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Gertrud se asomó al rellano de la escalera.

—Alicia —llamó arrastrando la c —¿Qué tal esta chica? Errra muy bonita

—Sí. Gertrud, —dijo Alicia bajando las escaleras de dos en dos— es muy guapa, pero tiene los ojos tristes. Me ha dado pena. No sé qué le habrá pasado, pero seguro ha sido grave.

—Tu querrrida eres como la Madre Terrresa de Calcuta —le contestó la anciana alemana sonriendo— vas recogiendo todas las almas descarrriadas que encuentras. Eso es lo que más me gusta de ti.

Alicia le dio un beso en la mejilla y volvió a subir al apartamento. Desde que llegó hacía unos cinco meses, los dueños de la casa se habían convertido en un remedo de sus propios padres, que encantados de que a su hija le cuidasen dos personas tan decentes, insistían en enviarles jamón de Teruel y vino tinto de Somontano cada mes para obsequiarles, lo que a los alemanes les hacía sentirse muy agradecidos y generosos con su hija.

Ella era muy feliz en Italia. Después de que hace unos meses su novio y ella se «habían dado un tiempo» para pensar en su relación, ella no se lo pensó dos veces cuando su primo Alberto, compañero de estudios también en la facultad de veterinaria y que había llegado a Italia hacía dos años, le ofreció trabajo como psicóloga canina en su exitosa clínica.

Y desde que ella había llegado, habían aumentado las consultas para reeducar a las mascotas italianas lo que le hacía replantearse volver a España o quedarse ahí para siempre.

«Soy demasiado feliz aquí, con este maravilloso trabajo», pensó Alicia. Le encantaba el ambiente que se respiraba en Roma. Mucho más grande que Zaragoza, su ciudad natal, más ruidosa y desde luego llena de monumentos y museos, a los que adoraba visitar siempre que podía.

Pero amaba a Jorge y aunque se habían dado un tiempo, tenía la esperanza de que algún día volverían. Incluso le había sugerido ir allí a trabajar, a vivir con ella. Sin embargo, él no quería dejar el despacho donde trabajaba y que pertenecía a su padre. Suponía que lo heredaría dentro de unos años cuando se jubilase. Lo aceptaba, ella quizá también hubiera hecho lo mismo. Así que, de alguna forma, estaba pasando el tiempo sin poner solución a esta penosa situación.

Todo sucedió en Roma

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