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La violencia política: los victimarios y las víctimas
ОглавлениеAunque la violencia persistente no es nueva en América Latina (Franco, 2013; Grandin, y Joseph, 2010), la fase autoritaria que abarca de la década de 1960 hasta la de los ochenta y las respuestas de los Estados y la sociedad civil a la violencia han conformado, significativamente, el “reencuentro”[4] con el legado de la violencia del pasado, así como los esfuerzos por entender el alto nivel de violencia que ha perdurado bajo los regímenes democráticos (Atencio, 2014; Lewis, 2005; Nelson, 2009; Stern, 2010). Los secuestros, detenciones, desapariciones, prisiones clandestinas, torturas y matanzas eran prácticas asociadas a los regímenes militares en Argentina, Chile, Brasil y otros países centroamericanos durante este período.[5] Estas formas de violencia también proliferaron en los prolongados conflictos civiles que desangraron a Centroamérica, Colombia y Perú en ese período (Burt, 2007), y que continúan en Colombia.
Aunque la violencia asumió diversos modos en esa época al igual que ahora, la del pasado reciente se describe en general como formas de “violencia política”, o sea, de violencia aplicada por el Estado y, con menor frecuencia, por grupos de la oposición, para defender o derrocar regímenes específicos (Fowler, y Lambert, 2006; Robben, 2005; Schirmer, 1998). Si cambian los detalles, ocurre lo que Marcia Esparza (2011: 2) ha planteado para ese período: “la historia compartida de la violencia estatal organizada”. Las acciones violentas de los Estados o contra ellos también han sido el foco histórico de atención de las respuestas basadas en los derechos humanos y religiosos de esa etapa, incluyendo el apoyo a los mecanismos institucionales de la justicia de transición, creados para llevar a las sociedades más allá de la experiencia colectiva de la violencia. Su trabajo asume la capacidad de distinguir de manera pública y categórica a los autores de la violencia política de las víctimas —aun cuando las circunstancias específicas de la violencia cambien, la impugnación de culpabilidad perdure y la mayoría de las identidades individuales permanezcan desconocidas (las muchas “cifras sin nombres”, parafraseando a Jacobo Timerman, 2002)—. El conflicto y la violencia en la América Latina actual pueden tener una dimensión política, como nos recordaran los manifestantes en las calles de Venezuela y Brasil en 2013 y 2014, pero es un error verlos solamente en términos de la lucha por la maquinaria del poder estatal del pasado (Grandin, y Joseph, 2010). Como sugiero en este capítulo, las suposiciones históricas sobre la primacía de lo político[6] es probable que nos conduzcan a la confusión en el análisis de la violencia actual, a veces apolítica y no estatal, y entonces no nos ayuden a buscar respuestas constructivas, incluyendo las respuestas religiosas.
La incidencia religiosa en nombre de las víctimas de la violencia política del pasado, particularmente la enraizada en la teología de la liberación, también priorizaba al Estado y asumía que la victimización podía ser identificada claramente. Como Garrard-Burnett lo puntualiza en su capítulo en este volumen, durante los ochenta, el énfasis de la Iglesia para los casos centroamericanos de “violencia institucional” y “sacerdotes revolucionarios” daba por sentado que esa violencia expresaba una lucha por el control del Estado, es decir, por influir directamente sobre la maquinaria represiva del Estado y mediar entre este y la sociedad. De forma similar, en su análisis sobre la Comisión de la Verdad de Argentina en este volumen, Cattogio plantea la entonces prevaleciente teoría de los “dos demonios”; esto es, una narrativa de la violencia perpetrada ya sea por los militares, o por la guerrilla, pero que en general ignora a los actores civiles. Esta teoría estaba a su vez reflejada en los relatos de la Iglesia, ya fuera como cómplice o víctima de la violencia estatal (cf. los capítulos de Morello, Queiroz y Wilde, en este volumen).
Actualmente, el Estado aún puede ser un importante actor en los conflictos sociales, como en los casos de los extractivos en Perú (véase Arellano, en este volumen), o las guerrillas de las farc en Colombia (véase Tate, en este volumen). Tales conflictos tienden a generar una respuesta pastoral de acompañamiento o mediación comparable con la de la época de la violencia política. También quisiera sugerir que, como en la “opción por los pobres” del pasado, en la actualidad las intervenciones pastorales de este tipo también pueden entenderse en términos de grupos o categorías de personas bien definidas, como la de los “prisioneros” (Johnson, en este volumen) o los “emigrantes” (Frank-Vitale, en este volumen). En contraste, en su análisis de la violencia entre las bandas en Centroamérica, Brenneman apunta a los retos que enfrentan las Iglesias en responder ante la violencia no estatal en la que los actores no buscan legitimidad institucional (véase el capítulo de dicho autor en este volumen). La respuesta religiosa ante la violencia, en otras palabras, puede depender de concebir categorías bien definidas de víctimas como sujetos colectivos de violencia. Pero en el contexto de la violencia mayormente no estatal de hoy, hay diferentes relaciones entre las personas y los actos de violencia, de modo que definir las víctimas se nos hace más difícil.[7]