abriendo su corazón. No puedo negar que me halaga.

—... Los Reyes Magos nos tiran caramelos, ¿te acuerdas, durante la última cabalgata?, tirándoles caramelos a los Mossos a mala leche, que los denunciamos y todo, ¡a los Reyes Magos! Los manteros nos tiran piedras y no les pasa nada, no les pasa nada. Así no se puede hacer de policía. De manera que no te preocupes nunca por el ciudadano. El policía es el único funcionario que, cuando le preguntan de qué trabaja, dice que es funcionario. ¿Por qué? Porque sabe que, si dice que es policía, le escupirán en los zapatos. O a la cara. ¿Sabes qué pienso que tiene que hacer un policía? Lo que he hecho yo con Adela y el Marlon, que es lo que te quiero contar. De hecho, he venido para contarte eso y no para soltarte este sermón. ¿Qué tiene que hacer un policía? Lo que he hecho yo. Investiga, localiza al malo y ve a por él, espéralo, estúdialo, reúne pruebas y, cuando lo tengas bien ligado, le caes encima con todas las de la ley. Todo el mundo considera que los Mossos son especialistas en zurrar a viejos, mujeres y niños. Bueno, pues que lo continúen creyendo, yo no sé qué hacer para convencerlos de lo contrario. Que se jodan. Que se solucionen ellos sus pequeños problemas miserables, mientras nosotros nos dedicamos al trabajo serio. ¿No piensas como yo?

No, no pienso como él, pero no se lo voy a decir porque nos podríamos meter en una discusión eterna. Tan solo enarco las cejas y hago un gesto indefinido.

—¿Has venido a verme para decirme todo esto?

Detiene en seco su galope. Ahora sí, calla, suspira, mira al techo y hace un gran gesto de impotencia, antes de mirarme con la intención de resignarse.

—No —suspira, casi jadea—. Mientras venía hacia aquí me ha llamado Nuria. Me ha contado lo de la suspensión de empleo y sueldo, y está asustada porque puede ser que los procesen por asesinato. Estaba llorando, pobrica, y me he cabreado. Perdona. Joder, qué bronca te he metido. No. He venido para decirte que la jueza ha aceptado el caso de Adela Balanescu. En un fin de semana lo he ligado todo. ¿Qué te parece?

Espera aplausos. Apruebo su acción frunciendo la boca. Con un gesto de la mano, lo invito a sentarse en uno de los sillones que tengo delante, el escritorio por medio como una trinchera.

—¿Todo ligado? —Estoy dispuesto a escuchar. Es un buen showman.

No se sienta. Tiene demasiada energía para quemar. Retrocede unos pasos como si tuviera la idea de saltar por encima del escritorio y de mi cabeza.

—La palabra clave —me apunta con el índice— fue «pakis». ¿Los pakis y los Perros? De momento no parecía que tuviera ningún sentido, pero pensé: «Calla, calla, que la mafia de los pakis está dominando la ciudad. Más que las tríadas chinas, más que los albanokosovares y más que los cosacos del Volga». Tú debes de saberlo.

Gesticula como un cantante de rap. Me señala con el índice y el meñique sin ánimo de hablar de cuernos. Subraya cada concepto importante con movimientos histriónicos. Es un espectáculo.

—Los pakis están volviendo a traer heroína a la ciudad. Han recuperado la ruta de los Balcanes, desde Afganistán, donde se producen el opio y la morfina base, hasta Barcelona, pasando por la antigua Yugoslavia e Italia. Se han asociado con la mafia turca, que controla el transporte durante todo el recorrido. Y traen pasaportes que han sido falsificados en Malasia. Todo esto lo sabemos, aunque se esconden bien, los puñeteros. Cuando pillamos un cargamento de heroína, todos los que hay alrededor son magrebíes, ni un solo pakistaní. Saben mimetizarse con el paisaje. Y también sabemos que muchos de los beneficios que obtienen sirven para financiar el yihadismo por el sistema hawala. Solo por eso, pensé que cualquier juez justificaría una actuación inmediata si le dábamos un buen punto de partida.

»Pero es que los pakis también se han juntado últimamente con los chinos para traficar con seres humanos. Traficar con seres humanos. Y aquí ligué una cosa con la otra. Importación de chicas. Todo parecía encajar.

»El mismo viernes, al salir de aquí, antes de hablar con el intendente, la seguí. A Adela Balanescu. La seguimos, Jordi Vergara y yo. Tal como ella nos había dicho que haría, tomó un taxi y se fue directa al Hotel Berenice de Badalona.

—¿Iba sola? —intervengo.

—Ah, no. —Ahora se acuerda. Ahora reacciona—. Había un tío esperándola en la calle. Tomaron el taxi juntos. Que dice el intendente que ya lo habíais localizado por las cámaras de seguridad de los almacenes.

—Sí. ¿Se sabe algo?

—Lo han identificado en la Central. Un filipino que hace trabajos para Chon Klein. Nada, un recadero. Nada importante.

»Bueno, el caso es que, mientras seguíamos al taxi de Adela y el filipino, llamo a uno de mis informantes. Conducía Jordi. Le pregunto: “¿Pakis y Perros?”.

»Y me contesta: “No sé nada, no me suena. Pero...”. Siempre hay un pero, ¿verdad? —Comparte conmigo la astucia del veterano—. Cuando tienes intuición, siempre acaba apareciendo un pero. “¿Pero...?”.

»“Un paki que se llama Nazir Ashraf se ha peleado con su familia, o lo han expulsado de los negocios de su familia, no sé qué ha pasado, el caso es que dicen que va buscando gente con quien asociarse. Dice que quiere vender ideas. Dice que es muy genial, o se cree muy genial y va muy a la suya, muy individualista e indisciplinado, y por eso lo han echado los pakis. ¿Puede ser que quisiera asociarse con los Perros?”.

»Gran pregunta, Álex, gran pregunta. —Enric está exponiendo su tesis doctoral ante el gran tribunal. Y el Gran Tribunal, yo, asiento muy interesado, francamente muy interesado, y lo animo a continuar—. “¿Cómo has dicho que se llamaba ese paki?”. “Nazir Ashraf”.

»Bueno, ¿por dónde íbamos? Que llegamos al Hotel Berenice. Un edificio de cuatro plantas construido en el lugar más inhóspito, en la avenida del Maresme, al lado mismo de un polígono industrial. Un hotel situado en ese rincón del mundo solo podía tener un destino, y es lo que tiene. El vestíbulo y el bar a media luz y lleno de chicas, pantallas de televisores que pasan porno, y las habitaciones arriba para hacer el trabajo. Los clientes son los trabajadores del polígono industrial, ya te puedes imaginar el estilo. Es propiedad de una sociedad anónima cuyo principal accionista, y presidente director general, es un Klein Semiónov. No te lo pierdas: antes de entrar, veo que Adela pasa el dedo índice por un escáner de huellas dactilares que controla entradas y salidas. Y, junto a la puerta, dos cajeros automáticos, por si los clientes se quedan sin efectivo. Ah, y cámaras de control. En la puerta una, en el aparcamiento otra y, más tarde, pude comprobar que el interior está todo controlado por las videocámaras.

»Bueno, una vez colocada la nena y comprobado que nos había dicho la verdad, le envié un whatsapp: “Hola, rubia, te he hecho compañía hasta aquí. Prepárate, que luego iré a verte”.

»Desde allí, fuimos a ver al intendente Pallars. No tuve que convencerlo —dice con una especie de rencor—. Ya lo habías hecho tú.

»Me dio una semana, solo una semana, así que tuve que espabilarme. Por la tarde, ya volvíamos a estar con Jordi en el Berenice. Pero entonces entramos. El interior no es nada del otro jueves. Muchas chicas con poca ropa cansadas de esperar y de subir y bajar de los cuartos. Poca clientela a aquellas horas. Pero Adela no estaba.

Esto me interesa. Me apoyo en la mesa.

—Sí —me dice con énfasis—. Estate atento, porque ahora sabrás a qué se dedica tu rumanita. No es una putilla más de la cuadra. Es muy especial.

Pienso: «Es especial porque, desde que parió, es incapaz de currar catorce horas diarias, como les gustaría a los Perros. Por eso estaba robando bolsas y zapatos en MonDeMon. Ya sabíamos que era especial».

—No pregunté por ella —continuaba Enric—. Me pareció más prudente enviarle un whatsapp. “He venido a verte. ¿Dónde estás?”. Pero no funcionaba. Allí dentro tienen inhibidores de móvil. Tuvimos que salir y escribirle desde fuera. Me contestó: “Entra, que ya voy”.

—¿Viste si en el local estaba el Hombre de Blanco, el filipino? —lo interrumpo.

Duda. Interpreto que no se fijó en eso.

—No —dice, demasiado seguro—. No, no estaba.

—¿Y...? ¿Le enviaste el mensaje y...?

—Me contesta: “Ve adentro, que ahora bajo”. Y baja. Se había cambiado de ropa...

La mirada de Enric se empaña, como cuando nos miró, a Adela y a mí, en la salita de la séptima planta, dando por supuesto lo que no era. Acaso espera una reacción cómplice por mi parte. O de rechazo. O de incomodidad. O una risa de aprobación. Yo procuro no expresar nada, pero es posible que no pueda evitar una sombra de compasión. No puedo quitarme de la cabeza a aquella Adela fatigada y fastidiada, derrotada y destrozada por una vida repugnante.

Tengo la sensación de que Enric hace una brusca e higiénica elipsis.

—Le dije a Jordi Vergara: “Déjame con ella”. Él salió, y Adela y yo fuimos a una mesa del fondo. Le pregunto, a bocajarro: “¿Conoces a uno que se llama Nasir Ashraf?”. Me dice que no y pienso que no miente. “Un paki —le digo—. ¿Cómo se llamaba el paki amigo de Chon Klein?”. Dice: “No era amigo de la Señora. Yo solo sé que Rottweiler, un día, hablaba con él por teléfono. Y no dijo su nombre. Solo sé que lo llaman el Viajero porque viaja mucho”.

Enric cambia de actitud para darme a entender que ahora viene su golpe de genio:

—No sabe cómo se llama, pero le llaman el Viajero, ¿te das cuenta? Y Marlon Pérez habla por el móvil con el paki en cuestión delante de ella. Digo: “Un momento, un momento”. Le digo: “Tú no eres como las otras. He visto cómo te miraban. He visto cómo le pedías la copa de coñac al camarero y cómo te la ha puesto. Tú aquí eres la madam, me juego lo que quieras”.

»Ella se pone así, toda tímida y encogida, y dice: “No, la madam no, yo aquí no mando”.

»Le tiro de la lengua. A mí no me la pega. No es una puta como las otras. Y acaba diciéndome..., ¿sabes qué me acaba diciendo?

Ahora sí que se sienta Enric, y se acoda en el escritorio donde yo estoy acodado para invadir un poco mi espacio vital, para contemplar bien de cerca la sorpresa del maestro:

—¿Sabes a qué se dedica Adela Balanescu? Es una tía de confianza de los Perros, que los trata de tú a tú. No es que esté cansada de follar, y todo eso que dijo de su hijo y de los niños, y toda esa palabrería. Es mentirosa, como todas las putas. Está harta de vivir esta vida y se hace pasar por loca, por deprimida, para no currar, para no follar, ¿sabes? Y por eso la matriarca la envía a comprar caprichos, ¿sabes lo que quiero decir? «Pues ahora quiero unos zapatos. Y, si no me los consigues con el coño, me los traes como quieras». Y ella ya está harta de esto. Porque no es una puta como las demás, pero los Perros la tratan como a una puta como las demás, de manera que se quiere largar de aquí, y sabe que para una persona tan importante no es fácil decir: «Ahora me despido y me voy a casa». Por eso se inventó lo de los niños, porque sabía que tú entrarías al trapo.

»¿Sabes qué hace, ahí dentro? Es la que recibe a las chicas que han traído engañadas hasta aquí, la que detiene el primer golpe, la que les dice que se tienen que portar bien si no quieren recibir estopa; la que, cuando han recibido estopa, les dice: «¿Ves, mujer, cómo te tienes que portar bien?». La que les enseña lo que tienen que hacer y cómo lo tienen que hacer. Ella es la buena. Los otros, los malos, y ella, la buena. Este es el punto clave. El problema de estas tías es que, si tardas mucho en llegar hasta ellas, enseguida se acostumbran a hacer de putas y al final no denuncian a nadie porque perderían su fuente de ingresos...

Cuando lo oigo hablar así, pienso en catorce horas de trabajo diario; el día favorable para ser penetradas por veinte o treinta hombres uno detrás de otro. Hombres a quienes no les interesa nada ni esta ni aquella: cualquiera sirve; solo se trata de eyacular.

Continúa Enric:

—... o bien ya les han metido tanto miedo en el cuerpo que no se atreven a levantar un dedo. No podemos engañar a esas mujeres diciéndoles que nadie sabrá que ellas han sido las denunciantes porque tarde o temprano se sabrá y el sistema de protección de testigos funciona como el culo. Y, si no prestan declaración en el juicio oral, ¿cómo vas a probar el tráfico de personas o el elemento coactivo? El caso es que, después de operativos complicadísimos, llega la hora de la verdad y a los proxenetas les caen penas mínimas o absoluciones en bloque, por culpa de esa Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1882.

»Pero, si tenemos la oportunidad de encontrarlas cuando acaban de desembarcar secuestradas, cuando están horrorizadas porque a lo mejor ya las han violado una vez o las han forrado a hostias, si llegamos en ese preciso momento, no dudes de que denunciarán y tendremos material de sobra para empapelar a todo el mundo que esté alrededor. Y, si alrededor está Chon Klein, nada me haría más feliz que pillarla en una situación tan comprometida, supongo que me entiendes.

»De manera que le digo: “Tú eres una persona importante aquí; seguro que tratas directamente con Rottweiler. Seguro que tienes el número del Rottweiler en tu móvil”.

Enric mira a un lado, como vigilando que no haya nadie escondido por algún rincón de mi despacho, marca la pausa intrigante que precede a la gran revelación y continúa:

—No me lo quería confesar. Estaba muerta de miedo. Las putas siempre tienen miedo. Le digo: “Trae”.

»Dice: “Aquí no. Salgamos”.

»Me levanto, se levanta. Cruzamos el local y salimos al aparcamiento. Mientras caminamos hacia mi coche, me da su móvil. Dice: “Es la RW”.

»RW de Rottweiler. Marlon Pérez Klein, el hijo mayor de los Perros, el que dirige el chiringuito.

—Pero —intervengo— Rottweiler debe de cambiar más a menudo de teléfono que de calzoncillos.

—De este número de teléfono, no. Comprobé las llamadas entrantes y vi que ese número había llamado a Adela muy a menudo como mínimo desde el pasado mes de octubre. Tres meses. Hace tres meses que Rottweiler no ha cambiado ese número de móvil. Puede ser que tenga otros que va cambiando, y o los tira o los rompe después de una llamada comprometida, pero este no. Si espabilamos, todavía podemos sacarle el jugo que queremos. Por eso era urgente tener la orden enseguida. Esta misma mañana. Pallars le ha pedido la orden a la jueza y ya la tenemos.

Ya está. Aplausos. Ovación. Bravo y bravo. Ahora me toca a mí dictar el veredicto. Enric está muy orgulloso de sí mismo.

Busco objeciones.

—Tendrás que asegurarte de que la información que te pasa es fiable...

Me interrumpe, demasiado sobrado:

—Tú creías en ella, yo no. Ahora yo me he convencido —como recriminándome «¿A qué juegas?».

—Y tendréis que establecer un sistema de comunicaciones. Cómo y cuándo os encontraréis y...

—Por favor.

Le acepto la objeción. Ya es mayorcito y lo bastante veterano. Y yo no soy ni policía. Pero todavía tengo algo que añadir:

—No te crees el tema de los críos —murmuro—, pero sí que te crees todo el resto del discurso de las chicas secuestradas y el teléfono de Marlon y todo lo demás.

—No me lo creo —afirma para desconcertarme—. No me lo creo, Álex. Pero es una posibilidad de llegar hasta la Señora y pillarla con las manos en la masa. Y, si lo conseguimos, habrá valido la pena arriesgarse. El teléfono de Marlon nos demostrará si Adela ha dicho la verdad. Si es así, tendremos información de primera mano. Cuando estemos muy seguros, ella nos dirá: “Mañana llega un cargamento”. E iremos a por ellos. Primer paso: intervenir el teléfono de Marlon. ¿Que no es el teléfono de Marlon o se lo cambia y no nos sirve para nada? Pues a tomar pol saco la bicicleta, adiós Adela, que te den y aquí se acabó el operativo. ¿Que funciona? Nos haremos famosos. El caso es que la jueza ha dicho que adelante.

No pregunto quién es la jueza.

—¿Y por qué vienes a contarme a mí todo esto?

Tiene un instante de duda. Un relámpago de inteligencia, una sonrisa torcida, un «¿te lo digo o no te lo digo?» que me provoca cierta irritación. La intuición de que tal vez me voy a llevar un susto en las próximas horas.

—Te lo cuento —dice al fin— porque quiero que confíes en mí. Porque sé que, si no te demuestro lo que sé hacer, no moverás ni un dedo por mí. Quiero demostrarte que vale la pena apostar por mí.

—Yo no apuesto nada —le contesto—. Yo no soy nadie. No soy ni policía. Es el intendente Pallars quien tiene que apostar por ti.

—El intendente Pallars apostará por mí si tú apuestas por mí, Álex. Y tú lo sabes.

—No lo sé.

—Solo tienes que ver la manera como nos presentó: «Mira, Álex, este es Enric, a mí me cae bien, ¿a ti qué te parece?».

Entonces sí, no me puedo contener más y se lo digo, como fórmula de despedida:

—No me llamo Álex. Me llamo Alexis.

La violencia justa

Подняться наверх