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Ministerios y acompañamientos pastorales

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El ministerio pastoral, tradicionalmente entendido como “cuidado de las almas”, experimentó un giro decididamente social a comienzos del siglo xx, tanto en la Iglesia católica como en las protestantes. Para responder a los profundos cambios sociales y económicos que trajeron consigo la industrialización y la urbanización, surgieron nuevas teologías que, invocando el objetivo de la “justicia social”, apuntaban hacia una relación más estrecha de la religión con valores y estructuras del mundo laico. Estimularon la creación de nuevos ministerios eclesiásticos de corte social como Acción Católica (especialmente influyente en Europa y Latinoamérica), así como la participación de Iglesias protestantes progresistas en movimientos de reforma social (sobre todo en Estados Unidos). Esta nueva tendencia hacia la justicia social de la primera mitad del siglo xx allanó el camino para la evolución de las Iglesias en el período histórico estudiado en este libro.

El concepto y la práctica del “acompañamiento” pastoral surgieron de los cambios atizados por el Vaticano II y de las directrices pastorales que los obispos latinoamericanos dieron durante sínodos regionales celebrados en Medellín, Colombia (1968) y Puebla, México (1979). En 1971 los obispos colombianos —que se consideran de los más conservadores del hemisferio— proclamaron un activo ministerio pastoral, crítico con la misión religiosa de la Iglesia: “si el mensaje cristiano sobre el amor y la justicia no manifiesta su eficacia en la acción por la justicia en el mundo, muy difícilmente parecerá creíble a los hombres de nuestro tiempo” (citado por Pachico, las cursivas son mías). La teología de la liberación, aunque a menudo enfrentada a obispos de toda la región, también hizo suya la idea de que, tal como la expresa Levine, “la auténtica fe necesita que los creyentes (y la Iglesia) compartan la experiencia de los pobres y de los que no tienen acceso al poder, apoyen y empoderen a las víctimas y de construir el reino de Dios a partir de ahora”. En líneas generales, si la Iglesia quiere acompañar a los pobres debe estar presente en las circunstancias concretas de su vida. Como útilmente aclaran Garrard-Burnett y Arellano-Yanguas, una relación pastoral con los pobres no constituye una manifestación del dominio político por parte de los clérigos, que deben apoyar a la comunidad, no dirigirla. El acompañamiento de la Iglesia debe ser el de un testigo (y cuando las circunstancias conllevan una violencia extrema, parece especialmente pertinente utilizar la expresión de “testigo misericordioso” de Tate).

Tal como se utiliza en este libro, en capítulos dedicados tanto al pasado como al presente, “acompañamiento” designa una política pastoral activa de las Iglesias, que propugna su presencia entre los pobres. En “los pobres” se incluye a quienes viven en la pobreza, pero también a aquellos que carecen de los recursos —sociales, culturales, institucionales, espirituales— necesarios para llevar una vida más plena. Además de la presencia física, el “acompañamiento” pastoral también conlleva un movimiento junto a los pobres a lo largo del tiempo. Interpreta en un contexto histórico el mandato del padrenuestro —“Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad”—, convirtiéndolo en un compromiso con la plasmación de los designios divinos para la humanidad terrenal que, leyendo los “signos de los tiempos”, actúa en consecuencia a la luz de la fe.

La aparición del acompañamiento pastoral en este período ha tenido consecuencias de larga duración. Cuando la Iglesia ha situado a sacerdotes, monjas y seglares en contacto directo con los pobres, cara a cara, esa institución ha compartido su cambiante experiencia de la violencia. Esta disposición a hacerse presente en entornos peligrosos se observa tanto en ministerios pastorales del presente como del pasado, y tanto en las Iglesias evangélicas (véanse los capítulos de Johnson, Brenneman y Theidon) como en la católica (véanse los capítulos de Wilde, Morello, Arellano-Yanguas, Frank-Vitale, Pachico y Tate). El hecho de que se aprecie tanto en las Iglesias protestantes como en la católica indica muy claramente la existencia de una base común en el pensamiento y la práctica cristianos: una misma fe en el amor divino y en el valor de la vida humana, que debería quedar patente en sus ministerios. Ambos elementos invocan la necesidad de reconocer y defender la “dignidad” individual: un término recurrente que, en calidad de categoría moral, ha calado profundamente en las Iglesias y que se refleja en la disposición de esos ministerios a ponerse del lado de los desamparados de la sociedad, ya sean prisioneros de Brasil, expandilleros de Centroamérica, asediadas comunidades campesinas de Colombia o grupos indígenas de Perú. Este compromiso, que puede ponerlos en contra de las autoridades y la opinión pública, nos recuerda la singularidad de las comunidades religiosas.

Con todo, no cabe duda de que también hay diferencias entre las dos tradiciones cristianas. La práctica pastoral católica, por ejemplo, suele orientarse al conjunto de las comunidades —a creyentes y no creyentes—, en tanto que la evangélica y la pentecostal se centran más en los individuos que han pasado por una conversión religiosa o en quienes podrían tener la motivación para experimentarla. Las diferencias teológicas son importantes, pero los nuevos estudios de este libro, que analizan sobre el terreno diferentes tradiciones religiosas, cuestionan los contrastes simplistas, presentando un abanico de interpretaciones e hipótesis implícitas, basadas en formas alternativas de abordar los ministerios pastorales de índole social. Entre los ejemplos figuran:

—La mayor amplitud de la perspectiva católica puede permitir a los sacerdotes desempeñar una labor negociadora y mediadora entre diversas partes enfrentadas, involucrando a todos los actores afectados, entre ellos los violentos, con vistas a alcanzar soluciones pacíficas. En este carácter incluyente y este papel de mediación insiste Pachico en su capítulo sobre el Magdalena Medio colombiano, en el que cita al director del proyecto jesuita: que “uno de los objetivos fundamentales del programa ha sido lograr que la gente hable”. Por el contrario, Theidon, también en Colombia, descubre en la conversión religiosa personal una base para la fructífera labor que los evangélicos han realizado con excombatientes de las farc y los paramilitares, con vistas a “reconstruir las esferas íntimas de las relaciones sociales y las subjetividades individuales”.

—Frank-Vitale propone el útil concepto de “blindaje social” para describir el hecho de que la legitimidad que tiene un sacerdote mexicano en su comunidad y la confianza total de su parroquia le permiten sobrevivir y proteger de la violencia a migrantes centroamericanos. Es una idea claramente aplicable a los ministerios pastorales católicos de otros entornos violentos. Al mismo tiempo, parece observarse una situación similar en la confianza que Johnson descubre que suscitan los pastores pentecostales al ejercer su ministerio en las cárceles de Río de Janeiro.

—Tate, Pachico, Frank-Vitale y Arellano-Yanguas demuestran cómo consiguen los actuales ministerios pastorales católicos aprovechar los recursos nacionales e internacionales que facilitan los vínculos con otros niveles de la estructura jerárquica de su Iglesia. Por el contrario, el carácter de las Iglesias evangélicas, más centradas en la congregación —así como cierta tendencia a la competencia entre pastores, que apuntan varios autores—, parece una limitación (así es, desde luego, si se compara esta situación con el importante apoyo internacional que a lo largo de la historia han dado los protestantes a los derechos humanos, analizado por Kelly).

En el libro, varios autores analizan la dimensión específicamente espiritual del ministerio social católico, que se asienta en cuestiones fundamentales, relativas al liderazgo religioso frente a la violencia. Con perspicacia, Arellano-Yanguas analiza lo que denomina “espiritualidad del protagonismo de las bases”, en un acompañamiento que conlleva un compromiso religioso destinado a empoderar a las comunidades locales y a responder a sus perspectivas. Tate arroja luz sobre cómo ha evolucionado esa espiritualidad durante varias décadas de práctica pastoral respondiendo a los cambios registrados en el origen y los niveles de violencia. Por su parte, Wilde identifica la existencia de una fructífera dinámica entre las iniciativas registradas dentro de la “sociedad civil de la Iglesia” (véase el capítulo de Levine) y algunos líderes eclesiásticos sensibles, con vistas a la defensa de los derechos humanos en Chile. En todos estos casos y en otros se puede identificar una interacción explícitamente religiosa inherente al contacto directo entre el clero y las poblaciones marginadas, lo cual otorga a esos ministerios pastorales una presencia social de repercusiones potencialmente mayores. En sí mismos, esos ministerios no son una panacea, ya que, como Pachico y Tate nos recuerdan, está claro que hay fuerzas de cambio político y económico más potentes que determinan el alcance y la complejidad de la violencia en Latinoamérica. Más bien, su presencia constituye un pertinaz recordatorio de las “violencias” cotidianas que presenta la vida en las barriadas urbanas y espacios marginales, con poblaciones maltratadas y dejadas de lado por los grandes procesos de cambio. Yendo más allá de su modesta escala, esos ministerios arrojan luz sobre las verdades de la violencia, para proclamar que las soluciones duraderas deben abarcar dimensiones de la vida humana que están por encima de las fuerzas seculares y materiales. Al hundir sus raíces en el pasado autoritario, siguen siendo fundamentales para la presencia de la Iglesia en las democracias reales del presente, en las que están llamados a curar las heridas, partiendo de lo más elemental.

Las Iglesias ante la violencia en América Latina

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