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La religión y el derecho: teoría y práctica

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Este no ha sido un proceso sencillo o fácil. La teoría y la práctica de los derechos es terreno contestatario dentro de la Iglesia, con luchas por controlar la agenda pública de las Iglesias y determinar de qué forma deben utilizarse los recursos de aquélla.[4] Las disputas continuas sobre los derechos resaltan el hecho de que la religión (y las Iglesias) no deben ser comprendidas como monolíticas o unidimensionales. Coexisten múltiples tendencias, a veces contradictorias, que provienen de variaciones dentro de la tradición legal y teológica de la fe en cuestión. El análisis que centra su atención exclusivamente en la Iglesia y sus líderes, o en los documentos formales de la primera, puede perder de vista gran parte de lo que está en juego. Los líderes y los documentos son importantes, controlan los recursos y pueden legitimar o desentenderse de las iniciativas. Pero no son todo el proceso, ni actúan por sí solos.[5] Deben ser vistos dentro del contexto de las ideas e iniciativas que surgen de la sociedad civil, incluyendo a la sociedad civil dentro de la misma Iglesia (Levine, 2009; Romero, 2009).

La idea de una sociedad civil en la Iglesia puede sorprender a aquellos que permanecen atados a una concepción exclusivamente jerárquica de la Iglesia católica, en la cual el poder, la autoridad y el conocimiento va de arriba hacia abajo. Desde este punto de vista, el papa sabe más que los cardenales, los cardenales más que los obispos, los obispos más que los sacerdotes, los sacerdotes más que las monjas, las monjas más que los laicos, y así sucesivamente. Pero este no es el único modelo existente de Iglesia. No toda la autoridad (ni siquiera en la Iglesia católica) es autoritaria en su concepción y práctica.[6] Recobrando las viejas tradiciones, los documentos centrales del Concilio Vaticano II enfatizaban que la Iglesia es más que las instituciones y funciones legalmente definidas: es el Pueblo Peregrino de Dios haciendo su camino a través de la historia. Los creyentes comunes y corrientes son también “la Iglesia” y tienen puntos de vista y valores de cuantía independiente. Como cuestión empírica, la Iglesia católica combina la centralización con la diversidad y la descentralización. Múltiples grupos y voces disfrutan de autonomía considerable, independientemente de las presiones de los prelados o funcionarios del Vaticano. Entre los grupos relevantes están las congregaciones religiosas de hombres y mujeres, instituciones educativas (incluyendo las universidades), publicaciones periódicas, casas editoras, así como varias organizaciones y coaliciones de laicos. Muchas políticas y posiciones públicas de los papas san Juan Pablo II y Benedicto XVI, así como su énfasis repetido en la unidad y la disciplina, pueden entenderse como el esfuerzo por reinar en esta diversidad y controlar estas voces. Dicho de manera sencilla, estos esfuerzos no tuvieron éxito.[7]

Estas evidentes pluralidades y complejidades significan que las referencias convencionales a “la Iglesia y el Estado” ya no proporcionan un marco de análisis adecuado, si es que alguna vez lo fueron. Hay demasiados actores con participación en este proceso, no solo las Iglesias como organizaciones, sino también múltiples grupos cuya afiliación a las Iglesias institucionales es mucho más relajada que lo que sugieren los modelos tradicionales (Levine, 2012). En la práctica, la forma en que los líderes de la Iglesia responden a los grupos afiliados a la Iglesia o a los grupos de inspiración cristiana es fundamental para la evolución de la práctica de los derechos. Las posibilidades van desde el rechazo y la marginación (Argentina), al apoyo y la protección (Brasil, Chile), con muchos puntos entre estos dos extremos. Como si fuera poco, a veces se producen fuertes divisiones dentro de la jerarquía de la Iglesia, así como entre los obispos y las órdenes religiosas.

En todo caso, las tradiciones legales y teológicas de las grandes religiones nunca son estáticas: se genera un proceso continuo de argumentaciones, renovaciones y redescubrimientos que hacen relevantes las viejas ideas en las nuevas y cambiantes circunstancias (Appleby, 2000). En el caso particular de los derechos en América Latina, los líderes y activistas han encontrado inspiración en múltiples fuentes: en encíclicas papales recientes (Pacem in Terris, Mater et Magistra, Evangelii Nuntiandi), en los documentos del Concilio Vaticano II, en las conclusiones de las reuniones regionales de los obispos católicos de Medellín y Puebla, en las cartas pastorales de obispos individuales y conferencias episcopales nacionales, así como se señaló anteriormente, en los elementos de la teología de la liberación que proporcionan las bases para el derecho junto con las líneas del programa de acción (Levine, 2006a, 2006b, 2009, 2010, 2012).[8]

En su reciente historia del movimiento por los derechos humanos, Neier (2012: 27) plantea que el concepto de los derechos humanos requiere el compromiso con tres principios: “… que el derecho es natural y por lo tanto, inherente a todos los seres humanos y no sólo a los que los poseen a partir de sus relaciones con una entidad particular o régimen político; que todos son iguales con los mismos derechos y que los derechos son universales y por lo tanto aplicables en todas partes”. Wolterstoff (2012: 43) apunta que la idea de los derechos humanos naturales está basada en la concepción de la ley natural que daban por sentado los padres de la Iglesia, y estos incluyen no solo lo que pudiéramos llamar derechos civiles sino también el derecho a la tierra, a la salud, a una vida decente y digna. Así que los derechos han sido construidos a través de la socialización y tienen sentido en el contexto de la comunidad. El reclamo de derechos está basado en el valor intrínseco del individuo, lo cual descansa en la ley natural, en la creencia de que los seres humanos han sido creados a imagen de Dios: “todos los seres humanos son portadores del imago dei, no sólo ciertos tipos de seres humanos, sino, todos ellos” (Wolterstorff, 2012: 55). San Pablo amplía esta visión general cuando declara abiertamente que no existe la parcialidad en Dios, pues él ofrece la fraternidad a todos.[9] Esta naturaleza de los derechos, inherente a los individuos, expresado en las relaciones sociales, pero no dependientes de las reglas particulares de las comunidades y los sistemas políticos, inalienables y universales y que van más allá de los derechos civiles y políticos a todas las áreas de la vida, es crítica en torno al significado de los derechos tal como se ha evolucionado en la teoría y la práctica de la experiencia reciente de las Iglesias en América Latina. La importancia de los derechos en la teoría y la práctica recientes de la Iglesia latinoamericana plantea una pregunta obvia. En la mayor parte de la historia humana, se les ha dicho a la mayoría de las personas que no tienen derechos. Entonces, ¿cómo cobran conciencia de que existen los derechos humanos y de que ellos tienen estos mismos derechos? ¿Qué los hace pensar que es posible reclamar y ejercer tales derechos —que existen aliados y formas de hacerlo? ¿Cómo se visibilizan las Iglesias como aliados confiables en este esfuerzo? La pregunta se trata de las ideas y más específicamente, de cómo se vincula la comprensión de la fe con el compromiso con los derechos. La relación entre las ideas es importante, pero por supuesto que las ideas no existen dentro de un vacío. También necesitamos preguntar: ¿quién articula esas ideas, quién se las transmite al público, quién hace que las ideas funcionen en términos prácticos, cómo se traducen en las normas de una comunidad?

Para que las ideas sobre los derechos adquieran una presencia social significativa, para que lleguen a formar parte de las leyes y las prácticas institucionales, deben suceder varias cosas. Los conceptos de derechos necesitan ser creados y legitimados por las Iglesias y otras instituciones. Además, alguien —tal vez la misma persona que articula el concepto— debe propagar el mensaje, traduciéndolo en una forma accesible para llevarlo al público. Los que reciben el mensaje también necesitan captar el sentido de que lo que articulan las palabras no es solo bueno sino también posible. Esto requiere confianza en los agentes portadores del mensaje, y también una convicción de que no están solos. La experiencia de la solidaridad es crítica en hacer que los reclamos individuales tomen un significado social ordenado.

Algunos ejemplos pueden ayudar a comprender este caso. Con el apoyo del Consejo Mundial de Iglesias (cmi), la Conferencia de los Obispos Católicos Brasileños imprimió dos millones de copias de la Declaración Universal de los Derechos Humanos para ser distribuidas a las congregaciones a través del país.[10] A nivel de base, del trabajo con los campesinos y el Movimiento de los Sin Tierras, la Comisión Pastoral de la Tierra de la Iglesia Católica de Brasil ha trabajado ardua y largamente para informar a los campesinos en relación con sus derechos. Cuando las primeras delegaciones campesinas fueron a discutir reclamaciones de tierras con los funcionarios del gobierno, se les pidió que demostraran cuáles eran sus derechos. Al no encontrar palabras se fueron desanimados. Dada esta experiencia, equipos de la Comisión Pastoral de la Tierra elaboraron manuales y folletos detallando con precisión cómo se especificaban en la legislación los derechos sobre la tierra. Estos manuales fueron ampliamente difundidos y fueron objeto de muchas discusiones en reuniones de campesinos. Daba una justificación legal a la creencia general de que Dios hizo la tierra para todos, no solo para unos pocos terratenientes. Esta convicción reforzada con la solidaridad colectiva amplió la capacidad de los campesinos para hacer y defender sus reclamaciones en lo adelante. La Comisión Pastoral de la Tierra fortalece esta capacidad desplegando equipos de abogados y amplias redes de agentes pastorales dedicadas a trabajar con las reclamaciones desde el comienzo de su lucha (Carter, 2003, 2010; French, 2007; Rodríguez, 2009). Los ejemplos pueden ser multiplicados indefinidamente: la cuestión está en que la experiencia de los derechos es multidimensional, uniendo la creación de nuevas palabras y símbolos con la presencia de agentes que pueden adecuarlos y transmitirlos a las personas y las innovaciones sociales que crean el marco para la acción colectiva sostenida.[11]

En su análisis de la oposición moral al gobierno autoritario en Chile, Lowden (1996: 13) dice que “El término derechos humanos es la frase contemporánea para los derechos naturales, y como tal, está íntimamente relacionado con los conceptos de la ley natural compartido por ambas instituciones, las seculares y las religiosas, del Occidente. Para el cristianismo, la ley natural es la ley de Dios, y uno de sus pilares es que las personas están hechas a imagen de Dios. Por ende, la violación de los derechos humanos y de la dignidad es también un ataque a Dios.” Al escribir sobre la experiencia de los grupos mayas en el sur de México, Kovic (2005: 101) amplía esta visión cuando explica que la concepción de los derechos humanos en la teología de la liberación difiere significativamente de los códigos legales de Europa Occidental:

La protección de los derechos humanos se deriva de la misión liberadora de Jesucristo y van más allá del concepto individual de derechos. Los teólogos de la liberación citan a Juan 10,10 cuando Jesús dice “Vine para que todos tengan vida, vida en abundancia”, para describir por qué Dios es el Dios de la vida. Siguiendo de la idea de la opción preferencial por los pobres surge la idea de “los derechos de los pobres”, específicamente en torno a las necesidades humanas básicas o los derechos económicos y sociales.

En otros trabajos, he examinado este proceso en términos de la creación de un vocabulario práctico de derechos en el catolicismo latinoamericano. Es práctico porque además de nombrar y justificar los derechos, este vocabulario recoge ejemplos en los cuales aparecen los derechos y su defensa, así como estimula, legitima y facilita la creación de nuevas formas de organización y asociación (Levine, 2006a, 2012). Las definiciones operativas de los derechos se enriquecen en respuesta a la práctica, lo cual los puede llevar mucho más allá de lo que los líderes de las instituciones eclesiásticas o incluso los teólogos, esperan. Es imposible deslindar qué sucede primero si la idea o el compromiso. Lo más importante es que el precedente del compromiso está enraizado en la exposición anterior a estas ideas, pero que sucesos particulares estimulan su transformación en la acción. No es una cuestión de fe o de acción, o de ideas o de la práctica. Evolucionan y cambian juntas en una dinámica que está ampliamente documentada en la experiencia reciente de América Latina (Aguilar, 2003; Brysk, 1994; Burdick, 2004; Burdick, 1995; Carter, 2003; Del Carrill, 2011; Drogus, y Stewart-Gambino, 2005; Fitzpatrick-Behrens, 2012; French, 2007; Kovic, 2005; Levine, 2012; Lowden, 1996; MacLean, 2006; Rodríguez, 2009; Youngers, 2003).

La dinámica observada aquí —de los conceptos enraizados en la ley natural, la creencia de que la fe auténtica requiere acción y el compromiso a cambiar las condiciones de los pobres y los vulnerables— es lo que ha creado los cimientos para la base de un cambio epistemológico, un cambio en el punto de partida a partir del cual la gente de iglesia ve los sucesos. Se hace la elección de ver y evaluar los sucesos desde el punto de vista de los que están en los márgenes del poder, para identificarse, servirle y estar con los que no tienen poder. Compartir la vida de los pobres y sin poder, así como unirse a su lucha, le da sustento a conceptos tales como “la opción preferencial por los pobres”. También puede y ha significado compartir su destino (Noone, 1995). Margaret Pfeil (2006) cita el caso del arzobispo Romero de El Salvador, quien célebremente se refirió al pecado como la muerte de los salvadoreños, muerte temprana e innecesaria causada por las estructuras del pecado que incluyen la pobreza, los problemas de salud y la violencia.[12] Una vez que adoptó esta perspectiva, Pfeil (2006: 175) plantea que

la tarea moral y pastoral cambió: de identificar actos pecaminosos concretos a comprender la significación ética de la violencia institucionalizada que conducía inexorablemente a la muerte de otros seres humanos. El lenguaje del pecado social le permitió culpar y denunciar no sólo las ofensas particulares en contra de la vida sino también las estructuras sociales resultantes y que preparaban el terreno para los pecados revelados en los cuerpos crucificados de su pueblo.

Ya hemos señalado el impacto de la teología de la liberación sobre la teoría y la práctica de los derechos, pero este aspecto es lo suficientemente importante como para merecer otras consideraciones. Una idea central para la teología de la liberación es que Dios es el Dios de la vida, el amigo de la vida y que la historia humana y la sagrada están unidas. La vida no es solamente la existencia por un período de tiempo: la vida significa cumplimentar el potencial humano y eliminar los obstáculos que la pobreza, las enfermedades, la violencia y las carencias interponen en el camino del logro de la realización en la vida de los individuos, las familias y las comunidades. Debido a que existe solo una historia, ser fiel al plan de Dios es una tarea de esta vida, y construir el reino de Dios es algo que en realidad comienza aquí y ahora —“La venida del reino de Dios no se producirá aparatosamente, ni se dirá ‘vedlo aquí o allá’, porque mirad, el reino de Dios ya está en medio de vosotros” (Lucas 17,20-21).

El teólogo Gustavo Gutiérrez se refiere a la pobreza como “la muerte temprana” —una condición que conduce a una vida limitada, truncada y con frecuencia dolorosa—. En última instancia, escribe Gutiérrez (1996: 57): “La decisión de optar por los pobres es una decisión por el Dios de la vida, por el amigo de la vida, como se dice en el Libro de la Sabiduría (11,25). La experiencia cercana de la violencia y de la muerte injusta no tolera evasiones o consideraciones abstractas sobre la resurrección de Jesús, sin la cual nuestra fe sería vana al decir de Pablo”. Establece una conexión explícita entre el compromiso con el Dios de la vida, el compromiso con los pobres y las preocupaciones sobre los derechos humanos:

La pobreza… significa en última instancia muerte. Muerte física de muchas personas y muerte cultural por la postergación de tantas otras. La percepción de esta situación hizo que hace un par de décadas surgiera con fuerza entre nosotros el tema de la vida, don del Dios de nuestra fe. La temprana aparición del asesinato de cristianos debido a su testimonio, convirtió en algo aún más urgente esta preocupación. Una reflexión sobre la experiencia de persecución y martirio ha dado vigor y envergadura a una teología de la vida, permitiendo comprender que la opción por los pobres es una opción por la vida. (Gutiérrez, 1996: 56-57).

La visión de Dios como el Dios de la Vida y la insistencia en que hay una sola historia adquieren enfoque práctico a través del análisis y la comprensión de la pobreza, no como una condición natural, sino más bien como producto de circunstancias sociales e históricas específicas. La conceptualización de la pobreza que da fundamento a la teología de la liberación, es a la vez material y concreta, espiritual y una cuestión de compromiso. Gutiérrez plantea:

El nuestro es el único continente que es un continente mayoritariamente pobre y cristiano a la vez. La presencia de una masiva e inhumana pobreza condujo a preguntarse por la significación bíblica de la pobreza. Hacia mediados de la década del 60 se formula en el campo teológico la distinción entre tres acepciones del término pobre: a) la pobreza real (llamada con frecuencia, material) como un estado escandaloso, no deseado por Dios; b) La pobreza espiritual, en tanto infancia espiritual, una expresión de la cual —no la única— es el desprendimiento frente a los bienes de este mundo; c) la pobreza como compromiso: solidaridad con el pobre y protesta contra la pobreza (Gutiérrez, 1996: 7-8) [NT: cursivas en el original].

La fuerza de este planteamiento reside en la forma en que combina el concepto de condiciones sociales con el compromiso para la acción y en que enraíza a ambas en la visión bíblica del Dios de la Vida. Estas acciones que impone son muy específicas: solidaridad, acompañamiento y trabajo con los pobres y los desposeídos de poder a fin de empoderarlos en la lucha por el cambio. Con frecuencia esta preferencia manifiesta por la pobreza material es criticada como demasiado exclusiva, parcial o excesivamente politizada.[13] Pero aquellos que trabajan desde una perspectiva liberacionista insisten en que su posición es profundamente bíblica, elemento esencial de cualquier fe auténtica. Gutiérrez (2004: 571) la explica con mucha claridad:

El motivo último del compromiso con los pobres y oprimidos no está en el análisis social que empleamos, en nuestra compasión humana o en la experiencia directa que podamos tener de la pobreza. Todas ellas son razones válidas que juegan sin duda un papel importante en nuestro compromiso, pero en tanto que cristianos este se basa fundamentalmente en el Dios de nuestra fe. Es una opción teocéntrica y profética que hunde sus raíces en la gratuidad del amor de Dios, y es exigida por ella […] En otras palabras, el pobre es preferido no porque sea necesariamente moral o religiosamente mejor que otros, sino porque Dios es Dios. Esta aseveración choca con nuestra frecuente y estrecha manera de entender la justicia, pero precisamente esta preferencia nos recuerda que los caminos de Dios no son nuestros caminos (Gutiérrez, 2004: 571).

Gutiérrez reconoce que muchos se han cuestionado si la Iglesia puede estar perdiendo su identidad religiosa con semejante inmersión en la política. Otros, observa el autor, han ido más allá. “Desde posiciones de poder han violado de manera descubierta los derechos humanos defendidos en los documentos de la iglesia y asestado duros golpes contra los cristianos que han expresado su solidaridad con los pobres y oprimidos”. Haciendo eco del arzobispo Romero, continúa: “La correcta inserción en el mundo de los pobres no distorsiona la misión de la iglesia. La realidad es que es aquí donde la iglesia encuentra su plena identidad como señal del Reino de Dios al que todo hemos sido llamados y en el cual los pobres y los oprimidos tienen un lugar privilegiado. La iglesia no pierde su identidad en la solidaridad con los pobres, sino que la fortalece” (Gutiérrez, 2004: 592).

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