Читать книгу Stranger Things. Robin, la rebelde - A.R. Capetta - Страница 11
ОглавлениеCapítulo tres
9 DE SEPTIEMBRE DE 1983
Entre más miro, más veo la naturaleza monstruosa de la preparatoria. Específicamente, en Hawkins. Aquí está el paradójico problema: o caes en la trampa mortal de tratar de ser como el resto, o te devoran por ser diferente.
Dos días después de que Sheena intentó salir del salón de la banda, la veo frente a su casillero. A menudo, de su casillero caen en cascada objetos que los otros estudiantes introducen a través de las ranuras del metal: diamantina blanca, notas desagradables, condones.
Hoy, ella está ahí parada, parpadeando ante sus libros de texto, negando con la cabeza. Intenta abrir uno, pero no puede. Un imbécil los llevó a la carpintería, los cortó por la mitad y volvió a pegarlos.
—¿Quién tiene tiempo para hacer algo así? —murmuro.
Luego, me apresuro a ayudarla.
—Sheena… —digo, pero ella no me escucha o no quiere mi lástima. Ya se está moviendo rápido hacia el otro extremo del pasillo, donde arroja sus libros de texto a la basura.
Una maestra la sorprende y la detiene por arruinar propiedad de la escuela.
Esa maestra, la señorita Garvey, la acompaña a la oficina del director, pone una mano en el hombro de Sheena y dice con su voz más suave:
—Este tipo de cosas no sucederían si te esforzaras un poquitín en que los otros estudiantes te entendieran, Sheena.
Estoy a un poquitín de vomitar en los zapatos de la señorita Garvey.
Pienso en ir directamente a la oficina del director y contarle todo lo que acabo de ver. Pero ¿le importaría? ¿O terminaría yo castigada junto con Sheena por señalar que esta escuela está plagada de delincuentes? La respuesta es obvia, así que en lugar de luchar contra el monstruo de muchas cabezas que es la Preparatoria Hawkins, me largo.
No hay práctica de campo los viernes y nuestro primer juego de la temporada será hasta la próxima semana. Un segundo después de que suena la última campana, ya estoy sacando mi bicicleta del estacionamiento especial. Antes era de mamá. Está cubierta con sus viejas calcomanías de flores y el manillar termina en los tristes y regordetes restos de serpentinas que intenté arrancar cuando tenía trece años. Posee una sola velocidad, y todos los días tiene que codearse con un montón de brillantes Huffy y Schwinn de diez velocidades. Me subo al asiento tipo banana (¡auch!, cada vez) y me alejo rápidamente.
Andar sola en mi bicicleta por ahí es la mejor sensación del mundo. Como beneficio adicional, la brisa hace que mi cabello se mueva detrás de mí y dejo de oler mi permanente. Cuadra tras cuadra, la acera traquetea bajo mis llantas. Los árboles son de un verde intenso y las casas de un blanco almidonado.
Mientras avanzo en la bicicleta por un tramo liso de acera, tomo mi Walkman y lo enciendo. No necesito revisar lo que hay ahí, siempre tengo mis cintas de idiomas.
Cinta de Francés 2, lado 1, “Clima”, clic.
—Le temps —dice una mujer con su voz muy suave y muy francesa.
—Le temps —murmuro.
—La tempête.
—La tempête.
—La brise.
—La brise.
Estoy alcanzando un buen ritmo cuando un auto pasa a toda velocidad, lejos de la preparatoria, y me toca la bocina, así que salgo del momento con un sobresalto y casi termino en el pavimento. Llevo una mano a mi Walkman. Está bien. Pero fácilmente podría haberse caído y hecho añicos, y ya no tendría manera de escuchar las cintas de idiomas que rogué a mis padres que me compraran en octavo grado (después de ver un infomercial, nada menos).
Manejo como una experta, quito las manos del manubrio y exhibo ambos dedos medios levantados al aire, con una sonrisa.
—¡Ahógate en gasolina! —grito.
—¡Muérete, perdedora! —grita alguien en respuesta.
—Qué poca imaginación —empujo hacia abajo mis pedales y me pongo de pie para gritar, antes de que queden fuera de mi alcance—. ¡Necesitan que alguien les enseñe a responder mejor!
No sé quién está conduciendo. Probablemente ellos tampoco vieron quién era yo; el mero hecho de que estén en un automóvil y yo en una bicicleta vieja es suficiente. Dinámica de poder establecida. Perdida, al parecer. Pero no se trata en realidad de ganadores y perdedores. Todos vivimos en un pequeño pueblo de Indiana. No hay nada grande o brillante que ganar. Creo que la gente lo sabe, aunque no quiera admitirlo. Esto significa que escupir a la gente (literal o metafóricamente) es sólo otra forma de pasar el tiempo. Estoy absolutamente convencida de que mis dedos medios se ejercitarían menos si viviéramos en un lugar donde tuviéramos cosas que hacer, cosas que importaran. Pero vivo en Hawkins. Si me quedo aquí el tiempo suficiente, me convertiré en la Jane Fonda de los dedos medios.
Mis manos regresan al manubrio. Agrego algunos repiqueteos de mi timbre de metal por si acaso el idiota que pasó a mi lado todavía me está prestando atención.
Sigo pedaleando hacia las afueras del pueblo, donde hay más nubes que autos. El día es prístino, pero tomar el camino largo, más allá de los campos y alrededor de la presa, está empezando a volverse contra mí. Me da tiempo para pensar en cómo el espectáculo de terror de un chico popular en ese auto es sólo una de las muchas garras del monstruo. Su alcance va mucho más allá de la propia escuela. Y eso significa que nunca podré escapar de él. No mientras viva aquí.
Sin embargo, no hay nada que pueda hacer al respecto. Estoy atrapada en un pueblo tan normal que, de hecho, duele. Un pueblo donde a lo normal le han crecido dientes.
Para cuando llego a casa, estoy lista para dejar salir algo de esta frustración. Tomo la llave de repuesto de su escondite, debajo de una jardinera, y al momento de entrar, ya estoy gritando:
—¡No puedo creer que hayan elegido vivir aquí por gusto!
Mamá está bailando alrededor de la sala con un suéter de ganchillo que termina cerca de su ombligo, ajustado sobre un vestido largo y vaporoso. Tiene los ojos cerrados, chasquea los dedos. La mayoría de las veces, cuando llego a casa, ella todavía está en el trabajo y me recibe siempre una casa vacía, pero hoy llegó temprano.
—¿No puedes creer qué, cariño?
Un disco gira sobre la base de madera tallada, dejando escapar los predecibles sonidos de una voz quejumbrosa que insiste en que si alguien no los ama ahora, nunca más volverá a amarlos. Mamá está drogada a las cuatro de la tarde, escuchando a Fleetwood Mac.
—No puedo creer que hayan elegido vivir aquí —digo.
—Esas palabras son tan mordaces, Robin —dice en un tono de susurro—. ¿Puedes empezar de nuevo desde un lugar de paz?
Cuando comienza a hablar con mantras, sé que no obtendré respuesta.
Por lo general, entierro este tema bajo la alfombra, me busco un bocadillo y voy a mi habitación a sacar mi tarea, para trabajar en lo que realmente me gusta: los idiomas. Hasta ahora estoy estudiando cuatro (inglés, español, francés, italiano) y quiero dominar cada uno de ellos antes de agregar más.
Pero algo sobre considerar el resto del segundo año está empezando a alterar mi cabeza, y la rutina normal no funcionará. Me acerco al tocadiscos y bajo el volumen. Mamá abre los ojos de súbito; no le gusta que alguien interrumpa sus discos. Le preocupa tanto que se rayen como a otras personas les preocuparía herir los sentimientos de un amigo.
—¿Sabías que crearon esta canción uniendo piezas de otras canciones? —pregunta en un estado de ensueño, hiperdeslumbrada. Uno imaginaría que Fleetwood Mac solo y sin ayuda (¿quíntuplemente solos?) logró la paz mundial.
—¿Sabes que tienen dos álbumes nuevos después de Rumours?
—Ninguno es tan bueno —dice—. Robin, cariño, sabes lo que siento con respecto a esto. La gente está obsesionada con lo nuevo.
En verdad, sé de lo que está hablando. Todos en la escuela devoran las nuevas modas, las nuevas tendencias, la nueva tecnología. Milton colecciona obsesivamente cualquier cosa que pueda reproducir New Wave, desde un sintetizador hasta cartuchos de ocho pistas. Dash tiene una docena de suéteres grises con cuello en V que jura que son de diferentes marcas, a pesar de que se ven exactamente igual en su cuerpo delgado, y tiene un preparatoriano par de Sperry Top-Siders para cada día de la semana. A Kate sólo se le permite tener cosas que pueda usar para ir a la iglesia, lo que significa que ha gastado los últimos cinco años de su mesada en un guardarropa secreto que mantiene en su casillero del gimnasio de la escuela. En este momento está coleccionando cintas de encaje para la cabeza demasiado costosas, porque quiere parecerse a una nueva cantante de pop con un nombre severamente católico.
Pero el Escuadrón Peculiar es un ejemplo bastante soso, en realidad. Tam y sus amigas parecen estrenar un nuevo labial o un tono de delineador de ojos distinto todos los días. Y no me des un megáfono ni me preguntes cuánto debe gastar Steve Harrington en productos para el cabello y anteojos de sol gruesos y poco favorecedores, porque la gente en Michigan se enterará de todo.
Se supone que todo en nuestras vidas debe ser brillante, de una gran tienda o asquerosamente costoso. Estos elementos son la Santísima Trinidad. Otra cosa en la que el monstruo de la preparatoria es bueno: un consumo constante y cada vez más acelerado. Ni siquiera intento seguir el ritmo. Me encantan los libros de bolsillo maltratados que encuentro en la venta de libros de la biblioteca. Las únicas piezas de tecnología que poseo son un Walkman barato para escuchar mis cintas de idiomas y una cámara Polaroid que Kate me regaló de cumpleaños la primavera pasada (y sospecho que era su modelo viejo, porque ella tenía una ocho milímetros más nueva y brillante). La mayor parte de mi ropa es vintage o heredada por varios “primos”. (No son mis primos en realidad, sino los hijos de los amigos hippies de papá y mamá. Y tienen muchos hijos.)
Estoy de acuerdo con mamá en esto.
Pero ese argumento tiene otra cara.
—Tú y papá están demasiado interesados en las cosas viejas. Si algo se hizo en los años sesenta, de inmediato piensas que es sagrado. Sabes que no puedes adorar el macramé y las lámparas de lava, ¿verdad?
Mamá se cruza de brazos y me mira con los ojos entrecerrados, su estado genial se ve interrumpido por completo.
—En serio, ¿cómo terminaron dos absolutos hijos de las flores varados en Hawkins, Indiana? —pregunto, dejándome caer en la alfombra y metiendo los pies debajo de mí. Es una batalla de la progenie contra los padres, y me quedaré aquí hasta que me cuente la verdad.
—¿En verdad necesitas saberlo? —pregunta mamá.
—En verdad.
No hago muchas preguntas a mamá y papá o, si las formulo, suelen ser retóricas. No exijo respuestas. Siempre he sido una “niña fácil”, como me llama mamá: fluyo con las cosas y nunca me meto en problemas. Quizá sea la novedad de este momento lo que la hace sospechar, o tal vez simplemente no le gusta hablar de su pasado, a menos que sea en sus propios términos.
—¿Para qué?
—Un proyecto de la escuela —digo encogiéndome de hombros—. Sobre nuestros orígenes.
Soy buena para reaccionar rápido. ¿Ya lo había mencionado?
Mamá ríe y hace girar sus brazaletes al ritmo del arrullo agudo de “You Make Loving Fun”.
—Tu origen fue en la parte trasera de una vagoneta Volkswagen después de una noche particularmente mágica en la costa de Oregón…
Me cubro los oídos con las manos, me incorporo de un salto y me aparto de esta situación descaradamente inaceptable.
En mi habitación, me coloco los audífonos metálicos y vuelvo a encender el Walkman. Retoma la cinta de Francés 2, lado 1, “Saludos y despedidas”, pero el tono suave y monótono de la voz de la mujer que dice “Bonjour! Salut! Coucou! Allô? Au revoir! Je suis désolée, mais je dois y aller” no me viene bien en este momento.
Recurro a mi limitada selección de música verdadera y pongo el disco de Stevie Nicks, Bella Donna, para competir con el eterno Fleetwood Mac de mamá. Es apenas un pequeño acto de rebeldía, pero alivia la picazón. Paso directamente a la apertura superdramática de “Edge of Seventeen”. La música se derrama sobre mí mientras me arrojo sobre la alfombra.
Miro fijamente el techo.
El techo me mira fijamente.
Estoy aquí atrapada, definitivamente atrapada, y no sé qué hacer. Stevie Nicks, a su manera ominosa, me recuerda que ni siquiera estoy cerca de los diecisiete. Hay una especie de esperanza en los diecisiete, una promesa de aventura con la que sólo puedo soñar. Más allá de eso, los dieciocho están esperando. Y la libertad. Y el resto de mi vida.
Sólo tengo quince años y medio.
Nadie escribe canciones sobre eso.