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Panorámica de este libro
ОглавлениеLos dos capítulos siguientes del presente volumen —dedicados a los “derechos” y a la “violencia”— otorgan profundidad analítica e histórica a temas capitales de la obra que sus otros autores abordan más específicamente. Daniel H. Levine, cuyo trabajo ha contribuido de formas tan diversas al estudio de la religión en Latinoamérica, relata de manera magistral cómo llegó el catolicismo a hacer suyos los “derechos”, tanto en la teoría como en la práctica. Su análisis, tan sintético como sutil, proporciona abundante información contextual para comprender las dimensiones religiosas del movimiento de defensa de los derechos humanos, la importancia de la teología de la liberación y del catolicismo social, y las maneras que tiene realmente la fe de inspirar la acción social. Esclarece una amplia gama de factores que conforman los ministerios pastorales que afrontan la violencia —entre ellos la “legitimidad” de la Iglesia y la “confianza” en ella, sus “recursos críticos, tanto materiales como morales” y las consecuencias de su presencia entre los pobres—, todos ellos tratados en capítulos posteriores. El capítulo temático de Robert Albro, que analiza la violencia pasada y presente, parte de un considerable corpus de textos académicos contemporáneos para ahondar en los debates sobre sus causas y carácter. Describiendo la omnipresente realidad de la violencia que está “arraigada en las sociedades democráticas latinoamericanas, insiste en lo importante que resulta comprender las diversas formas de experimentar la violencia cotidiana. En capítulos posteriores, dedicados a la violencia actual, se observan las limitaciones que presentan las concepciones e instituciones liberales —empezando por las de los propios Estados latinoamericanos— al afrontar esas realidades.
Los seis capítulos siguientes, que componen la primera parte del libro, reexaminan cómo reaccionó la Iglesia ante la violencia de las décadas de 1970 y 1980 defendiendo los “derechos humanos”. Aportan perspectivas renovadas y nuevas fuentes a relatos muy conocidos para más de una generación de estudiosos. En términos generales, todos son “revisionistas”, en el sentido de que se distancian históricamente del fenómeno para esclarecer factores o dinámicas solo parcialmente entendidas en el fragor de los acontecimientos, o utilizan nuevos marcos de análisis para aclarar la relevancia que hoy en día tiene para las Iglesias el legado de los derechos humanos. Analizan cómo percibían las Iglesias de entonces esos derechos y la violencia, y de qué manera las diferentes comunidades y estratos de dichas Iglesias (entre ellos el internacional) entendían su fe y conformaban respuestas activas. Esos capítulos se ocupan menos de teología o de ideología (elementos predominantes en estudios anteriores sobre la teología de la liberación) que de cómo pudieron reflejarse las ideas en el comportamiento y la acción. Para terminar, centrándose en la “violencia”, esos seis capítulos comienzan a conjugar dos corpus académicos —relativos a la religión y los derechos humanos— que se habían desarrollado de forma bastante independiente.
Como corresponde, este apartado lo encabezan dos capítulos escritos por historiadores. El de Patrick William Kelly parte de una considerable indagación en fuentes primarias para reexaminar el papel que a lo largo de la historia ha tenido la defensa en el ámbito internacional de los derechos humanos por parte de las Iglesias. En un análisis que se enmarca en el nuevo campo de la historia transnacional, demuestra cuidadosamente de qué manera los activistas religiosos abandonaron en la década de 1970 el enfoque humanitario para utilizar abiertamente conceptos y prácticas de los derechos humanos. De manera convincente señala que sus iniciativas contra las dictaduras militares de Brasil y Chile —ambas examinadas en capítulos posteriores— marcan un importante punto de inflexión. Con perspectiva histórica, Virginia Garrard-Burnett describe qué reacciones religiosas suscitó la violencia en la Centroamérica de las décadas de 1970-1980, proporcionando un revelador y matizado examen de las tensiones existentes entre la simpatía por los levantamientos armados y la no violencia cristiana. Mediante un análisis de las diferentes trayectorias nacionales del período, insiste en que la defensa de los derechos humanos debe mucho a la teología de la liberación y a las estrategias de acompañamiento pastoral que, “profundamente basadas en una demanda básica de respeto y de justicia y en la dignidad fundamental de cada ser humano”, condujeron al deseo de compartir las experiencias de los pobres. También aporta una reveladora interpretación del papel de los actores religiosos en los procesos regionales de paz de la década de 1990, situando ambos elementos en sus contextos regional e internacional.
Los cuatro capítulos siguientes, realizados por científicos sociales con perspectiva histórica, analizan casos nacionales (Chile y Brasil) en los que la Iglesia destacó en su defensa de los derechos humanos, así como otro caso (el de Argentina) tristemente famoso por su complicidad en una represiva dictadura. Alexander Wilde arroja nueva luz sobre el hecho de que las creencias y las prácticas religiosas condujeran a la Iglesia católica chilena a una situación de relativa unidad en la defensa de los derechos humanos durante la dictadura de Pinochet. Wilde observa una clara dinámica entre las iniciativas tomadas por grupos de orientación religiosa y su aceptación y legitimación por parte de una jerarquía sensible a las mismas. También señala que en Chile, en ese período, las estrategias pastorales de acompañamiento otorgaron una nueva base a los conceptos de la teología de la liberación: una acción que fomentó “valores de tolerancia, respeto, solidaridad y participación” y que condujo a tácticas notables de no violencia activa, contribuyendo a legitimar la transición democrática. El capítulo de María Soledad Catoggio es un ejemplo de lo que está produciendo una nueva generación de expertos en la Iglesia católica y la violencia política en Argentina. En un sintético análisis de la historia política de este país durante el siglo xx, la autora reexamina hábilmente de qué manera las diferentes reacciones que suscitó el peronismo generaron divisiones internas en la Iglesia, que, durante una serie de gobiernos democráticos fallidos y golpes militares, malbarató aún más su “solidaridad corporativa”. En tanto que ciertos sectores reaccionarios católicos apoyaban muchos de los objetivos políticos y tácticas violentas de la dictadura militar de la década de 1970, se perseguía a sacerdotes, monjas y seglares sospechosos de simpatías izquierdistas. Muy al contrario que en Chile, la jerarquía eclesiástica argentina no los consideró mártires ni les ofreció una verdadera protección pública, aunque sí intervino en muchos de esos casos: Catoggio elabora una útil y original clasificación de ocho estrategias distintas de defensa.
Desde nuevas perspectivas, Gustavo Morello aborda un contexto argentino en el que la violencia política era ampliamente considerada legítima con un valioso capítulo que examina cuatro tipos de respuestas de los católicos. Entre ellas figura la de los “comprometidos”, que hicieron suyo el acompañamiento pastoral; los “revolucionarios”, que intentaron transformar a la Iglesia y la sociedad; los “institucionales”, que querían que la Iglesia fuera un mediador apolítico entre el Estado y la sociedad; y los “antiseculares”, que se resistieron tanto al cambio religioso como al político. Como el autor demuestra partiendo de nuevos datos, fruto de encuestas con supervivientes de torturas, ese último grupo recurrió profusamente a doctrinas y rituales preconciliares para justificar la violencia del Estado. Por el contrario, Rafael Mafei Rabelo Queiroz analiza Brasil y los cimientos religiosos y jurídicos del importante movimiento de defensa de los derechos humanos surgido durante la dictadura. Su capítulo proporciona un original y esclarecedor análisis de los procesos que reunieron a los dirigentes eclesiásticos y a destacados abogados brasileños, convirtiendo el respeto legal a los derechos humanos en una de las bases de la oposición democrática. Partiendo de informaciones obtenidas en nuevas entrevistas, el autor señala que la alianza entre esos dos grupos se basó más en una experiencia compartida que en valores comunes. Su trabajo concluye con un sugerente planteamiento: esas iniciativas sentaron las bases de las reformas carcelarias y de las políticas de justicia y verdad oficiales aplicadas después de la transición.
La segunda parte del libro analiza las respuestas religiosas que suscitó la violencia en las democracias actuales. La defensa de los “derechos humanos” figura entre los componentes de esas respuestas, pero ahora en un nuevo panorama político y religioso. Al contrario que en la primera parte, donde los derechos humanos son una dimensión del conflicto entre Iglesia y Estado visible en el nivel nacional, los siete capítulos de la segunda se centran en realidades locales y regionales, aludiendo solo en segundo término a factores nacionales e internacionales. Este énfasis pone de relieve cuál es la vanguardia de los estudios actuales y, en mi opinión, encaja con las iniciativas que pretenden comprender nuestro contexto actual, bastante diferente al anterior. También contrasta con la mayoría de las investigaciones que se han hecho sobre el período revolucionario-autoritario anterior, en las que se da cuenta de experiencias más inmediatas (e incluso íntimas) y de procesos subyacentes en las respuestas religiosas a la violencia. En esta segunda parte se da un equilibrio prácticamente perfecto entre los casos centrados en la Iglesia católica, y los referentes a las evangélicas y pentecostales; lo cual refleja la masiva presencia de estas dos últimas en la Latinoamérica actual. La disposición de los siete capítulos de esta parte pretende estimular el debate sobre los elementos comunes y dispares de las tradiciones y la práctica religiosas, así como acerca de las diversas manifestaciones de la violencia en cada contexto.
El capítulo de Elyssa Pachico constituye una vigorosa introducción a estas cuestiones. Es el primero de los tres dedicados a Colombia, un país que durante medio siglo ha sufrido múltiples tipos de violencia, y se enmarca en una perspectiva histórica de amplio espectro que plantea la constante y prolongada presencia de los jesuitas en una región profundamente conflictiva. Pachico analiza de forma original un innovador programa pastoral de quince años que vincula la paz con el desarrollo, explicando que este ministerio conjuga una base espiritual con una orientación práctica. La autora examina un abanico de estrategias pastorales que, con el fin de construir la paz “desde abajo”, afrontan las causas últimas de la pobreza y la violencia, fomentan el desarrollo económico empoderando a la comunidad y apelan a todas las partes interesadas, incluso a los violentos. Aunque ciertos aspectos de este programa se han reproducido en otras regiones colombianas, la autora apunta claramente sus limitaciones. Perú, que, al contrario de Colombia, está en gran medida libre de violencia política en la actualidad, es el escenario del capítulo de Javier Arellano-Yanguas. Su análisis sugerente y conceptualmente refinado del acompañamiento pastoral católico en pequeñas comunidades que se enfrentan a industrias extractivas constituye una notable aportación al estudio actual del conflicto social. Arellano-Yanguas, diferenciando claramente entre el acompañamiento y otras posibles respuestas de la Iglesia (ausencia, mediación y liderazgo) a conflictos locales de ese tipo, analiza los diversos medios que utiliza el clero para “escuchar” a las comunidades. Su estudio le permite apuntar una hipótesis que merece investigarse en otros entornos: “la existencia de esa espiritualidad del acompañamiento filtra la dimensión ideológica de la teoría de la liberación y genera un tipo característico de participación de la Iglesia que respeta el liderazgo de las comunidades locales”. Lo mismo puede decirse de la provocadora conclusión de que, en los conflictos que él ha analizado, la “verdadera incorporación del discurso medioambiental y de los derechos humanos dentro del marco religioso se produce gracias a las prácticas pastorales en la base”.
Complementando los capítulos de Pachico y Arellano-Yanguas, Winifred Tate ofrece interpretaciones profundamente fundamentadas sobre un repertorio de respuestas pastorales católicas a diversas formas y fases de la violencia en una región fronteriza colombiana. Mediante un reflexivo y matizado relato analiza respuestas que van desde el acompañamiento a las comunidades hasta el diálogo con grupos armados, pasando por la reivindicación “profética” ante funcionarios y diversas formas de “testigo misericordioso” frente al sufrimiento. Describiendo la evolución de los acontecimientos durante unas tres décadas, demuestra el imperecedero legado de los ministerios pastorales ejercidos por sacerdotes “del lugar” que, respondiendo a las necesidades y posibilidades de distintos períodos, han promovido, entre otras cosas, el empoderamiento de las mujeres y la documentación de la memoria histórica (en espera de “un tiempo futuro cuando la justicia fuera posible”). En conjunto, Tate ofrece un revelador ejemplo de cómo plantea el catolicismo actual el ministerio de carácter social, desde sus “obligaciones pastorales de servir a todos”, ocupándose también de las conexiones intraeclesiásticas y de las relaciones con los organismos nacionales e internacionales. Robert Brenneman deja patentes los elevados niveles de violencia existentes en la Centroamérica actual y el vigor tanto de la fe católica como de la evangélica. Contrastando la violencia presente con la del pasado, señala que la legitimidad social de las Iglesias les otorgó entonces cierto poder para deslegitimar a actores violentos como los gobiernos represivos o las guerrillas revolucionarias, pero que ese instrumento es menos eficaz contra la criminalidad de las mafias y pandillas juveniles actuales, que no buscan la “bendición” de la legitimidad religiosa. El autor compara las estrategias pastorales de la Iglesia católica y de las pentecostales, ahondando especialmente en los ministerios evangélicos que, al “rescatar [a algunos miembros] de las pandillas”, pretenden demostrar el poder redentor que tiene el amor divino para convertir a quienes han rechazado a la sociedad (y han sido rechazados por ella).
Andrew Johnson presenta un elocuente análisis complementario de los ministerios pentecostales que hoy en día se ejercen en las prisiones de Río de Janeiro con un grupo también marginado y condenado al ostracismo social. Explica el abanico de valores y prácticas expresamente religiosos que los motivan y examina cómo responden esas Iglesias y sus ministerios pastorales a necesidades no atendidas por las instituciones estatales. Aunque al principio Johnson critica el enfoque puramente espiritual del individuo que postulan esas Iglesias, sin abogar por soluciones sociales o estructurales para los problemas de esa población, sí llega a apreciar su fe en que la presencia regular en peligrosos espacios carcelarios constituye una importante forma de dar testimonio que puede ofrecer cierta protección. En su opinión, constituye una “política de la presencia” que supone un reto para las autoridades y la sociedad de Brasil. El capítulo de Amelia Frank-Vitale compara y contrasta tres albergues locales —dos católicos y uno laico—, que, además de defender los derechos de los migrantes centroamericanos enfrentados a la violencia en el México actual, les ofrecen alojamiento y servicios. Describe dos formas de “blindaje” que los sacerdotes católicos que dirigen esos albergues han logrado proporcionar a sus estrategias pastorales: una se basa en el apoyo de la comunidad local, la otra en recursos regionales e internacionales. La autora demuestra convincentemente que, a pesar de sus distintas formas de entender la teología de la liberación, en ambos eclesiásticos se observa que lo que los ha inducido a incorporar los derechos humanos a sus ministerios es la práctica pastoral. El último estudio sobre la violencia actual es el sugerente y fundamentado capítulo de Kimberly Theidon sobre las Iglesias evangélicas que trabajan con combatientes desmovilizados en una violenta región colombiana. La autora subraya el énfasis abiertamente religioso de las estrategias pastorales de consolidación de la paz —más basadas en la dignidad humana y la reconciliación que en la venganza—, frente a las del gobierno y los organismos internacionales, que en gran medida dejan de lado la importancia de la acción moral de la persona. Theidon proporciona un breve pero fascinante análisis de cómo las Iglesias evangélicas pueden ofrecer una concepción alternativa de la masculinidad a hombres cuyas vidas las han definido los actos de violencia que han sufrido o cometido. Contrasta la composición racial de la Iglesia católica y las evangélicas en esta región, así como sus enfoques pastorales. Pero su descripción de cómo el martirio de un pastor pentecostal local incita a la fe apunta paralelismos con la experiencia católica en otros lugares analizados en este volumen, y quizá importantes rasgos comunes, inherentes al compromiso religioso de los ministerios de ambas tradiciones cuando están enraizados en la vida de los pobres.
El presente libro concluye con un breve epílogo.