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—¿Dónde se ha ido ahora? ¡Localícela! —gritó Renzo a su asistente. La cara se le había congestionado por el disgusto.

—Renzo, debemos dejar a la niña que viva un poco. Lo ha pasado muy mal —contestó su hermana Lorena, la única que se atrevía a contradecir al magnate más poderoso de Italia.

—Tiene que volver a casa, que es su lugar, con la familia.

—La familia solo le ha hecho llegar a donde está ahora mismo —terminó Lorena cortando a Renzo—. No te preocupes, yo me encargo de vigilar lo que hace y te mantndré informado, pero ahora ella necesita su espacio.

El malhumorado italiano se giró hacia la enorme ventana dando por terminada la conversación. Su hijo se había muerto hacía tres meses y su hija, al saberlo, tuvo un accidente que casi le cuesta la vida. Casi perdió a los dos en un día. Un escalofrío recorrió su espalda.

«No he sido un buen padre», reconoció, pero amaba a su familia ante todo. Su hermana pequeña tenía razón. Era la única que le hacía volver de su mundo de negocios y dinero repleto de aduladores y de tiburones que le habían hecho ser un tipo duro y sin escrúpulos muchas veces. Había pasado tanto tiempo en el trabajo que su esposa se hartó de él, aunque lo amaba, y finalmente acabaron divorciados.

Lorena dejó a su hermano mirando por la ventana de su despacho que daba a la zona más bonita y cara de Roma. El despacho ocupaba casi la décima planta completa del edificio Baselli y aunque estaba decorado por Vincenzo Ferrara, el mejor decorador de Italia, no había rastro de personalización, ni una foto familiar, ni nada que estuviera fuera de lo que había preparado el decorador.

Ella estaba preocupada por su sobrina Renata, desde luego. Pero había seguido su evolución en el hospital, desde lejos siempre, hablando con los doctores y las enfermeras que la cuidaban, pues ella no había querido ver a nadie, ni familia, ni amigos.

Siempre había sido una niña solitaria aunque estaba muy unida a su hermano Lorenzo. Él se suicidó, agobiado por la responsabilidad de ser hijo de quien era, junto a demasiados disgustos amorosos; no pudo soportar tanto desamor, tanta falta de cariño o quizá había sido demasiado sensible. Ni siquiera el hecho de que su hermana se quedaría destrozada evitó que se tomara un bote de pastillas mezcladas con vodka. Lo encontraron en la bañera casi ahogado en sus vómitos. Y además fue su hermana quien lo encontró. Hacía dos días que no contestaba sus llamadas y se acercó a su piso al que entró con sus propias llaves.

Cuando lo vio, llamó a los servicios de emergencias que ya no pudieron hacer nada por él. Ella había vuelto de una fiesta y todavía estaba bebida, o drogada, cuando salió desesperada con el coche, tomó la rotonda de la colina, su coche dio dos vueltas de campana y acabó en el hospital. Ni siquiera pudo ir al entierro a despedirse de su hermano mellizo.

Desde entonces, Lorena se desvivía por saber en cada minuto donde estaba Renata. Por ello decidió contratar a Francesco Lontini, un detective privado muy reconocido que había estado siguiendo a la joven desde que salió del hospital. Había informado a Lorena de su tranquila vida y de los recientes cambios, del contacto con la joven española, y de su mudanza a un pequeño piso de alquiler.

Y no le parecía mal. Era un cambio agradable en su vida, hacia una más amable y sencilla. Había investigado a los jubilados alemanes y a su joven compañera y no podía decir nada malo. Convencería a su hermano para que la dejara un tiempo a vivir su vida, aunque ella no la perdería de vista.

Todo sucedió en Roma

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