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Capítulo cinco

10 DE SEPTIEMBRE DE 1983

Para cuando llego a casa de Kate, el Milky Way está prácticamente derretido.

—Pasa —dice ella—. No hay padres en la costa.

Kate tiene ese tipo de padres que van a la iglesia dos veces los fines de semana y se quedan allí prácticamente todo el día. Una vez que comenzamos la preparatoria, se le permitió decidir si quería saltarse los servicios del sábado, siempre y cuando asistiera al grupo de jóvenes los martes por la noche. No le tomó mucho tiempo comprender que los puntos que obtendría por un fin de semana doble en la iglesia nunca podrían superar el tener una séptima parte de la semana para ella sola.

Ya se vistió con su guardarropa secreto. (Guarda un atuendo para el fin de semana en su mochila.) Ambas llevamos pantalones con estribo y camisetas extragrandes en colores brillantes y semicontrastantes. (Verde azulado y amarillo brillante para mí, fucsia y naranja para Kate.) Mi estilo diario es un poco más de jeans y camisetas de segunda mano, pero a Kate le encanta que combinemos.

Hacemos palomitas de maíz en la estufa (sus padres no creen en el microondas) y las servimos en un tazón grande. Vierto toda la caja de M&M’s encima. Tuve que pasar por ellos de camino porque ninguna de nuestras unidades parentales confía en el azúcar procesada.

—Ahhh —dice Kate, clavando ambas manos en el tazón—. Comida de dioses.

—¿No es la ambrosía? —pregunto.

—Si hubiera dioses en Hawkins, definitivamente comerían esto —dice, masticando.

—Escuché ese si —digo, burlándome de ella con mi voz plana como granjera del Medio Oeste—. ¿Y dioses? ¿En plural?

—¡Blasfemia al cuadrado! Es bueno no tener hermanos menores que puedan delatarme.

Ninguna de las dos tenemos hermanos. Mis padres me engendraron por accidente (nadie se embaraza en una vagoneta intencionalmente), mientras que Kate fue adoptada. De alguna manera, tenemos mucho en común; de otra, nuestras familias no podrían ser más diferentes.

Una vez hicimos una lista, comparando y contrastando ambas familias. En una columna teníamos cosas como “no confían en el gobierno” y “demasiadas verduras al vapor”. En la otra, “La casa de Kate siempre está impecable” versus “La casa de Robin huele a perro aunque no tenga mascota”.

—Llevemos esto al estudio —dice Kate, agarrando el tazón y un ginger ale frío para cada una. Sus padres tienen un extraño resquicio legal para el ginger ale; al parecer, dado que está hecho de una raíz, está permitido.

Nos acomodamos en el sofá de cuadros marrones y enciendo la televisión; recorro los canales hasta encontrar las noticias. El presentador está en medio de un segmento sobre Radio Shack y una nueva computadora a color que están lanzando, la CoCo2.

—¿CoCo2? —pregunto, probando el nombre—. Suena más a un chimpancé experimental que a una computadora.

—Los científicos son excelentes para descubrir cosas, no para nombrarlas —señala Kate—. ¿Por qué crees que prefieren el griego y el latín? Hace que todo suene elegante y respetable, cuando en realidad están ocultando el hecho de que, abandonados a sus propios recursos, nombrarían planetas como Neville, en honor a algún científico que por casualidad tenía apuntado su telescopio en la dirección correcta.

—Hey —digo, falsamente ofendida—. Robin sería un planeta superlativo. Boletos de ida gratis para cualquiera que necesite empezar de nuevo.

Vaya, bromear sobre dejar la Tierra no debería ponerme tan melancólica.

—¿Podemos cambiar de canal, por favor? —pregunta Kate, levantando el control remoto—. Es mi único día libre de una dieta completamente educativa. Quiero mi MTV.

—Sabes que mi papá cree que el gobierno mete mensajes subliminales en las noticias. Tengo que llenarme del mundo exterior mientras pueda.

—Está bien —suspira Kate—. Supongo que me mantiene actualizada sobre las cosas que podría necesitar saber para un debate.

—Exacto. Por ejemplo, si CoCo2 desarrollará sensibilidad o no y si Radio Shack liderará la lucha por la supervivencia humana en la rebelión de las máquinas.

—Yo me quedo con la postura negativa.

—Entonces… ¿los robots ganan?

—No sabes nada sobre un debate, en serio —suspira Kate—. Desearía poder chantajearte para que tomaras al menos una actividad extraescolar.

—No es probable.

Kate, Dash y Milton son de esas personas a las que les encanta unirse a todos los grupos. Además de la banda del equipo deportivo en el otoño y la banda de concierto en la primavera, todos son oficiales en el consejo estudiantil y varios otros clubes en los que ni siquiera puedo imaginarme participando. No importa cuánto necesite integrarme para evitar un destino como el de Sheena Rollins —sólo otra nerd, nada hay que ver aquí—, lo único que parece que no puedo soportar son los clubes semiacadémicos donde la gente pasa todo su tiempo tratando de superarse intelectualmente uno al otro. Me hacen poner los ojos en blanco hasta un punto de verdadera tensión.

El presentador de noticias comienza con los deportes. Algo sobre Martina Navratilova haciendo algo con una pelota de tenis.

Kate se sienta con las piernas cruzadas frente a mí, lo que significa que en realidad no puedo ver la televisión, pero está bien porque todavía tenemos cinco minutos de deportes antes de que vuelvan a temas más sustanciosos. Es la cantidad perfecta de tiempo para trenzar el cabello de Kate. Nos hicimos juntas nuestras permanentes en casa en agosto (para que el olor alcanzara a desvanecerse un poco cuando empezáramos la escuela), pero ella asegura que debe dormir con trenzas de cualquier manera. Para “duplicar su volumen”, dice.

—Gracias —acaricia las trenzas como si fueran mascotas que se han portado bien cuando termino—. ¿Quieres que trence el tuyo?

—Está bien —mis rizos no necesitan más estímulo—. En realidad, debería cortarme el cabello —odio esta permanente, pero ayuda con todo el asunto de la integración. Es lo normal de la nerd de la banda—. Por lo menos, debería cortar las partes que tocaron los chicles viejos. Han pasado días y juro que todavía puedo sentirlos…

—¿Quieres que te afeite la cabeza con una rasuradora de mi padre? —pregunta Kate.

Sé que está bromeando, pero lo considero seriamente por un segundo.

—Papá nunca lo superaría —admito—. Lo cual es gracioso, porque él habla mucho sobre cómo se enfrentó con sus padres por haberse dejado crecer el cabello. Mamá fingiría que está orgullosa de mí para hacer que papá se rinda ante la humanidad, pero estoy bastante segura de que ella también lo odiaría en secreto. Voy a sentir los chicles fantasma en mi cabello para siempre, gracias.

—No puedo creer que haya sucedido frente a Steve Harrington y que ni siquiera haya hecho una sola horrible broma —dice Kate—. Quizás está evolucionando.

Kate siempre tiene esperanza en los chicos y su evolución, como si fueran una especie que no se ha puesto al día. Sin embargo, ésa no es la realidad. Ellos simplemente están sujetos a estándares por completo diferentes, como cuando jugamos limbo en la clase de deportes y, de pronto, después de que la barra se ha ido bajando más y más para todos, por turno, recupera su altura inicial cuando un chico superpopular se sitúa al frente de la fila.

Bien, ahora me estoy preguntando por qué jugamos limbo en la clase de deportes.

¿De qué manera el hacer fila durante la mayor parte del tiempo y luego casi rompernos la espalda nos podría volver más atléticos?

—Steve Harrington siempre será el mismo —digo—. Va a apestar igual por siempre.

Kate se gira hacia mí y saca las últimas palomitas de maíz del tazón. Unos cuantos M&M’s chocan entre sí. Me deja comer los trozos de caramelo que se cubren de sal, junto con los granos quemados; soy el bicho raro al que le gustan más las palomitas a medio explotar.

—Escuché que a Steve le gusta Nancy Wheeler. Eso parece un territorio nuevo para él.

Kate está extremadamente conectada con los chismes de los estudiantes de último año porque está tan avanzada en algunas de sus clases que tuvieron que adelantarla.

—¿En serio? —pregunto con un desagradable aumento de interés—. Nancy Wheeler no parece ser su tipo.

—¿Quién sí? —pregunta Kate. No es un tono a la defensiva, en verdad quiere saber. Le gusta tener toda la información.

Pienso en Steve Harrington sonriéndole a Tam en la clase de Historia. Ha sucedido todas las mañanas, como un reloj.

Cada vez, ella se torna rojo brillante. ¿Quizá sea alguna reacción alérgica?

—No lo sé. A Steve parece que le gustan las chicas que son un poco más… —pienso en Tam, cantando todas las mañanas. ¿Él notará cómo se ve Tam cuando está muy concentrada, hasta las arrugas que se forman en los bordes de sus ojos? ¿Ve cómo ella inclina la cabeza hacia atrás en las notas bajas?

—Parece que tienes un gran interés personal en este tema, Robin —dice Kate—. Si no te conociera tan bien, pensaría que te gusta Steve Harrington.

Estoy a punto de protestar con todo mi corazón.

Pero entonces el presentador de noticias cambia de tono y se siente como si se formaran nubes de tormenta en el gran cielo abierto. Me pica la piel. Conozco ese tono. Es la forma en que siempre suenan cuando hablan de la epidemia.

—Según el informe de ayer, el CDC ha descartado todas las formas de contacto casual —anuncia el presentador—. El virus del SIDA no se puede transmitir por alimentos, agua, aire o superficies ambientales. Si bien esto elimina una serie de vectores de la enfermedad, la tasa de transmisión entre los homosexuales sigue siendo lo suficientemente alta para causar…

Kate deja escapar un suspiro y apaga el televisor, de manera concluyente.

—Tal vez eso haga que mis padres dejen de hablar de todo esto como si fuera a invadir sus vidas perfectas.

No sé si se refiere a los homosexuales o al sida.

Como sea, mucha gente en Hawkins parece hablar de ellos básicamente como si fueran lo mismo, una enfermedad contagiosa.

Cada vez que escucho algo así, mi garganta se congela y un escalofrío profundo comienza a extenderse por mi cuerpo. En cuanto las palabras golpean mi cerebro, mis funciones vitales comienzan a apagarse. No puedo respirar, ni hablar ni comer.

Nadie más parece reaccionar con tanta fuerza, ni siquiera mis padres, que tienen tolerancia cero con las conversaciones deshumanizadas. Sin embargo, no parecen quedarse helados como yo. No sé por qué soy la única con un ladrillo congelado donde suele estar mi estómago cuando alguien menciona a los homosexuales.

—Muy bien, volvamos al asunto en cuestión —dice Kate, golpeando el control remoto contra su palma—. No vas a escapar de esto.

—¿De qué? —agarro el tazón de palomitas de maíz y salgo de la guarida. Como si alejarme de la televisión cambiara el tema del que se hablaba en las noticias.

—¿Quién te gusta? —pregunta Kate, siguiendo mis pasos.

—Oh. Mmmm. ¿Quién te gusta? —repito la pregunta, aturdida.

—No, no, no —dice ella—. No vas a evadir el tema esta vez. Y además, sabes que a mí me gusta Dash. He estado hablando de eso sin parar durante todo el verano. Pero tú no me has hablado de ningún enamoramiento desde que estábamos en octavo.

—No he tenido ningún enamoramiento desde octavo grado.

Y ése fue inventado. En una pijamada de Halloween en casa de Wendy DeWan, todas me presionaron tanto que solté el nombre de un chico, a pesar de que en realidad no me atraía. En la secundaria, decir que te gustaba un chico se sentía importante, al borde de la obligación.

—¿Estás segura de que ya superaste a Matthew Manes? —pregunta Kate.

Matthew Manes es un chico que pasa la mayor parte de su tiempo solo en la pista de patinaje, trabajando en sus rutinas, como si fuera un patinador sobre hielo entrenando para los Juegos Olímpicos. Me gusta el patinaje sobre hielo tanto como a cualquiera, pero Matthew Manes fue sólo un nombre que saqué de la nada. Nunca fue alguien a quien quisiera besar. Ni patinar con él siquiera.

Tomo otro ginger ale. ¿No se supone que esto cura los dolores de estómago? Pero sigo con un gran dolor y la conversación no está ayudando.

—Sólo creo que esperaré hasta después de la preparatoria para cultivar una vida amorosa.

—¿Por qué? —Kate parece genuinamente perpleja. Ella es una de esas estudiantes tan buenas para hacer sus tareas que cuando las personas son más complicadas que los problemas de álgebra, se frustra un poco.

—Las relaciones de la preparatoria son fugaces —digo—. Mientras que los escuadrones de la banda son para siempre.

Kate ríe con mi intento de cambiar el rumbo, pero no me la he sacudido del todo.

—Eso no niega mi punto. Deberías conseguir un novio. Alguno.

—No dirías que me conforme con cualquier compañero de estudio, pero crees que debería acorralar al primer chico que vea en la cafetería y… ¿entonces qué? ¿Sólo besarlo? ¿Y luego informarle que desde ahora pasaremos todos los viernes por la noche juntos para cumplir con el contrato social? —mi estómago es un gran nudo gordiano en este momento.

Ella suspira.

—Lo estás haciendo sonar tan difícil. Tener citas en la preparatoria es divertido. Es bueno para ti. Es práctica. No irías al torneo estatal a debatir si no hubieras practicado, ¿verdad?

—Voy a adoptar una postura negativa.

—¡Ni siquiera sabes lo que eso significa!

—Sé que no puedo imaginarme practicando con ninguno de los chicos de nuestra escuela. ¿Y para qué sería este ensayo?

—La vida —dice Kate con voz soñadora—. Vamos a crecer en algún momento, Robin. Pronto. Piensa en ello matemáticamente. Estamos más cerca del matrimonio y los bebés que de ser niñas…

Y entonces, hago un gesto con la boca como si fuera a vomitar.

Sin ofender a Kate, pero… puaj.

En lo único que puedo pensar es en la señora Wheeler bloqueando la caja registradora de la tienda, con su vestido desesperadamente agradable, la sonrisa falsa en su sitio.

No hay suficiente ginger ale en el mundo para eliminar este extraño sabor de mi boca, pero me trago el resto de la lata de cualquier manera.

—No quiero eso —digo, con la última de las burbujas todavía haciéndome cosquillas en la nariz—. Quiero algo más que eso.

—Ése va a ser un problema —señala con firmeza. Su tono no es desagradable ni condescendiente. Es más como si quisiera que yo escuche y entienda cada palabra de lo que dice—. Nuestras vidas ya están marcadas, y cualquiera que quiera cambiarlo tendría que trazar una línea tajante en una dirección diferente, lo cual puede ser más difícil de lo que imaginas. Porque tú no eres una rebelde, Robin. Eres una nerd.

—Kate —digo, dejando el ginger ale y lanzándome sobre ella en un abrazo torbellino—. Eres un genio.

—¡Exacto! —dice, aplastada contra mi hombro—. Porque yo también soy una nerd.

Y entonces salgo por la puerta trasera y agarro mi bicicleta, mientras Kate me grita.

—¿Espera, adónde vas? ¡Me prometiste que finalmente escucharíamos a Madonna juntas!


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