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Capítulo siete

12 DE SEPTIEMBRE DE 1983

—La llamo Operación Croissant —susurro a Dash.

Estamos en Inglés, la tercera clase del lunes por la mañana. Tuve que esperar veinte minutos enteros para decirlo, porque estamos sentados demasiado cerca del frente del salón y, por lo tanto, del profesor.

Pero ahora mismo, el señor Hauser está caminando de un lado a otro por los pasillos mientras mis compañeros se exprimen los sesos con la pregunta que está escrita en el pizarrón: Si ningún hombre es una isla, ¿qué tipo de masa de tierra somos? Tema de discusión. Esto me da la oportunidad de contarle a uno de los integrantes del Escuadrón Peculiar el plan que ha estado burbujeando dentro de mí desde el sábado por la noche como una bengala encendida.

—Espera, ¿vas a mudarte a Europa? —pregunta Dash, haciendo el movimiento patentado de chico de preparatoria en el que gira todo su cuerpo para mirarme y su pequeña combinación de silla y mesa (también conocida como pupitre) se ve obligada a girar con él.

—No, voy a Europa —aclaro.

—¿Te refieres a que vas de vacaciones? ¿Con tus padres?

Le dirijo una mirada de soslayo. Está tratando de entender, pero sólo Dash pensaría que escapar de Hawkins es la oportunidad de un viaje de lujo. Quizás él sólo ha volado en primera clase. Si lo logro, tendré suerte de estar sentada en la última fila del avión, donde huele a baños diminutos y a la gente que fuma cigarrillos dentro de ellos. (No puedo creer que dejen que la gente fume en los aviones. Sólo he estado en un avión una vez en mi vida, pero no puedo ignorar el hecho de que son pequeños tubos de metal que funcionan con líquido inflamable.)

(Dios mío, voy a tener que subir a un avión para llegar a Europa. Yo sola. Solamente había estado pensando en la parte en la que tengo que pagar el vuelo.)

(Una cosa a la vez, Robin.)

—Muy bien, todos, sigamos y saquemos esos libros —dice el señor Hauser.

Dash y yo colocamos nuestros ejemplares de El señor de las moscas en nuestros escritorios y fingimos que estamos revisando diligentemente los capítulos que se asignaron durante el fin de semana. Me siento mal por hacerle esto al señor Hauser, la única persona en la Preparatoria Hawkins que parece haberse perdido el memo que indicaba que ya no tiene que preo­cuparse por su trabajo. Parece que en verdad le encanta enseñar. Y eso me hace respetarlo de una manera en que, básicamente he dejado de respetar al resto de mis maestros.

Pero los planes trascendentales de vida no esperan a nadie.

—Voy a viajar el próximo verano —se siente bien decir eso. Se siente adulto y emocionante y como si fuera exactamente lo opuesto a estar de acuerdo en quedarse en Hawkins. Es antiHawkins. Negará un poco del dominio de este lugar sobre mí.

—¿Cómo harás que funcione? —pregunta Dash en un susurro.

Me encojo de hombros.

—Para entonces tendré dieciséis y soy alta, lo que significa que la gente siempre piensa que soy mayor.

—No, quiero decir, ¿cómo vas a conseguirlo?

Desearía que la primera reacción de Dash no fuera una duda pura e incondicional. Al menos, estoy lista para responder a su molesta pregunta.

—Tomaré el tren a Chicago primero, obviamente, y luego un vuelo a través del Atlántico. En Europa, puedes moverte por la mayoría de las ciudades caminando. Aunque me encantaría alquilar una bicicleta en Italia o Francia… Y los trenes conectan la mayoría de las ciudades.

—Sí, lo sé —anuncia Dash un poco malhumorado—. Supongo que no veo el punto.

—¿De viajar? —pregunto—. ¿Esa cosa en la que dejas atrás la existencia cotidiana y entonces lo que ves, haces y experimentas cambia toda tu vida?

Dash sigue mirándome como si yo fuera una pregunta extraña en un examen de redacción.

El señor Hauser pasa entre nosotros, y ambos ponemos nuestros libros como si nuestras vidas (o nuestras calificaciones de participación, al menos) dependieran de ello.

El señor Hauser permanece cerca de nosotros, y Dash improvisa una oración sobre la señal de fuego que los chicos encienden con los lentes de Piggy y cómo los nerds siempre salvan el día. En verdad cree que los nerds heredarán la tierra; lo he escuchado dar discursos apasionados sobre el tema cada vez que se celebra a un deportista en esta escuela por haber hecho algo rutinario y poco impresionante, como lanzar una pelota a través de un aro o ganar otra novia rubia como trofeo.

—Al final, el intelecto siempre le ganará a la opinión popular —dice Dash—. Ser inteligente es una estrategia a largo plazo. A menudo, se trata de perder algunas jugadas para salir airoso al final del juego.

—Pero ¿qué pasa si la respuesta intelectual del hombre es hacer una jugada por la seguridad? —dice el señor Hauser—. ¿No querría entonces estar con los más populares?

—No, porque comprende que cualquier multitud lo canibalizará tan pronto como se les conceda la mitad de la razón —digo, en un tono por completo despreocupado.

El señor Hauser arquea sus cejas rubias. No puedo decir si está impresionado con mi respuesta o un poco preocupado por lo rápido que salió de mi boca.

En cuanto el señor Hauser sigue adelante, Dash gira hacia mí en un gesto apresurado, como si acabara de recordar que hablar sobre mi plan para escapar de nuestra civilización particular es más emocionante que hablar de chicos que reconstruyen la civilización de la nada, mientras luchan al mismo tiempo contra la oscuridad de sus propias almas. (Ya leí el libro. No termina bien.)

—¿Adónde vas? —pregunta Dash.

—Estoy encantada de que me lo preguntes —le digo. La verdad es que he pasado mucho tiempo pensando en esto. Todo el domingo mantuve la puerta cerrada y le dije a papá que tenía mi periodo. Tal vez le dijo a mamá que sufría dolor de estómago. (¿Es en verdad una civilización lo que nosotros tenemos cuando los chicos siguen siendo incapaces de pronunciar la palabra periodo en voz alta? Tema de discusión.)

—Voy a empezar en Italia. Roma, luego Toscana, la costa de Amalfi. Pensé en Sicilia, pero allí hablan siciliano, que es prácticamente otro idioma, y sólo quiero ir a lugares donde me sienta segura hablando con la gente —no quiero ser otra estadounidense titubeando por ahí, asumiendo que todos van a cambiar su forma de hablar por mí. La regla que ideé es que no iré a lugar alguno donde para comer el desayuno tenga que hablar inglés. De ahí, el nombre Operación Croissant—. Y luego iré al norte de España. Estoy pensando en pasar al menos una semana en Barcelona, sólo para ver la arquitectura de Gaudí, y Francia será el último país, pero no quiero estacionarme en París como una simple turista. Primero iré a ver Dijon, Lyon y Orleans…

Dash toca la portada de su ejemplar de bolsillo de El señor de las moscas. Todos tienen la misma portada con esa mirada juiciosa en la cara del chico cuyo cabello está entrelazado con la vegetación, como si la isla se lo estuviera comiendo vivo.

—Eso suena… grande —Dash entrecierra los ojos—. ¿Te vas a desconectar por completo de nosotros, como una expatriada? ¿Perderemos a una miembro del Escuadrón Peculiar? Sólo necesito saberlo, porque el próximo año es importante para las admisiones a las universidades y nuestra reputación como parte de la banda de música debe ser excelente —¿en serio? ¿Esto es lo que le preocupa?—. ¿Cuánto tiempo crees que va a durar esta excursión?

Algo en mí se enciende y digo:

—Hasta que toque fondo y no tenga más dinero o comience el tercer año. Lo que suceda primero.

Estoy más convencida que nunca de que necesito alejarme, no sólo de Hawkins, sino de opiniones como la que acaba de expresar Dash.

Quizá no seguiré participando en la banda el año próximo.

Podría ser demasiado continental para eso. Los estudiantes de preparatoria en Europa no marchan por los campos antes de los partidos, entonando estúpidas y estridentes melodías a todo volumen, destrozando los horrores del pop con la esperanza de que eso les proporcione algo de proximidad a la frescura de los deportes o un punto extra para sus solicitudes universitarias.

Dash está tirando de su labio inferior ahora. Es uno de sus gestos de “pensar”. Kate insiste en que es lindo, pero yo no estoy tan segura.

—¿Qué? —le pregunto.

Dash usa su lápiz para señalar mi aspecto, desde los zapatos hasta el cabello.

—Vas a necesitar ropa nueva si quieres ir a cualquier lugar cosmopolita.

—¿Qué de malo tiene la mía? —visto jeans perfectamente normales, aunque un poco acampanados, y una discreta camiseta de beisbol con mangas anaranjadas. Mi permanente se esponjó más de lo habitual esta mañana e intenté equilibrar el efecto con delineador de ojos extra, pero es posible que eso me haga ver como un mapache que sabe jugar beisbol.

Dash, por su parte, viste uno de sus infames suéteres grises con cuello en V sobre una playera blanca con cuello en V. Parece pensar que desbloqueará algún tipo de superpoder si superpone suficientes capas de cuellos en V. Además, el hecho de que luzca como si estuviera preparado para almorzar en el Club Campestre no significa que sea cosmopolita.

—Vamos, Dash. Si vas a burlarte de mi apariencia, al menos deberías tener los datos para respaldarlo —digo.

—Nada hay de malo en cómo te vistes, Robin… En este contexto.

—Hablemos de contexto —contesta el señor Hauser con una voz que está destinada a toda la clase. Luego nos lanza a Dash y a mí una mirada especial para hacernos saber que ha escuchado cada palabra de lo que estamos diciendo.

Oh, Dios.

—Y, Robin, quiero hablar contigo después de la clase.

Genial.


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