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3 TERESA OLIVELLA
ОглавлениеGonzalo es un sol. En cuanto le dije que necesitaba ganarme la vida, me abrió las puertas de su restaurante, y no para que hiciera de cocinera o de pinche, no: me hizo jefa de cocina. A pesar de que tenía —tiene— un cocinero francés mervellé, Jean-Paul Delmar, que tiene un currículum largo como el cuello de una jirafa macho en erección. Protesté en nombre de los gabachos injustamente tratados:
—Pero ¿qué va a decir?
Y Gonzalo:
—Necesito cocina de aquí, cocina catalana. Alguien que sepa hacer la crema catalana y no la queme, y que haga pan con tomate y no pantumaca, y butifarra amb seques y no embutido quemado con un puré de origen desconocido. Delmar sabe mucho, pero lo suyo es ese tipo de cocina internacional que acaba no siendo de ninguna parte.
Me pareció que lo hacía porque somos colegas de pañales, puro nepotismo. Gonzalo y yo éramos vecinos, de Sants, y de críos ya jugábamos a las cocinitas. A él lo deslumbraba mi cocinita con sus cacharritos porque los Reyes nunca le ponían juguetes de esa clase, que se suponía que eran de niñas. Nos recuerdo a los catorce o quince años, en la cocina de casa, preparándonos unas merendolas de categoría cuando nuestros padres nos dejaban solos. Por mí, habríamos sexeado un poco y podría haber sido mi primer amor, pero él nunca me vio como mujer. Llegué a olerme que era gay, pero al final se casó con Blanca y viven tan felices y comen perdices, y tienen un par de descendientes y todo. El padre de Gonzalo había sido malabarista de circo, y eso a mí me garratibaba. Después se jubiló, y yo ya lo conocí como camarero de bar del barrio, pero de vez en cuando agarraba tres naranjas o cuatro botellas de cerveza y yo me quedaba nota como si se transfigurase en superhombre.
Fuimos socios en el primer restaurante que montó y, más tarde, cuando estableció el Figón, fui a ayudarlo con frecuencia, cuando le fallaba la cocinera, o incluso como jefa de cocina. Gonzalo me llamaba y decía: «Teresa, que estoy solo», y ya me tenía allí, como un clavo. Hasta que me casé, claro. Entonces se acabó nuestra colaboración. Gonzalo no podía ver a Ángel, y Ángel no podía ver a Gonzalo. Y yo me debía a mi marido, como entonces me parecía natural.
Ahora supongo que Jean-Paul Delmar debe de odiarme y hablará mal de mí cuando no estoy, pero acepté el ofrecimiento de Gonzalo sin dudar, claro. Y curro tan bien como puedo y como sé. El principal pinche que tenemos es un magrebí que se llama Abderramán, y el pobre hombre no puede soportar verse bajo las órdenes de una hembra. Cuando le digo que tiene que hacer algo, se retuerce como si calzara zapatos dos números más pequeños, no se puede poner a ello inmediatamente. Tiene que dirigirse a Delmar, o a Gonzalo, y decirle: «Mira, que Teresa me ha dicho que haga esto», y ellos le dicen: «Pues hazlo», y entonces lo hace. Porque se lo han dicho ellos, no porque se lo haya dicho yo. Pobre hombre, qué vida tan perra, pero es muy buena persona y hace muy bien su trabajo.
Entro a trabajar a las nueve de la mañana, después de muscularme en el gimnasio, y ayudo con los desayunos, cruasanes, dónuts, cafés con leche, zumo de naranja y algunos huevos con beicon para los guiris. Enseguida me encargo de comprar los frescos, diseñar los menús, y hacer listas para los proveedores. Y siempre acabas cayendo en los fogones a las horas punta, siempre acabas echando una mano. Cerramos la cocina a las cuatro. Yo debería irme a las cinco, pero siempre hay cosas que hacer y siempre me dan las seis. Nunca tengo prisa por volver a casa.
A partir de las seis, quien toma las riendas de las cenas es Delmar, y entonces más me vale largarme y dejarle el campo libre, lo más limpio posible.
Me pongo la cazadora forrada de piel, la bufanda tapabocas, me pongo los guantes, cojo el integral y me despido de todo el mundo.
—Adiós, adiós.
Tenemos también dos sudamericanos que, a estas horas, siempre están pelando patatas y, antes de la movida de las cenas, las hervirán y dejarán a punto para pochar al día siguiente.
Durante todo el día he estado fantaseando con lo que me ha soltado Elena por la mañana: «Tendrías que poner un Rodón en tu vida».
¿Te imaginas?
¿Te lo imaginas, Teresa? ¿Cómo sería?
Cabalgando en mi Honda de color verde botella, salgo al paseo de Colón, voy a rotondar la famosa estatua que con el dedo índice señala a Mallorca, y recorro otra vez el paseo de Colón en dirección contraria, por el paseo de Isabel II, la avenida de Circunvalación entre el zoológico y la estación de Francia, y enseguida, en cuanto puedo, giro a la izquierda para penetrar en la calle Wellington.
No estoy construyendo castillos en el aire, no planeo como un planeador, no esbozo futuro alguno ni me hago ilusiones. Solo repito una y otra vez: «¿Te imaginas, Teresa? ¿Te lo imaginas?».
Y, en cuanto llego a casa, después de cambiarme de ropa, de ponerme cómoda y encender la tele para que me haga compañía, con su runrún de fondo, que si no la pongo me parece que me he vuelto sorda, me siento ante el ordenador y escribo el nombre de Alexis Rodón en el buscador.
Se me ofrecen doscientas y pico mil entradas, pero no todas se refieren a mi objetivo. La verdad es que hay muy pocas referidas a lo que busco. Hago clic sobre la primera y empiezo a internetear la vida de Rodón.
«El sargento Alexis Rodón asume la responsabilidad de las torturas».
Primera plana de un periódico de 2009, hace cuatro años. Alexis Rodón exime de todo a los agentes y a un mando que también estaban inculpados por el juez. «Yo tomé la iniciativa —declara—. El inspector Durán había salido de la cabaña y mis compañeros no pudieron detenerme». «El caso de la pequeña Jaquelín». «El secuestrador, el belga Paul Abélard Zouave, el Ferrailleur, se convierte de victimario en víctima».
La foto solo muestra el momento en que conducían al sargento Alexis Rodón a los juzgados y estaba a punto de montar en un 4×4, y lleva la cabeza cubierta por un abrigo. No puedo saber qué aspecto tiene, pero empiezo a formarme una buena imagen de él. Pienso que es una persona noble y valiente que acepta su culpa y no quiere compartirla con sus compañeros, ni mucho menos descargarla sobre el inspector que dirigía el operativo y habría tenido que responder por los hechos.
Otras páginas web aseguran que Alexis Rodón fue detenido el viernes, 3 de julio de 2009; que el martes, 14 de julio, se sabía que era el único inculpado; que el lunes 27 anunciaba que dejaba la policía; que el 4 de agosto le concedían la libertad con cargos; que en febrero de 2010 se había celebrado el juicio; que en marzo de 2010 había sido condenado a un año de prisión e inhabilitación para ejercer cargo público durante dos años, y en diciembre de 2010 estalló el escándalo cuando Alexis Rodón fue amnistiado, junto con otros policías condenados por diferentes asuntos de abusos, prevaricación y corrupción en general. Las plataformas alternativas habían organizado una manifestación de protesta en la que se mostraban las fotos de todos los policías implicados.
Así es como obtengo la primera muestra del aspecto de Alexis Rodón. El primer plano de un hombre de unos cincuenta años, rostro cuadrado, macizo, un poco carnoso, de mandíbula firme y ojos vacunos que desafían a la cámara. Pelo oscuro, ondulado y un poco alborotado, y sobre la frente un rizo con forma de garfio que me hace pensar en un antiguo cantante de copla.
Me dan las tantas de la noche sin cenar, y todavía no sé exactamente qué fue lo que sucedió con la niña Jaquelín.
Apago la tele para que no me distraiga con sus murmullos y risas falsas y, mientras engullo una ensalada de lechuga, tomate, remolacha, zanahoria, huevo duro y avellanas, continúo internavegando.
Jaquelín Palobio, de seis años, había sido secuestrada un sábado de mayo, cuando dijo que iba a jugar a casa de una amiga. Unos días después, sus padres recibieron una carta exigiendo quinientos mil euros de rescate.
El 10 de junio, cuando la policía llegó a una barraca situada en unos huertos cercanos al mar, en Gavà, se encontró con que el secuestrador, un belga llamado Jean Abélard Zouave, había encerrado a la niña en una especie de ataúd de hierro que había fabricado él mismo soldando la tapa con ella dentro, y la niña había muerto.
Un titular del lunes 15 de junio de 2009 dice: «La niña murió de miedo». No murió asfixiada porque en la tapa de aquel cajón de hierro el cabrón había abierto una ventanilla por donde la alimentaba, pero la chica murió de horror y —me imagino— de claustrofobia.
Los policías, ante semejante panorama, descargaron su rabia contra el detenido. Pero no hay forma de saber qué le hicieron. Es lo que más me interesa, busco por todas partes y no lo encuentro. ¿Qué le hicieron? O, mejor, ¿qué le hizo Alexis Rodón?
El caso es que el lunes, 29 de junio de 2009, salta a la prensa que el belga secuestrador cabrón denuncia por torturas a los policías que lo detuvieron. Tengo que leerlo dos veces. El belga secuestrador cabrón denuncia a los policías por torturas. Y el juez se lo acepta y ordena que comparezcan los nueve policías que participaron en el operativo. Siete agentes de base, un inspector y el sargento, Alexis Rodón, que dio un paso al frente y dijo: «Yo soy el único culpable».
No puedo entenderlo. ¿El secuestrador y torturador denuncia por torturas a quienes lo detuvieron? ¿Y el juez se lo acepta?
Me voy a dormir muy nerviosa. Tendré que tomarme un onirol. Y, con onirol y todo, estaré mucho rato rodando entre las sábanas, preguntándome qué demonios debió de hacerle Alexis Rodón a su detenido.
Qué clase de torturas exactamente.