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Conclusión

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La teoría y la práctica de derechos tienen profundas raíces en la religión. Su expresión particular en el catolicismo latinoamericano se nutre de esas raíces y las enriquece y extiende a nuevos campos de acción debido a la conjunción de dos elementos: la opción preferencial por los pobres que guió a muchos activistas religiosos a estar presentes entre la población pobre, compartiendo su vida y sus condiciones; y la violencia ejercida por regímenes llenos de sospechas y aun de temor que vieron este tipo de compromiso como una subversión del orden social y una traición a la auténtica misión de la Iglesia. La práctica de los derechos ha sido profundamente impactada por medio de la fuerte violencia que han experimentado los latinoamericanos en los últimos cincuenta años.

Un aspecto notable de la historia de los derechos en el catolicismo latinoamericano es el sólido rol desempeñado por la sociedad civil, lo cual incluye lo que he llamado aquí la sociedad civil dentro de las Iglesias. Grupos e individuos dentro de la Iglesia y en conjunto con otros fuera de sus estructuras organizativas, pero de clara inspiración religiosa, interactuaron con los líderes de Iglesias como parte de su esfuerzo por articular y defender los derechos humanos y extender ayuda concreta a los sobrevivientes y sus familias. A menudo experiencias como estas son consideradas como un tipo de historia desde abajo, en la cual la práctica y las presiones externas sobre los marcos formales de una institución desempeñan un papel autónomo y determinante. Hay mucho de verdad en este punto de vista, pero es importante atemperar la atención del papel de las presiones desde abajo con el reconocimiento del poder continuado de los líderes religiosos para adelantar o frenar las iniciativas, para estimular o deslegitimarlas, para dar o impedir el acceso a los recursos y las redes. Como cuestión práctica, la fuerza del compromiso de la Iglesia institucional con la articulación y la defensa de amplios conceptos de derechos desde mediados de los sesenta y hasta fines de los ochenta en América Latina, estaba asociado con una generación particular de prelados, muchos de los cuales ya han pasado a la historia. En Latinoamérica, como en cualquier parte del mundo católico, sus sucesores son más conservadores y se han mostrado más preocupados por reparar las relaciones con el Estado a la vez que refuerzan la autoridad de la Iglesia frente a la lucha con el protestantismo pentecostal pujante. La pluralidad de las redes y niveles de acción disponibles en estos momentos en América Latina, limitan el poder de los líderes de la Iglesia para restringir el trabajo por los derechos humanos, pero no lo elimina completamente.

En todos los casos, hay un proceso visible mediante el cual los grupos locales y regionales construyen contactos y forman alianzas, con frecuencia, como en Perú y Chile, con la gestión de las agencias de la Iglesia (Lowden, 1996; Drogus, y Stewart-Gambino, 2005; Carter, 2003, 2010; Tate, 2007; Youngers, 2003). Cuando las autoridades claves de la Iglesia mostraron indiferencia o estaban activamente opuestos a defender los derechos humanos como problema, el peso de la acción recayó en grupos de la sociedad civil o elementos autónomos dentro de las Iglesias. Este es el caso de la Iglesia católica en Argentina, en Perú ahora con el cardenal Cipriano, y en Colombia, donde la organización está más dispersa y el cinep (Centro de Investigación y Educación Popular), una organización jesuita, ha tomado el liderazgo en la documentación y la educación pública sobre los derechos.[18]

Este es un proceso dinámico y continuo, de modo que cualquier conclusión tiene que ser, en el mejor de los casos, provisional. Los problemas de los derechos continúan siendo prominentes en las luchas por recuperar y definir la memoria, en las leyes y en la agenda de los grupos de la Iglesia, los movimientos sociales y las instituciones públicas. Pero, como hemos observado, tanto en la teoría como en la práctica, los derechos son un terreno muy reñido dentro de la Iglesia, y en todo caso hace tiempo que ya han pasado del centro de la agenda pública de la mayoría de los grupos de la Iglesia. Los tiempos han cambiado y las transiciones al gobierno civil y la democracia hacen que los derechos se presenten a menudo como problemas de ayer, y las generaciones de prelados designados por los últimos dos papas señalen prioridades como la pretensión de reforzar las estructuras y la disciplina de la Iglesia católica para competir con el pentecostalismo protestante. La pregunta evidente es si el compromiso con los derechos humanos tan prominente en la posición pública de las Iglesias en años recientes se mantenga. De ser así, ¿en qué forma, con qué énfasis, con qué aliados?

La respuesta no es clara. Que los derechos humanos se conserven en la agenda pública depende mucho de la capacidad de los grupos de la sociedad civil y de la sociedad civil de la Iglesia (ubicada en las universidades, centros de investigación, órdenes religiosas y publicaciones, los medios y otros grupos). Una señal de esperanza es que la revisión de las evidencias revela que la historia de los derechos humanos está caracterizada por innovaciones y presiones múltiples y simultáneas. No hay un solo centro, ni un solo punto de origen del cual emanen las ideas y las prácticas de los derechos. Pero decir que no hay un solo centro no equivale a decir que no existan influencias o interacciones en lo local-regional-nacional y transnacional. Continúan surgiendo iniciativas independientes basadas en ideas comunes y alimentadas por vínculos evolutivos entre países y grupos. Estos lazos se refuerzan en la práctica, en la medida en que la comunidad de los derechos humanos ha aumentado y extendido su acción (Neier, 2012; Méndez, 2011). También está claro que numerosos grupos locales y regionales tienen conciencia de algo que se llama Declaración Universal de los Derechos Humanos; y si no lo saben al principio, rápidamente entran en contacto con algo conocido como ley humanitaria internacional, y las normas de los informes que son algo común entre los grupos transnacionales de derechos (Glendon, 2001; Tate, 2007; Youngers, 2003).

Todo esto se encuentra bien documentado, complementa, sin eliminar, el papel desempeñado por las ideas religiosas y los individuos y grupos con inspiración religiosa en todos los niveles. Una comprensión completa de la trayectoria de los derechos como teoría y práctica nos hace otorgar un lugar prominente a la sociedad civil y dentro de esta, a la religión (Iglesias, grupos e individuos).[19] Al comenzar la década de los setenta, en Latinoamérica se crearon varias organizaciones enfocadas en los derechos y vinculadas de alguna manera con la religión. En ocasiones surgieron dentro de las Iglesias institucionales (ceas en Perú, La Vicaría de la Solidaridad en Chile, Comisão Pastoral da Terra en Brasil, Tutela Legal en El Salvador, cinep en Colombia, y Pueblo Creyente en Chiapas), en parte como resultado de la colaboración internacional (como el papel de la ayuda cuáquera para la creación del serpaj en Argentina). También han estado inspiradas por la búsqueda de sobrevivientes y sus familiares (como en el caso de las Madres de la Plaza de Mayo) o por una mezcla de inspiración religiosa con asesoramiento y conexiones legales, como sucedió con Emilio Mignone y el cels en Argentina, y el Instituto de la Defensa Legal (idl) de Perú a fines de los setenta y principios de los ochenta (Youngers, 2003).

Parte de la Iglesia institucional le dio apoyo crítico, personal, legitimidad y protección al movimiento de los derechos humanos, pero por supuesto que no fueron los únicos. En América Latina como en otros casos en los que la religión desempeñó un papel importante en la articulación y promoción activa de los derechos (África del Sur, Europa del Este antes de la caída del comunismo, el Movimiento de los Derechos Civiles en Estados Unidos), las Iglesias eran parte de una gran alianza. Proporcionaron ayuda moral y material, pasando de la simpatía o de la ayuda para las víctimas a involucrarse activamente, a aportar personal para las organizaciones y comisiones (Levine, 2012; Toft, Philpott, y Shah, 2011).

Las consideraciones anteriores nos dan algunos elementos para la reflexión. Para comenzar, es claro que la teoría y la práctica de los derechos humanos en las Iglesias están marcadas por el compromiso con la acción enraizada en su comprensión de la fe. Este compromiso se lleva a efecto por las Iglesias como instituciones. Pero las acciones de la Iglesia institucional o de sus líderes no agotan todas las posibilidades. Semejantes acciones se han acompañadas en todas partes del compromiso de individuos y grupos vinculados a las Iglesias e inspirados por una visión de fe que puede actuar con independencia de los líderes y a veces en oposición a estos. El compromiso impulsa a la práctica, la que a su vez refina las ideas y estrategias además de reforzar a aquel, a veces frente a grandes peligros.[20] La violencia intensa y penetrante que tantas zonas de América Latina ha experimentado en décadas recientes hacía que la teoría y la práctica de los derechos enraizara en lo que he denominado derechos humanos y civiles clásicos, pero esta práctica rápidamente expandió la definiciones para incluir a derechos que están más allá de lo legal y lo civil: el derecho a la tierra, a la educación, a la salud, a la libertad de movimiento, a una honrosa sepultura, a trabajar, a organizarse.

Esta intensa y repetida dialéctica entre teoría y práctica nos sugiere varios puntos a tomar en consideración cuando pensamos en el posible futuro de la teoría y práctica de los derechos. Aunque el fundamento legal de los derechos es esencial, en la práctica los derechos van más allá de leyes y regulaciones. Además, la práctica de los derechos, los modos en que se han ido construyendo, el contexto particular, así como el liderazgo y la oposición, han impactado profundamente en la evolución de la teoría y la práctica de los derechos. Finalmente, los casos aquí mencionados reafirman la importancia de los vínculos entre niveles, contactos y flujo de recursos e información que une los sucesos locales con las redes nacionales y transnacionales.

La religión en todas sus formas y manifestaciones (Iglesias institucionales, ideas, coaliciones ecuménicas, el clero, los catequistas, los grupos e individuos con inspiración o conexiones religiosas) ha evolucionado junto a los derechos en América Latina en un doble papel, como fuente de legitimación y de infraestructura y recursos para facilitar la identificación, el reclamo, la promoción y la defensa de los derechos. La multiplicidad de formas y de vías organizativas reafirma que la religión y las Iglesias no son bien entendidas como algo homogéneo y sin variación y conflicto internos. Sería un error hablar sobre “la Iglesia” y los derechos como si formaran una simple relación que puede descubrirse leyendo “documentos oficiales” o hablando con voceros autorizados. Hay toda una gama de interacciones y oposiciones en las Iglesias y organizaciones religiosas y de ellas entre sí que están presentes en la relación entre la religión y los derechos. Lo que los une es la identidad común de ser cristianos, pero lo que significa esto en casos concretos puede ser, y es, cuestión de conflicto. Debido a la complejidad interna de la religión, no debe sorprendernos que haya cuestiones controversiales. Lo que la Iglesia institucional da (recursos, legitimidad, conexiones) también lo puede quitar y así lo ha hecho, pero debido a que la Iglesia institucional no abarca todas las posibilidades de expresión religiosa, porque estas se multiplican más allá de los límites de los organigramas eclesiásticos, el compromiso con los derechos permanece vivo y expandido con raíces lo suficientemente fuertes como para sobrevivir y continuar inspirando y apoyando el activismo.

Las Iglesias ante la violencia en América Latina

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