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1. La evolución de la teoría y la práctica de los derechos en el catolicismo latinoamericano

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Daniel H. Levine

La teoría y la práctica de los derechos ganaron prominencia en el catolicismo latinoamericano cuando un brote de violencia que tuvo lugar desde la década de 1960 y hasta mediados de los ochenta hizo que el concepto tuviera impacto entre líderes, activistas y miembros de base de la Iglesia en toda la región. La teoría de los derechos que se consolidó provenía de documentos papales, proclamas episcopales y reflexiones teológicas. Las ideas sobre derechos ganaron en fuerza y tomaron forma particular como respuesta a las presiones de los que sufrían los golpes de la guerra y la violencia, y por el contacto con los movimientos nacionales y transnacionales por los derechos humanos. Hubo una interacción mutua entre la práctica y las ideas en un proceso continuo. La teoría y la práctica de derechos nunca es exclusivamente legal, religiosa o secular: toma de todas a la vez y está profundamente afectada por la dinámica de la práctica en todas sus etapas. Desde el comienzo es esencial reconocer que la práctica (y las ideas) son producto, tanto de los grupos e individuos en la base como de los líderes institucionales. Juntos colocaron la cuestión de derechos en la agenda pública y lograron colocar esta agenda en las redes nacionales y transnacionales con la publicación y lucha por los derechos.[1]

Las ideas sobre los derechos tienen profundas raíces en la tradición de las leyes naturales, así como en la historia legal e institucional de América Latina. La historia reciente de América Latina añadió algo nuevo: la práctica masiva de los derechos, impulsada por innumerables grupos locales, regionales, nacionales y transnacionales. La Iglesia institucional en todas sus formas (obispos, el clero, los vicariatos, las órdenes religiosas) desempeñó un papel central en este esfuerzo, junto con toda una serie de grupos o individuos con vínculos religiosos. Juntos documentaron abusos y ayudaron a víctimas, familiares y sobrevivientes con recursos morales y materiales, que fueron desde la ayuda médica hasta la representación legal para ayudarlos a salir del país (Maclean, 2006). Un aspecto central de este proceso es cómo las definiciones operativas de los derechos basadas en los clásicos derechos civiles y políticos enfocados en la defensa contra las torturas, la oposición a la impunidad oficial y la ayuda a las víctimas se expandieron a definiciones más integrales agrupando toda una gama de derechos económicos, culturales y personales (la salud, el trabajo, la reunión, la tierra, el movimiento físico, la educación y otros) en un todo coherente.

La teoría y práctica de los derechos ha sido y continúa siendo un terreno profundamente contestatario para el catolicismo latinoamericano. Existen complejidades y puntos en común, pero en términos generales se pueden identificar dos posiciones, cuya fuerza relativa ha variado con el tiempo en relación a los cambios en el liderazgo y el personal de las instituciones medulares, y del surgimiento de centros alternativos de pensamiento y acción dentro de la Iglesia ampliamente concebida.[2] La primera se basa en las alianzas y asociaciones tradicionales de la religión con el orden y el control, a cuya luz se revelan las demandas por los derechos como evidencia de la decadencia y la subversión de ese orden, a lo cual debe oponerse. Los derechos están subordinados al orden y a la defensa de la Iglesia institucional, la cual depende de las alianzas con el poder establecido. Este punto de vista predominó en la Iglesia latinoamericana antes del Concilio Vaticano II. Fue ejemplificado por las palabras y acciones de la jerarquía católica argentina durante la última dictadura militar (1976-1983). La segunda posición se basa en el compromiso con los derechos a partir de la creencia en la ley natural, y en la que, como criaturas de Dios, todos tienen derechos. Esta tendencia tiene antecedentes históricos en la Iglesia latinoamericana (Cleary, 2007, 2009), pero ganó mayor prominencia después del Concilio Vaticano II. La teología de la liberación también ha tenido un impacto significativo en esta posición, sobre todo como resultado de su insistencia característica en la justicia y el acompañamiento, la idea de que la auténtica fe necesita que los creyentes (y la Iglesia) compartan la experiencia de los pobres y de los que no tienen acceso al poder, apoyen y empoderen a las víctimas, y de construir el reino de Dios a partir de ahora.

Tal definición de los derechos cae dentro de la “opción por los pobres” pero hay tensiones y ambigüedades de diferentes tipos. Un aspecto medular de cualquier opción preferencial por los pobres que va más allá de la simple caridad es compartir las condiciones de los pobres, estar presente entre ellos, con todos los riesgos que entraña esta opción. Esta presencia puede ser vista por los que están en el poder como subversiva del orden, y en este sentido ha provocado muchos abusos tales como secuestros, arrestos, tortura y asesinato de catequistas y agentes pastorales que tomaron compromiso de estar presentes en los barrios pobres (Catoggio, 2008; Del Carril, 2011; Morello, 2012; Mignone, 1988; Ranly, 2003; Tovar, 2006). Estos compromisos parten del esfuerzo deliberado por seguir las pautas pastorales trazadas por los obispos de Medellín y Puebla, para los que la lucha contra la violencia institucionalizada constituía un elemento central de la opción de la Iglesia por los pobres. De esta manera hicieron que la Iglesia pareciera como un aliado de los que luchan por enfrentar la desigualdad y la violencia.[3]

Surgen ambigüedades del hecho de que muchos de los que hicieron de la opción preferencial por los pobres un aspecto medular de sus vidas, se inspiraron en elementos de la teología de la liberación que solo aceptaron la centralidad de la teoría y práctica de derechos, porque vieron la insistencia en los derechos como una cuestión burguesa “individualista”, subordinada a la lucha de clases y a la acción colectiva por cambios estructurales. A pesar de estas dudas iniciales, el ideario de derechos se hizo presente dentro de este grupo de Iglesias y activistas religiosas, en la medida en que crecía el número de víctimas entre el clero, los catequistas y los feligreses. Los que defendían esta posición con frecuencia entraban en conflicto no solo con los Estados abusivos, sino también con grupos insurgentes violentos, como ocurrió en Perú donde las guerrillas de Sendero Luminoso vieron a los activistas de la Iglesia como competidores (Tovar, 2006; Ranly, 2003). La reconciliación del compromiso con los derechos humanos y la opción preferencial por los pobres también tomó fuerza de la adaptación gradual de la democracia como algo intrínsecamente bueno, adaptación que fue estimulada por las terribles experiencias de los setenta y los ochenta, las cuales empujaron a una gran parte de la izquierda latinoamericana a la posición de darle la bienvenida a la democracia y de trabajar dentro de sus estructuras y reglamentaciones (Levine, 2012).

Cualquier análisis sobre el papel de los derechos en la experiencia reciente del catolicismo latinoamericano debe comenzar con el reconocimiento del impacto que han tenido la violencia y las guerras civiles en la Iglesia. Existió la violencia física directa (la quema de iglesias, el asesinato o el daño físico de los sacerdotes, monjas, catequistas y laicos) que creó mártires, impulsó actos de autodefensa institucional y estimuló a la identificación con las víctimas. El personal religioso y las instituciones religiosas (como las estaciones radiales o las organizaciones educativas) han sido blancos directos de la violencia en El Salvador, Guatemala, Chile, Brasil, Paraguay y Perú. Esta experiencia directa de terror hizo que muchos en las Iglesias se vieran a sí mismos como víctimas en defensa de derechos a la vida, y de ser libres del abuso y la tortura (Levine, 2010, 2012; Noone, 1995). Como blanco y víctimas de la violencia, las instituciones, grupos e individuos religiosos atrapados en ella trataron de entender lo que estaba ocurriendo, y al mismo tiempo dar testimonio ante la violencia, mientras buscaron respuestas que pudieran defender y preservar la vida de los seres queridos y de la comunidad en general. En Brasil, Chile, Perú o El Salvador los líderes de las Iglesias y las organizaciones auspiciadas por estas se convirtieron en los protagonistas fundamentales del movimiento por los derechos humanos, lo que frecuentemente se llevaba a cabo por medio de coaliciones ecuménicas.

Como parte de esta volátil mezcla de violencia y transformaciones religiosas, se produjeron importantes cambios en la teología y en el repertorio ideológico de la Iglesia. Se articularon en los documentos de la Iglesia cuestiones de justicia, derecho, participación y liberación y se mantenía un esfuerzo sostenido por darle a estos temas un lugar central en la agenda de las instituciones y grupos o movimientos afiliados. Comenzando con los documentos de Medellín (1968) y Puebla (1979), especificados posteriormente en la teología de la liberación y llevados a la esfera pública en numerosas cartas pastorales y en los programas y compromisos de grupos y movimientos sociales, hubo elementos de la Iglesia católica que rompieron antiguas alianzas con el poder político y social y apoyaron a los que buscaban cambios (Gutiérrez, 2004; Levine, 1992, 2012; Smith, 1991). Articularon un punto de vista en el cual el sufrimiento no es consecuencia del pecado ni una señal del Advenimiento, sino que debe ser entendido como resultado de un orden social injusto y de un gobierno represivo. Los creyentes lo identifican como estructuras del pecado social, lo cual legitima la resistencia y los une a trabajar de manera activa con otros en defensa de la vida. Desde esta posición, sectores dentro de las Iglesias se colocaron del lado del cambio social y político, y en contra del control autoritario.

Las Iglesias ante la violencia en América Latina

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