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Ampliando el alcance de los derechos

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El análisis anterior apunta hacia las bases evolutivas de lo que podríamos llamar una visión integral expandida de los derechos en el catolicismo latinoamericano. La visión integral u holista considera que los derechos económicos, sociales, legales y políticos están interconectados de manera correcta y necesaria y que se enriquecen mutuamente. La visión holista adquiere fuerza moral y práctica a partir de un vocabulario enraizado en lo religioso que legitima la organización y la acción en defensa de esos derechos como expresión de fe auténtica. El compromiso con el Dios de la Vida y las demandas de solidaridad y acompañamiento hacen que la Iglesia vaya más allá de trabajar por los pobres para acompañar a los pobres y poner sus instituciones y recursos a la disposición de estos últimos. También amplía el alcance del concepto, yendo más allá de la defensa netamente legal de sus derechos para incluir derechos tales como la educación, la tierra, el trabajo, la salud y la libertad de movimiento, entre otros aspectos. A partir de sus postulados, se produce una transición que va de los derechos legales al apoyo abierto a los movimientos de los campesinos sin tierras, los ocupantes ilegales en las áreas urbanas, los prisioneros políticos, los desempleados y a grupos similares. En Perú o El Salvador las coaliciones ecuménicas de base trabajaron en defensa de sus derechos, mientras que en Brasil, Perú y Chile la Iglesia católica con el apoyo de otros y el acceso a importantes redes trasnacionales puso sus recursos al servicio de la defensa de los derechos humanos y las víctimas de la represión (Brysk, 2004; Burdick, 2004; Carter, 2010; Chapman, 2012; Fitzpatrick-Behrens, 2011; Kovic, 2005; Sikkink, 1993, 2011; Wechsler, 1990; Youngers, 2003).

Exponer las cosas de este modo no significa menospreciar la importancia de los derechos legales, y de la defensa de los derechos civiles clásicos. Está claro que estos son esenciales para la capacidad de ejercer cualquier derecho, y medulares en el esfuerzo por defender la vida de las víctimas del abuso oficial y ayudar a sus familias. Con frecuencia la defensa de los derechos humanos clásicos (la oposición a la tortura y el abuso, la protección de la integridad del cuerpo, la promoción al derecho de la libre expresión, de la prensa y de reunión) se asocia con el esfuerzo por promover los derechos en otras áreas, lo que incluye las personas que no tienen poder de acceso a las instituciones y a ser capaces de articular sus necesidades de manera eficaz. Los casos legales también son importantes en sí mismos, además del papel que han desempeñado en tantos casos abogados individuales, asociaciones legales y consejos de juristas. El caso de Emilio Mignone es ejemplar (Del Carril, 2011; Mignone, 1988, 1991). Mignone era un prominente laico católico en Argentina, abogado y figura política con antecedentes políticos conservadores. Su hija Mónica fue secuestrada y desaparecida por “las fuerzas de seguridad” poco después del golpe militar de 1976. Nunca fue encontrada. El delito de la joven era su compromiso con la opción preferencial por los pobres, lo que la llevó (como a muchos jóvenes argentinos que también fueron secuestrados, torturados y desaparecidos) a trabajar en los barrios pobres, esfuerzo que fue visto como profundamente subversivo por las dictaduras militares (Catoggio, 2006, 2008; Morello, 2012; Mallimaci, 2009; Mallimaci, Cucchetti, y Donatello, 2006). Su hijo Augusto también desapareció más tarde en ese mismo año. Al no encontrar ayuda a través de los canales típicos (amigos o contactos en la Iglesia o el gobierno) Mignone se volcó en la acción legal e institucional.[14] Se unió a la Asamblea de los Derechos Humanos y más tarde fue fundador del Centro de Estudios Legales y Sociales (cels) que se convertiría en un grupo clave en el esfuerzo por documentar el abuso y en establecer conexiones nacionales y transnacionales para la comunidad de derechos humanos.

Merece ser citado el propio análisis de Mignone sobre su evolución. Insistía en que sus puntos de vista siempre habían sido consistentes, inspirados en el Evangelio, y por su mandamiento a amarse los unos a los otros y a respetar y valorar la vida, sin distinciones, ya fueran políticas o de otra índole. En una carta a otra hija (Isabel) escribió: “Es incorrecta esa apreciación tuya sobre mi supuesto paso del catolicismo conservador al progresista. No he sido ni soy ni uno ni el otro… [La verdad es que] me adelanté en veinte años al proponer decisiones que adoptó luego el Concilio Vaticano II y ahora simplemente formula otras que adoptara el Concilio Universal del Siglo xxi, que tal vez se haga en Jerusalén y no en Roma”. En cartas anteriores citadas por su biógrafo, Mignone ancla sus creencias en el sagrado valor de la vida.

Es una verdad que nada tiene que ver con el tiempo en que se vive y a quien le afecta. Esto no es cuestión de una época o de otra. No es antiguo ni moderno. Es eterno. Si se viola, todo viene abajo y de ahí provienen las desgracias. Se acepta el principio que el matar es lícito o no según la persona o la ideología de la víctima, se abre una brecha terrible y se comienza una cadena de dolores, de injusticias espantosas, porque se ha roto un valor sagrado, no humano. Esta doctrina es difícil de practicar, pero es la única verdadera (citado en Del Carril, 2011: 354-56).

En publicaciones, en el trabajo organizativo y en su infatigable activismo a escala nacional y transnacional, Mignone dejó al descubierto la colaboración de la jerarquía argentina con los militares y la complicidad de muchos líderes de la Iglesia con los crímenes del régimen (Mignone, 1988, 1991). Sus acciones fortalecieron los lazos nacionales y transnacionales para todos los grupos de derechos en Argentina incluyendo, pero no limitándolos, a los de inspiración religiosa. Muchos grupos de derechos humanos en Argentina se unieron a los esfuerzos de Mignone, incluyendo los movimientos de las familias de los sobrevivientes y los familiares de los detenidos y los desaparecidos, grupos religiosos y por la no violencia como el Servicio Paz y Justicia (serpaj) cuyo director, Adolfo Pérez Esquivel ganó el Premio Nobel de la Paz en 1980, así como grupos judíos y ecuménicos, y por supuesto el bien conocido ejemplo de las Madres de la Plaza de Mayo (Madres, y más tarde también Abuelas de la Plaza de Mayo) (Brysk, 1994).

La experiencia del serpaj y de las Madres asimismo habla de ambos aspectos, la inspiración religiosa y el impacto de los contactos transnacionales. El serpaj surgió como parte de la ayuda cuáquera a través de la Fraternidad de Reconciliación (for, por sus siglas en inglés) que buscaba promover grupos y métodos no violentos (Pagnucco, y McCarthy, 1992). Las Madres recibieron un apoyo temprano del serpaj y ambos trabajaron basados en sus principios religiosos frente a la hostilidad de la misma Iglesia católica. Brysk (1994: 42) escribió sobre las Madres y grupos relacionados que “se volcaron en las protestas porque sus familias y comunidades habían sido destruidas, sus barrios permanecían en silencio y su propio gobierno negaba su existencia. Sus demostraciones públicas de angustia personal y de enfrentamiento quijotesco al implacable ejercicio de poder estatal apenas sí fue registrado por su propia sociedad, pero en la arena internacional fue apoyado y amplificado.” El compromiso de las Madres, como el del serpaj, o de individuos como Emilio Mignone, tenía sus raíces en la comprensión de los principios cristianos, comprensión que fue rechazada por el liderazgo de la jerarquía católica argentina. En un texto sobre los primeros esfuerzos de las Madres por encontrar a los hijos y nietos desaparecidos (estos últimos, frecuentemente hijos de prisioneras políticas asesinadas después del parto) queda clara la recepción que tuvieron en la Iglesia oficial:

También recurrimos a la Iglesia católica y a la Jerarquía Eclesiástica desde los primeros días de nuestra tragedia. Nos encontramos con puertas cerradas y palabras ofensivas y a veces crueles: “Están en manos de personas que han pagado 5 millones por los bebés, por lo que están en buenas manos, no se preocupen.” “No podemos hacer nada. Váyanse.” “Recen porque les falta fe” … Nunca recobramos ni un niño a través de la mediación de la iglesia (cita traducida de Brysk, 1994: 205).

Aunque la estrecha asociación de la jerarquía con los militares hace de Argentina un caso extremo, como muchos extremos también ilumina las posibilidades. Lo que queremos resaltar aquí no es la conexión ideológica —los puntos de vista de la jerarquía argentina contrastan con los compromisos de la Iglesia y de los individuos de otros lugares por promover y defender los derechos—. Casos notables a nivel nacional incluyen los esfuerzos de la Vicaría de la Solidaridad en Chile, Tutela Legal en El Salvador, la Comisión Episcopal de Acción Social (ceas) en Perú y de numerosas organizaciones eclesiásticas en casos tan diferentes como Brasil o Paraguay. Si continuamos el análisis a nivel local los ejemplos se multiplican (French, 2007; Kovic, 2005; Tate, 2007; Youngers, 2003). Lo que es esencial es darse cuenta de que siempre se hurgue bajo la superficie de una historia nacional particular, lo que aparenta ser un suceso discreto que comienza en un punto particular del tiempo resulta tener prolongados y múltiples antecedentes. Existe una prehistoria, algo así como una transición invisible al activismo, y también existe una poshistoria que se manifiesta en el esfuerzo por colocar, de forma permanente, cuestiones de derechos y responsabilidades en la agenda o en las leyes e instituciones y por crear una base de apoyo que los sostenga. La transición invisible a la práctica de los derechos también ha sido una transición de las ideas. He citado el impacto del Concilio Vaticano II, de las reuniones de obispos de Medellín y Puebla, así como de la teología de la liberación, todo lo cual puede ser ubicado con relativa precisión en el tiempo. Pero por supuesto que ninguno de estos sucesos surgió ya hecho, completamente formado a partir de la nada. En cada caso existen iniciativas anteriores, y precedentes que crearon lo que en retrospectiva podemos ver como una base en pro de estas ideas, dispuesto a aceptarlas, a trabajar con ellas y a convertirlas en prácticas regulares, incluso en situaciones de largas adversidades y grandes peligros (Levine, 2012).

Otro caso semejante es el más o menos simultáneo surgimiento de grupos de los derechos humanos en Perú después de la represión oficial de la huelga general de finales de los años setenta. Siguiendo las protestas contra la violencia policial que aceleró el fin del gobierno militar, coordinadas y promovidas por la ceas, la teoría y la práctica de derechos como elemento integral a la misión de las Iglesias cristalizó en el contexto de una larga y sangrienta guerra con Sendero Luminoso, que tuvo lugar en el país a través de los ochenta y principios de los noventa. Durante la guerra, a menudo las Iglesias y los creyentes estaban atrapados entre los ejércitos del Estado y las fuerzas de Sendero Luminoso. El ejército los veía como sospechosos de subversión mientras que Sendero Luminoso los veía como competidores (ceas, 1990; Youngers, 2003). Existe una amplia evolución comparable de ideas, organizaciones y gente comprometida en casos por otro lado tan disímiles como Chile, Argentina, Brasil, Guatemala, México, El Salvador, o Colombia (Del Carril, 2011; Garrard-Burnett, 2010; Kovic, 2005; Neier, 2012; Ranly, 2003; Tate, 2007; Tovar, 2006; Theidon, 2004; Whitfield, 1994).

Las consideraciones anteriores sugieren que lo que aquí se analiza no es la motivación religiosa o política o social: es todo a la vez y surge a partir de la dinámica de la práctica. En el caso de las organizaciones mayas de Chiapas descritas por Kovic (2005), es sorprendente la fácil mezcla de diferentes áreas de derechos. Kovic reproduce varias listas compiladas por los participantes de los talleres promovidos por Pueblo Creyente, una organización de derechos auspiciada por la diócesis de Chiapas. Los derechos enumerados mezclan la teología con la política, la vida común con los “grandes problemas”. Cuando se les preguntó a los participantes de un taller por qué tenían derechos, respondieron:

Porque somos seres humanos. Porque estamos hechos a la imagen de Dios. Porque somos personas libres capaces de vivir y de pensar. Porque somos hijos e hijas de Dios. Porque Dios, nuestro Padre envió a su hijo para que nos enseñara a luchar, Porque Jesús nos enseñó a decir la verdad y a defender nuestros derechos humanos. Dios nos formó y creó para que todos pudiéramos comer. Porque Dios formó al mundo y nos hizo libre a todos a fin de que los grandes (los poderosos) no saquen provecho de los pequeños (citado en Kovic, 2005: 108).

También incluyeron el derecho a

vivir, ser iguales, trabajar, recibir un salario justo, disfrutar los frutos de nuestro trabajo, ser doctores o profesionales, comer, hablar, pensar, dormir o descansar, tener dignidad, educación, vivienda, casarnos libremente y tener los hijos que deseemos, tener un auto y viajar en avión, visitar otros países, aconsejar a otros, vivir en el campo o la ciudad, disfrutar la protección de la ley, la justicia, organizar nuestros hogares, caminar por las calles y trabajar para el mejoramiento de nuestras familias (citado en Kovic, 2005: 108).

Además,

Tenemos en el derecho a poseer la tierra, a reclamar la tierra, tener árboles frutales, tener ganado, hacer colectivos, tener instalaciones deportivas, caminos, electricidad, agua potable, clínicas de salud, escuelas, comprar productos baratos, recibir un buen precio por nuestras cosechas, cooperar con la comunidad, organizarnos, participar en la solución de problemas de la municipalidad, elegir a nuestras autoridades, hacer manifestaciones, deshacernos del presidente municipal si no trabaja, tener opiniones políticas y ocupar cargos políticos (citado en Kovic, 2005: 108).

La diócesis de Chiapas facilitó estos talleres, creando las condiciones necesarias para reunir a la gente, tales como el transporte, alojamiento, alimentación y materiales de trabajo. Pero la diócesis no creó todo esto de la nada. Los esfuerzos promovidos en Chiapas tomaron energía de toda una serie de iniciativas locales en una región colmada de activismos de todo tipo, incluyendo el movimiento zapatista. Aquí, como en cualesquiera de los casos, el auspicio de una Iglesia institucional proporciona recursos, junto con una valiosa legitimación, la práctica de los derechos recibe la autoridad moral de la Iglesia.

El análisis anterior es relevante respecto del problema general del vínculo entre la teoría y la práctica en las Iglesias, y la expansión general del movimiento por los derechos. La experiencia latinoamericana afirma que lo que subyace en la emergencia de los derechos como foco central y área de práctica para la Iglesia en el período entre mediados de los sesenta y finales de los ochenta, es el encuentro entre individuos y comunidades con necesidades urgentes, grupos de inspiración cristiana y a veces elementos de las Iglesias institucionales. Este encuentro lleva a alianzas, a veces accidentales, basadas en un suceso local, el compromiso de un sacerdote individual o grupo del clero, o el ejemplo de alguien como Camilo Torres que inspiró a muchos en Colombia y en toda América Latina (Tate, 2007; Levine, 2011). Con frecuencia esta alianza también forma parte del esfuerzo deliberado de grupos de Iglesias, agentes pastorales y laicos inspirados en acompañar a los pobres y, de este modo, encontrar salida a su sentido de la misión. Muchos casos, particularmente aquellos enlazados directamente con los derechos humanos desde el principio, surgen cuando individuos con necesidades urgentes e inmediatas aprenden (tal vez a través del contacto directo, o por boca de otros, o con la lectura de volantes) que pueden confiar en los agentes de la Iglesia y que estos pueden darles ayuda concreta. Todos estos esfuerzos destacan el hecho de que cuando se trata de la práctica de los derechos, y de cómo esta crece y se institucionaliza, hay un amplio abanico de grupos de la sociedad civil (donde se incluyen los grupos religiosos) que desempeñan un papel central en articular los derechos, establecer y mantener contactos internacionales, poniendo los derechos en la agenda de las instituciones y actores públicos y manteniendo los problemas activos a través de movilizaciones regulares y la presión pública.[15]

Las Iglesias ante la violencia en América Latina

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