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Incorporación

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A partir de la Revolución, los indígenas fueron reconocidos por sus diferencias culturales y no sólo socioeconómicas, como sucedía anteriormente, cuando además se pretendía negar su existencia. Alrededor del año 1830 se propuso en el Congreso el destierro de la palabra indio del uso público, como si ya no existieran, pero lo más que se logró fue que en ese tiempo se les hiciera referencia como los “llamados indios”.

En lo que se refiere al problema educativo la concepción de los educadores revolucionarios diferirá de los ideólogos inmediatamente anteriores —incluso de críticos de la dictadura de Andrés Molina Enríquez y Francisco Bulnes— en cuanto a que el indio se define en términos negativos (carente de riqueza, educación y derechos: un ser redimible) sino que se reconoce en él aportaciones positivas —reales y potenciales— al orden social traído por la Revolución Mexicana (De la Peña, 1987: 308).

En ese cambio, Manuel Gamio tiene un papel importante. En 1917 funda, dentro de la Secretaría de Agricultura y Fomento, la Dirección de Estudios Arqueológicos y Etnográficos, que tiempo después sería la Dirección de Antropología. Desde esta dependencia se originó un programa de estudio antropológico multidisciplinario sobre los factores socioculturales de las diferentes regiones indígenas, con el fin de conocer sus especificidades culturales. Se buscaba seleccionar los valores “positivos” en función de su ciudadanía nacional —referidos a una dimensión estética—, que habrían de conservar; y los valores “negativos”, que habrían de ser eliminados, ya que obstruían la incorporación de estos pueblos a la sociedad nacional. El mismo Gamio propuso diseñar la legislación tomando en cuenta los intereses de todos: “el México mestizo y el indígena debían reconocerse y aceptarse como no excluyentes” (Bertely, 1998b: 2).

Gamio abrió el camino para reconocer los mismos derechos a los indígenas y al resto de la población, por lo que correspondía al Estado incorporar a aquéllos a la sociedad nacional. Así comenzó a perfilarse la política indigenista que “concebía la incorporación como un proceso para hacer un solo mundo de dos totalmente diferentes, lo que significaba la absorción de una cultura por otra, enterrando los valores del grupo incorporado” (Calvo y Donnadieu, 1992: 11).

Con base en la información obtenida mediante el estudio antropológico, se llevó a cabo un programa de alfabetización y castellanización para abatir el retraso cultural en el que se encontraban los pueblos indígenas. Esta política educativa proponía una educación integralista que tenía por objetivo la incorporación de los indígenas a la sociedad nacional, a su ritmo, de acuerdo con sus tendencias naturales al progreso, con el fin de “hacer coherente y homogénea la raza nacional, unificando el idioma y [haciendo] convergente la cultura” (Gamio, 1916: 10).

Durante la presidencia de Álvaro Obregón se creó la Secretaría de Educación Pública, que dirigió José Vasconcelos (1920-1923). Vasconcelos aprobó e impulsó la formación de las misiones culturales, esto es, una campaña educativa con el propósito de castellanizar y proporcionar las herramientas necesarias para formar parte de la sociedad en general, entre las cuales se incluía la práctica de oficios y técnicas agrícolas. La institución encargada de tal propósito sería la Casa del Pueblo, que más tarde se llamaría Escuela Rural, donde la educación se dirigiría a toda la comunidad para promover un desarrollo integral.

En el año 1926 se fundó en la ciudad de México la Casa del Estudiante Indígena; su propósito era educar a jóvenes indígenas mediante la convivencia con los citadinos. La idea era que los jóvenes regresaran a sus comunidades y difundieran y multiplicaran los conocimientos, inquietudes y hábitos aprendidos en esta experiencia, posicionándose como intermediarios culturales entre la nación y sus lugares de origen. Pero la realidad fue otra, estos jóvenes ya no quisieron regresar a sus comunidades. Para Aguirre Beltrán (1973), si bien esta experiencia no dio los resultados esperados, sí obtuvo logros en la concepción de la capacidad intelectual de los indígenas. Según este autor, la supuesta falta de capacidad intelectual era una de las razones con las que se justificaba el fracaso de los intentos educativos anteriores; sin embargo, la experiencia de la Casa del Estudiante Indígena demostró que este argumento era infundado.

Moisés Sáenz, subsecretario de Educación durante la presidencia de Plutarco Elías Calles, quien en un principio pugnaba por la incorporación de los indígenas, después de instalar la Estación Experimental de Incorporación Indígena en Carapan, Michoacán,4 cambió sus puntos de vista respecto de la educación. Después de esta experiencia concluyó que la escuela no es el vehículo suficiente para alcanzar las metas propuestas, se trata más bien de un problema de medios de comunicación.

La incorporación del indio es un problema de ingenieros, querámoslo o no; un problema de zapapico, pala y asfalto. Otro instrumento eficaz para cambiar al indio es la modificación de su régimen de trabajo, lo cual equivale a cambiar su economía (Sáenz en Aguirre Beltrán, 1970: XXIII).

Después de esta experiencia, Sáenz elimina el término “incorporación” y lo sustituye por el de “integración”. El plan de integración no pretendía suprimir la cultura indígena, sino más bien agregarle los elementos de la cultura nacional que contribuyeran al progreso de estas poblaciones. La escuela integrante debía castellanizar desde las propias actividades, tomando en cuenta la socialización de los adultos, manteniendo un equilibrio entre el individuo, el grupo y la nación (Sáenz, 1939).

Escolaridad y política en interculturalidad

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