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Derechos humanos

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La causa de los derechos humanos es un puente entre el pasado y el presente. En las décadas de 1970 y 1980 los derechos humanos proporcionaron a las Iglesias una nueva forma de entender y abordar la violencia. Latinoamérica fue un importante escenario en la defensa internacional de los derechos humanos y las Iglesias de la región tuvieron un papel significativo en la legitimación de ese concepto y en la consolidación de nuevas prácticas. En las “democracias reales” de la actualidad, las cuestiones relacionadas con los derechos humanos conservan su presencia y relevancia. Aunque compiten con otros asuntos en las agendas públicas, continúan siendo un referente político (Wilde, 2013a). Para los ministerios pastorales católicos que afrontan el conflicto y la violencia, los derechos humanos se mantienen como la piedra de toque. Históricamente, lo mismo puede decirse de las principales Iglesias protestantes (véase el capítulo de Kelly), aunque no parece que lo fuera en la misma medida entre las evangélicas, por lo menos abiertamente (véase el capítulo de Brenneman). El lugar que las Iglesias otorgan a los “derechos humanos” es un elemento importante a la hora de evaluar las continuidades y los cambios registrados en las respuestas religiosas que ha suscitado la violencia a lo largo del tiempo, y también a la hora de preguntarse cómo influyen en dichas respuestas las diferencias existentes entre las teologías, doctrinas y prácticas católicas y evangélicas.

Cuando los derechos humanos, como sucede hoy en día, son un tema consolidado, es fácil subestimar lo novedosos que resultaban en la década de 1970, época en la que se convirtieron en el fundamento de una nueva forma de resistencia moral frente a la violencia existente en Latinoamérica. Durante la Segunda Guerra Mundial los Aliados invocaron los “derechos humanos”, viendo en ellos una base ética para sus objetivos bélicos, y los convirtieron en principio rector de las Naciones Unidas, que en 1948 aprobó una Declaración Universal de los Derechos Humanos. Pero durante las primeras décadas de la Guerra Fría no fueron más que un factor marginal dentro de la lógica dual que regía la lucha ideológica mundial. Hasta la década de 1970 la idea de los derechos humanos no se convirtió en una causa social y en un auténtico factor dentro de las políticas nacionales y de la diplomacia internacional. Latinoamérica, regida por virulentos regímenes autoritarios, fue uno de los principales escenarios del naciente movimiento mundial de defensa de los derechos humanos y, por su parte, la región influyó enormemente en el “sistema” de derechos humanos que entonces comenzaba a formarse.

Mucho tuvieron que ver en este proceso las Iglesias, sobre todo la católica. Una de sus principales aportaciones fue la propia aceptación de que tales derechos —ciertos valores fundamentales para la vida humana, universales e inherentes a su condición— debían consagrarse por ley. A lo largo de la historia, las Iglesias habían apelado a principios teológicos y morales, pero a los defensores religiosos de los derechos humanos la ley y las instituciones judiciales les proporcionaron formas nuevas y concretas de protegerlos. Este compromiso también inauguró la posibilidad de establecer alianzas con otros actores de la sociedad civil, como el Colegio de Abogados de Brasil o ciertos políticos democráticos de Chile (véanse los capítulos de Queiroz y Wilde). Siempre que una minoría de actores religiosos combativa (potencialmente catalizadora) daba ese paso, hacía suya una idea fundamentalmente laica que calaba tanto entre los religiosos como entre los que no lo eran (véanse los capítulos de Levine y Kelly). La aceptación del carácter universal de los derechos humanos también fue más allá de los “derechos de la Iglesia”, que para sí reclamaba la institución eclesiástica (aunque esa perspectiva histórica mantuvo su solidez en Argentina: véanse los capítulos de Catoggio y Morello). Cuando la Iglesia defendía los derechos humanos, redefinía su relación con el Estado. Sin dejar de proclamar la autonomía de su misión religiosa, ahora denunciaba las acciones violentas de los organismos públicos, calificándolas de violaciones de los derechos humanos fundamentales. En realidad, lo que planteaba era que el Estado, por su propia naturaleza, era absoluta y legalmente responsable de proteger esos derechos.

El hecho de que los derechos humanos se plasmaran en leyes trajo consigo un compromiso implícito con la no violencia. Los estudiosos solo están comenzando a examinar cómo se hizo explícito y activo el compromiso católico con esos derechos (Green, 2010; Keck, y Sikkink, 1998; Méndez, y Wentworth, 2011; Moyn, 2010; Neier, 2012; Stites Mor, 2013).[3] Como ya se ha dicho, durante el período autoritario la Iglesia se mostró dividida en sus respuestas ante la violencia política y estatal. Principios fundamentales de la fe bíblica proclives a la no violencia —“no matarás”, “bienaventurados los pacíficos”— tuvieron que interpretarse en un entorno violento concreto (como ya había ocurrido, en realidad, durante dos mil años). En las décadas de 1970 y 1980 se entendió y justificó, con insólita frecuencia, que los conflictos violentos registrados en Latinoamérica eran fruto de la pugna entre ideas políticas seculares —la revolución marxista de clase contra la seguridad nacional—, muy influidas por la Guerra Fría. El período también se caracterizó por lo que retrospectivamente parece una fe sorprendentemente mayoritaria en la eficacia de la violencia para alcanzar o impedir cambios sociales fundamentales. Los revolucionarios armados de Centroamérica y Sudamérica se animaron con el derrocamiento violento de las corruptas dictaduras de Cuba (1959) y Nicaragua (1979), en tanto que a los reaccionarios los alentó el éxito de los golpes militares registrados en Brasil (1964), Chile (1973) y Argentina (1976), así como el frecuente apoyo de las políticas estadounidenses. En este contexto regional, parecía quijotesco reivindicar los derechos humanos, el derecho y la no violencia. Pero era precisamente ese entorno en el que las Iglesias se esforzaban por definir sus reacciones ante la violencia partiendo de sus propios valores religiosos.

El Concilio Vaticano II puso en marcha cambios teológicos fundamentales que retaban a la Iglesia católica a acometer un aggiornamento: una reformulación de su misión religiosa en el mundo contemporáneo. Animó a los creyentes a ponderar cómo había que entender e ir aplicando al devenir histórico verdades, doctrinas y prácticas imperecederas: era lo que el Concilio denominaba interpretar “los signos de los tiempos”. En 1968, en la ciudad colombiana de Medellín los obispos latinoamericanos reclamaron una colaboración más activa con las fuerzas sociales laicas, con el fin de apartar los obstáculos que impedían a la mayoría de los habitantes de la región vivir con más plenitud y libertad. Haciendo suya la expresión de Pedro Arrupe, padre general de los jesuitas, adoptaron una “opción preferencial por los pobres” que otorgó a la nueva orientación social del Concilio un enfoque más concreto en la región. “Medellín” también es famosa por haber atizado el desarrollo de la teología de la liberación: un nuevo corpus de pensamiento religioso centrado en la respuesta que los cristianos debían dar a un entorno caracterizado históricamente por la injusticia, la desigualdad y la pobreza, que en ese período definía el enfrentamiento violento de proyectos políticos opuestos. Los liberacionistas ampliaron el concepto de “pecado” y, haciendo que rebasara el ámbito individual para llevarlo al análisis social, interpretaron que el marco social latinoamericano del momento incurría en un “pecado institucional”. En este sentido los influían las ciencias sociales que entonces se desarrollaban en la región, sobre todo el análisis marxista, pero también, y merece la pena señalarlo, el pensamiento no marxista de la época, muy dado a identificar los obstáculos “estructurales” que encontraba el “desarrollo”.

Estas tendencias teológicas instaban a los cristianos a participar en la acción social o, desde un punto de vista religioso, a dar testimonio activo en un mundo violento. En concreto, el notable desarrollo y la influencia de la teología de la liberación catalizaron el debate religioso sobre la violencia. En su momento se prestó mucha atención a si fomentaba o incluso legitimaba el apoyo de la Iglesia a la insurgencia guerrillera. Desde posiciones absolutamente divergentes, dos grupos de católicos coincidieron en que este era el núcleo de la teología de la liberación. Se trataba tanto de laicos de inspiración religiosa y de clérigos revolucionarios que habían tomado las armas (de los cuales el más famoso fue Camilo Torres; cf. los capítulos de Garrard-Burnett y Levine) como de sus adversarios teológicos, es decir, de seglares y clérigos católicos, reaccionarios y “antiseculares” (véase el capítulo de Morello), que rechazaban las reformas conciliares, justificando la violenta represión estatal.[4] Sin embargo, retrospectivamente, está claro que la inmensa mayoría de la Iglesia —sus jerarquías y fieles— se situaba entre esos dos grupos, ocupando un abanico de grados de simpatía política por uno u otro tipo de violencia, pero tendiendo, con el tiempo, a confluir por diversas razones en torno al concepto de los derechos humanos y, en algunas circunstancias, a defenderlos activamente.

Hoy en día podemos apreciar mejor por qué la teología de la liberación contribuyó, tanto teóricamente como en la práctica, a los derechos humanos y cómo se diferenciaba de ellos. Los liberacionistas legitimaron la idea de que la fe había que vivirla mediante la acción social y que estaba bien que los cristianos colaboraran con fuerzas políticas laicas y progresistas. En términos más generales, la teología de la liberación condujo a la aceptación del conflicto social como dimensión inherente al necesario cambio (e incluso como motor del mismo). Sin embargo, no aceptó sin ambages la no violencia como principio y como método, ni tampoco vio en la ley un instrumento para alcanzar una mayor justicia social, y estos dos elementos fueron la primera piedra del movimiento de defensa de los derechos humanos. La teología de la liberación también reflejaba el pensamiento sociológico imperante en las décadas de 1970 y 1980, que insistía más en las estructuras y las fuerzas sociales que en los derechos y la experiencia del individuo, perspectiva esta esencial para el movimiento de defensa de los derechos humanos que surgiría durante ese período.

Para la Iglesia católica, la causa de los derechos humanos universales sirvió para distinguir claramente entre su misión pastoral y su actividad política. Está claro que, en un sentido general, los “derechos humanos” eran algo “político”, ya que afectaban tanto a la legitimidad como al poder político en los ámbitos nacional e internacional. Pero durante las décadas de 1970 y 1980 la Iglesia pudo hacerlos suyos, al ver en ellos una forma de superar la política en su habitual sentido partidista. La insistencia del movimiento de defensa de los derechos humanos en la violencia que ejercía el Estado durante la época autoritaria facilitó el establecimiento de una diferenciación religiosa entre el apoyo “pastoral” a esos derechos y la participación política “partidista” (véanse los capítulos de Levine, Queiroz y Wilde).[5] Esta distinción se vio reforzada por la experiencia de la Iglesia en esos años, cuando el compromiso primordial de atender las heridas del sufrimiento humano llevó a los cristianos a compartir dicho sufrimiento. Miles de cristianos fueron perseguidos por su fe y cientos se convirtieron en mártires —el más famoso fue el arzobispo salvadoreño Óscar Romero, audaz partidario de la no violencia—, inspirando con su sacrificio un profundo compromiso con el ministerio pastoral social de la Iglesia (véanse los capítulos de Levine, Garrard-Burnett y Morello).

El hecho de que la religión hiciera suyo el discurso de los derechos humanos durante el período autoritario dejó a las Iglesias y democracias actuales un legado patente pero limitado. Sus detractores señalan que los “derechos”, cuando se conciben jurídicamente y para la protección del individuo, son instrumentos endebles para combatir las formas de violencia cotidianas; que la violencia actual, aún sin forma definitiva y “ambigua”, impide establecer las distinciones aparentemente claras del pasado entre víctimas y verdugos, y que incluso el concepto de “víctima” utilizado por el movimiento de defensa de los derechos humanos está deshistorizado, que reduce a las víctimas a una categoría legal. Es preciso destacar que, como evidencia este volumen, existe una considerable semejanza entre los detractores de los enfoques que parten de las ciencias sociales y los religiosos (véanse los capítulos de Albro y Theidon). Fundamentalmente, en ambos casos sus críticas apuntan a algunos límites que presentan los conceptos liberales —en los que se basa el movimiento de defensa de los derechos humanos—, al enfrentarse a las realidades violentas que se viven actualmente en Latinoamérica. Por ejemplo, ninguna opinión pública considera que la violencia criminal sea un problema de “derechos humanos”. En realidad, aunque estos conlleven la protección de los derechos de los delincuentes (véanse los capítulos de Brenneman y Johnson), la población se muestra muy partidaria de políticas de mano dura.

Hoy en día, por razones relacionadas tanto con el entorno como con las propias Iglesias, las reivindicaciones de orden religioso se centran menos que antes en los “derechos humanos”, que tenían más relieve cuando los regímenes gobernaban recurriendo a la “violencia de Estado”, que en sistemas más abiertos como las democracias electorales actuales. Dentro de la propia esfera religiosa, las reivindicaciones basadas en los derechos humanos también parecen limitadas, tanto por las jerarquías socialmente más conservadoras que han acompañado el atrincheramiento institucional de la Iglesia católica como, en el caso de las Iglesias evangélicas y pentecostales, por teologías, éticas y espiritualidades menos proclives a la acción social. No obstante, los derechos humanos siguen siendo un importante referente para los activistas católicos en contextos postransicionales (véanse los capítulos de Queiroz y Wilde) y en conflictos sociales actuales, que van desde la violencia que sufren los migrantes centroamericanos en México (véase el capítulo de Frank-Vitale) hasta la combinación de violencia política y criminal de Colombia (véanse los capítulos de Tate y Pachico), pasando por los emblemáticos enfrentamientos entre comunidades locales y grandes empresas por los recursos naturales (véase el capítulo de Arellano-Yanguas). Hay actores relacionados con Iglesias que, desde iniciativas frecuentemente ecuménicas, continúan informando a la gente de los derechos que por ley tienen, sobre todo en el caso de poblaciones rurales, mujeres y comunidades indígenas (Burdick, 2004; Cleary, 2007; Cleary, y Steigenga, 2004; y los capítulos de Levine y de Tate).

Con diversos grados de participación activa, las Iglesias también han defendido los “derechos humanos”; han visto en ellos un ideal amplio con vertientes sociales, económicas y culturales que, según ellas, participa del repertorio de derechos necesario para llevar la vida plena que Dios quiso para la humanidad (véanse los capítulos de Levine y Wilde). Los derechos civiles y políticos fundamentales, así como el derecho a la integridad física y a la propia vida, fueron los más defendidos durante las décadas de 1970 y 1980, y por desgracia siguen siendo objeto de especial preocupación en la América Latina actual. Dentro de la Iglesia católica ha pervivido una forma de entender los derechos humanos amplia y holística, que, aunque se aprecia en sus manifestaciones públicas, resulta más limitada en la práctica. En ciertas circunstancias el conflicto social ha atizado unas transformaciones teológicas que, como demuestra Arellano-Yanguas tan perspicazmente en su capítulo sobre Perú, otorgan legitimidad religiosa a la defensa de los derechos humanos relacionados con nuevos problemas como los medioambientales. Hoy en día, en muchos lugares de Latinoamérica se están produciendo conflictos de ese tipo entre comunidades locales e industrias extractivas, y el recurso de una concepción de los derechos humanos amplia y de corte religioso augura la colaboración con nuevos aliados y la influencia en las agendas públicas a través de una práctica pastoral de índole social (cf. Levine, y Wilde, 1977).

En el presente libro, una de las cuestiones primordiales es averiguar por qué los derechos humanos entraron a formar parte de la misión religiosa de las Iglesias, pero nuestra investigación nos ha conducido hacia otra vertiente igualmente importante de su vida como comunidades de fe: a la concepción que de sí mismas conlleva el hecho de que tengan en cuenta la violencia al ejercer su ministerio pastoral. Esos ministerios van más allá de la incorporación de un concepto laico como el de los derechos humanos, ya que constituyen realmente la interfaz entre la fe vivida y un mundo violento.

Las Iglesias ante la violencia en América Latina

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