Читать книгу Todo sucedió en Roma - Anne Aband - Страница 10
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Francesco entró en su piso de alquiler en la misma calle donde vivía su «trabajo». Su jefa le había encargado no perderla de vista, sin entrar en contacto directo, así que decidieron que lo mejor sería vivir dos casas más allá para poder ver cuándo salía de casa y a dónde iba. El apartamento era un bonito espacio amueblado de dos habitaciones con baño y cocina. Al parecer, los habitantes de esa calle se dedicaban a alquilar las plantas superiores de las preciosas viviendas unifamiliares de los años cincuenta, muchas de las cuales también tenían talleres artesanos de reparaciones de calzado, de costura, e incluso artesanía a la venta hechos por ellos mismos, dándole a la calle vida y animación y un ambiente muy bueno para la joven Renata.
En el fondo, sentía pena por ella. Tanto dinero y tanta infelicidad a la vez. Aunque él tampoco podía sentirse muy contento. Su trabajo no le permitía mantener un trabajo estable: Viajaba muy amenudo e incluso se veía obligado a pasar grandes temporadas en otras ciudades.
Francesco era un tipo alto, decían que atractivo, sin ser excesivamente guapo por su nariz que estaba tocada de sus tiempos como boxeador. Pero las mujeres acababan dejándole porque, según ellas, «no se sentían atendidas».
Cerró la puerta del apartamento y se colgó la llave al cuello. Su húmedo cabello negro y rizado, le hacía sentirse más fresco ya que, aún a las siete de la mañana, el calor de julio era agotador. Aun así, él salía a correr todas las mañanas para mantenerse en forma.
Se dirigió hacia el parque que había dos calles al norte con un ligero trote. Los romanos que vivían en esa parte de la ciudad no eran muy madrugadores así que solo había unos pocos deportistas como él y los que sacaban a pasear a los fastidiosos perros. El primer día que salió a correr, tuvo que lavar a fondo su deportiva, pues pisó sin verla un enorme excremento.
Un par de jóvenes paseaban a sus perros tranquilamente, una de ellas, la joven morena que vivía con Renata. La había visto salir a diario hacia su trabajo en una clínica veterinaria junto con un hombre joven. No tenía ningún perro en su casa, aunque a menudo paseaba algunos. Era una monada, alta, morena y se la veía en forma, un bombón español, que le había llamado la atención, «aunque no puedo distraerme», pensó.
Al parecer estaba entrenando al animal, aunque no parecía tener mucho éxito. Era un perro enorme, un dogo argentino de color blanco que se negaba a mantener el paso junto a ella. Seguramente sería uno de sus «pacientes». Se encontraban junto al camino por el que iba a pasar él, pero ya se había cruzado alguna vez con ella, y en cierto modo, era mejor no parecer extraño, por si se encontraban en algún lugar mientras él vigilaba a Renata.
De repente, el dogo se separó de ella y la tiró al suelo bruscamente aprovechando la ocasión para dar un mordisco en la pantorrilla a Francesco que, en ese momento, se había cruzado en su camino. Ella gritó y salió corriendo tras el perro y después de atraparlo, se acercó al joven que maldecía en italiano sentado en el suelo.
—Senti, sentí, —dijo ella en italiano sin saber que decía.
Ató al perro en una farola y se acercó a ver la herida del hombre. Había sido un mordisco leve, pero había sangre.
«Me espera una denuncia», pensó Alicia apesadumbrada. Y es que había querido salir a entrenar a Calígula a una hora en la que no había mucha gente, y este perro maltratado por sus antiguos amos, había reaccionado de forma exagerada.
—No pasa nada —dijo Francesco en perfecto castellano— creo que estoy vacunado contra la rabia, hace dos meses me mordió otro perro. Me deben tener manía. Tranquila.
—Lo siento tanto, por favor, vivo cerca, te curaré el mordisco. Soy veterinaria —dijo Alicia atropelladamente.
—Bueno, yo no soy un animal —sonrió el joven de lado— vivo cerca así que iré a casa y me curaré yo mismo.
—No, por favor, me siento fatal. Me llamo Alicia. Te acompañaré y te ayudo a limpiar la herida. El animal está sano, pero es mejor desinfectarla. Te daré mis datos… entiendo que si quieres denunciarme…
—No, ha sido un accidente. Ya está.
Francesco se levantó lentamente. El mordisco había sido más fuerte de lo que pensaba, no por la herida sino por la pinza que había hecho en su pantorrilla. De hecho, cojeaba. Ella se asustó y se acercó a él para que se apoyara en ella. Le llevaba una cabeza y estaba muy fuerte, pero le gustó poder acercarse a la joven y apoyarse en su suave piel tostada por el sol.
Alicia recogió al perro que miraba apesadumbrado al suelo. Como si supiera que había hecho algo malo.
Ella insistió en subir a su casa y Francesco tuvo que aceptar para no parecer demasiado raro. Suponía que no había problema porque Renata no se despertaba hasta las doce del mediodía. Tras dejar a Calígula atado en el baño, cogió el botiquín para desinfectar la herida. No había sido profunda, pero si había dejado unas marcas muy feas en la pierna del joven.
La joven se aplicó limpiando la herida de sus pantorrillas comprobando lo fuerte que estaba el joven. Se sintió ligeramente turbada al ver que estaba sentada a los pies del chico tan atractivo que ya había visto de pasada varias veces por el barrio.
Terminó de limpiar la herida y se levantó sonrojada. Él también se sintió incómodo por su proximidad, más de lo que quería aceptar, más de lo que había sentido desde hacía mucho tiempo.
Se despidió brevemente, no sin que antes Alicia se asegurase de apuntar su teléfono para preguntarle cómo iba. Había cruzado las reglas de cualquier investigador privado, había entrado en contacto directo con los sujetos, incluso una de ellas ahora tenía su teléfono. «A la signora no le gustará», se dijo mientras bajaba cojeando las escaleras de la casa de Alicia. Por suerte, Renata seguía durmiendo y no le había visto.