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Alicia tenía el teléfono en la mano desde hace un buen rato. Aunque Renny le había convencido de que llamase a Francesco, no las tenía todas con ella. Miró la pantalla del móvil como si fuera un oráculo que tuviera todas las respuestas.

De repente una notificación le saltó. Un mensaje. Y justamente de Francesco.

—El oráculo ha hablado —sonrió Alicia.


Hola Alicia, ¿qué tal estás? ¿Qué tal Calígula en su nueva casa?


Hola Francesco. Bien. Está muy contento.


Me alegro.


Quería decirte.

Dime.


El viernes, ¿tienes algo que hacer?


Creo que no. ¿Por qué?


Vamos a hace una pequeña cena con amigos. ¿Te vienes?

Francesco dudó. ¿Sería bueno ir? ¿Se estaba implicando demasiado?

Si no puedes no pasa nada, entiendo.


Perdona. Estaba mirando la agenda.


Ya…


Si sigue en pie iré.


Perfecto, a las ocho.

Ciao

Ciao

—No podía ser una conversación más aséptica —le dijo a su reflejo en el espejo— ¿tú qué crees?

El reflejo le devolvió a una chica morena, con ojeras, sin maquillar apenas y con el pelo recogido en una coleta alta; una chica muy normal, como le gustaba definirse, siempre por debajo de su verdadero valor según su madre.

Francesco era un chico muy agradable, alto y fuerte, una mezcla entre un jugador de balonmano y un boxeador. Llevaba el pelo largo y ligeramente rizado cubriéndole el cuello y una barbita a medio crecer. Se fijó en que tenía la nariz algo torcida, pero eso le daba un cierto atractivo de chico malo de película, de esas en blanco y negro en la que detectives con gabardina peleaban con los malos sin que se les caiga el sombrero.

Se sentía atraída en parte, tantos meses sin estar con Jorge, en todos los sentidos. Sin tener sexo, pero sin tener una relación, sin sentirse atrapada por un momento intenso, sin que nadie le dijera lo preciosa o sexy que era, o sentirse como si te devorasen con los ojos. Echaba de menos tener un torso desnudo que acariciar, preferiblemente con vello, no como Jorge, que era un chico flaco, casi imberbe a pesar de sus treinta y cinco. «Madre mía, los estoy comparando y Jorge lleva las de perder. Debería llamarlo… sólo por si acaso.»

Miró la hora. Seguramente estaría en casa todavía. Los jueves y los viernes solía ir a trabajar más tarde. Encendió el ordenador y se conectó a Skype. Él aparecía conectado. Le llamó con una videollamada. Se desabrochó la camisa dejando ver un poco más de lo normal. Tal vez así…

Tres tonos sonaron. Dos más. Ya iba a colgar cuando Jorge contestó.

—Ey, Ali, no esperaba tu llamada.

—Bueno, yo… quería saber qué tal estabas.

—Si, bueno, estoy bien, un poco liado. Y me tengo que ir pronto… yo…

—Vale, no hay problema, podemos hablar en otro momento.

Una voz de mujer sonó detrás del chico.

—¿Vuelves a la cama?

Jorge miró a través de la cámara con ojos de culpabilidad.

—Lo siento… yo…

Alicia cerró la tapa del portáitl de golpe todavía consternada. Ni siquiera podía llorar. ¡Jorge estaba con otra! No entendía nada. Cierto, se habían dado tiempo, pero… no suponía que él…

Se levantó como un autómata y se fue al baño. Tenía que ir a trabajar. Aunque con los perros era complicado trabajar cuando estabas tan hecha polvo. Ellos lo notaban. Tal vez hoy se dedicase a trabajos de oficina.

Se fue sin apenas cruzar palabra con Renata que había vuelto del mercado. No podía.

Renata la miró con curiosidad, pero tenía tantas cosas que hacer que apenas le prestó atención. Comenzaba «la gran comilona». Iba a preparar sus especialidades vegetarianas y también algo para los no vegetarianos. Al final serían unos cuantos más de los pensado. Aun así, nada que ver con sus multitudinarias fiestas en la mansión de la costa, o en el palacete del centro. Si la viera su padre… «Creo que estaría contento», pensó. Cuando se mudó al apartamento con Alicia, había avisado a su tía que estaba bien, que estaba pasando unos días con una amiga. Increiblemente le había dicho que, si necesitaba algo, que la llamase, y le había dejado estar. La primera vez en su vida que no se montaba en el coche e iba a buscarla de forma inmediata. Quizá había notado en la voz que ella estaba bien, que no era como otras veces cuando ella estaba pasada de todo. La había rescatado de fiestas interminables, de alcohol, de drogas, de chicos, y de chicas, incluso de un atraco frustrado cuando iban completamente colgados. Hasta que pasó lo de su hermano, y entonces… entonces… ella ya no pudo más.

Movió la cabeza sacudiendo sus pensamientos, para que se alejasen lo máximo posible de ella. Si pudiera tomar una pastilla que le hiciera olvidar, «resetear» como cuando se reinicia un ordenador, estaría encantada de tomarla. Lamentablemente todo el peso de su pasado comenzaba a recaer sobre su espalda, especialmente cuando estaba sola, sin su compañera. Miró la hora. La mañana se había pasado volando, pero Alicia no estaba. Hoy no había vuelto a comer.

—Saldré a dar una vuelta y quizá me pase por la consulta. Alicia creo que se alegrará.

Con esa determinación salió de casa, mientras que un par de ojos la veían cruzar y tras esperar unos minutos, la comenzaban a seguir.

Todo sucedió en Roma

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