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Capítulo seis

10 DE SEPTIEMBRE DE 1983

Una hora más tarde, estoy parada sobre mi cama, mirando al suelo, que está cubierto de fotografías antiguas y brillantes.

Evidencias de rebelión.

El noventa y cinco por ciento del piso corresponde a las rebeliones de mis padres. No se limitaron a quedarse sentados en los salones de clase de la preparatoria para esperar a ser devorados por la banalidad. No se quedaron quietos, no se rindieron.

Faltaban a la escuela por varios días seguidos, se marchaban veranos completos, siguieron moviéndose en lugar de comprometerse con la universidad de inmediato, viajaron de un lado a otro por la costa oeste y por todo el país cuando sólo tenían unos pocos años más que yo. Sus fotos se ven desteñidas por el sol, sin posar. Miran a la cámara o a lo lejos a través de lentes de sol redondos. Mamá está con los senos al aire en algunas. (¡Dios!) Papá exhibe una barba en la que los pájaros podrían anidar. Se paran con los brazos a los lados, en posiciones casuales y, sin embargo, de alguna manera desafiantes, rodeados de los amigos y personas con quienes estaban saliendo. Excepto que no usaban esa palabra.

No puedo decir amantes, ni siquiera en mi cabeza.

A mamá le encanta hablar sobre el amor libre. ¿Pero en verdad creen en eso todavía? ¿Ahora que están casados y comparten cosas como pastel de carne todos los martes? ¿Cuánto tiempo tiene que permanecer alguien en Hawkins antes de volverse irremediablemente común?

Me tiro al suelo y me abro un espacio en medio de las fotos. Las saqué de los álbumes en cuanto llegué de la casa de Kate. Me dijo que yo no soy una rebelde, y tiene razón.

Mis padres iban a protestas y a fiestas, dormían en las playas y en los departamentos de amigos que acababan de conocer ese mismo día. Pusieron flores en todos los lugares que pudieron imaginar. En el piso hay cientos de fotos de ellos. Tantas que no puedo ver la alfombra beige debajo.

Una pequeña y triste porción del piso corresponde a mis rebeliones.

La vez que me puse goma de mascar en el cabello a propósito y mamá me cortó un gran trozo con unas tijeras de cocina. (Lo cual, a la luz de la clase de la señora Click a principios de esta semana, se siente irónico. O tal vez, simplemente un mal presagio.) La vez que me negué a ir a casa de la abuela Minerva en Navidad, porque ella siempre me obligaba a usar un vestido de terciopelo rosa que me raspaba, y para cuando estaba en secundaria ya me quedaba demasiado pequeño, así que me quedé en casa con el ponche de huevo y le añadí una taza de algo que olía a esmalte de uñas del mueble de licores de papá… que vomité de inmediato. La vez que, cuando apenas comenzaba la preparatoria, descubrí que no ofrecían idiomas extranjeros, así que decidí que sólo respondería en francés a cualquiera que me hablara.

No encuentro una sola rebelión en el último año.

Eso no es una coincidencia, en realidad. Pensé que camuflarme como una nerd de la banda y mantener la cabeza gacha durante el resto de la preparatoria me ayudaría a pasar cuatro años desgarradores, pero ni siquiera voy a la mitad del camino.

Y luego, está la vida después de la preparatoria. ¿Qué tipo de monstruos están esperando en Hawkins cuando termine? ¿Qué pasa si la señora Wheeler tiene razón y es verdad que sólo empeora a partir de ahora? Si no aprendo a escapar ahora, tal vez nunca lo haga.

Por supuesto, no es como que pueda simplemente correr hacia los brazos abiertos de los hippies. Estamos en los ochenta. Los adolescentes ya no dejan sus vidas atrás por una promesa de libertad ilimitada y pantalones acampanados.

Pero eso no significa que tenga que quedarme en Hawkins cada minuto hasta que me gradúe. Debe haber otras posibilidades, unas que concilien con mis puntos fuertes. Miro la pila de libros en mi escritorio, las novelas que ahora puedo leer en otros tres idiomas, los entrañables diccionarios de idiomas que compré para aprender palabras nuevas y otras formas de pensar.

Papá llama a mi puerta. (Sé que es él: siempre da un golpe único y solitario. Mamá seguiría golpeando.)

—¿Estás ahí, Robin? —pregunta.

—Aquí estoy —digo, mirando el cerrojo para asegurarme de que tiene el pestillo echado.

—Hay estofado esta noche —me recuerda—. Tu mamá le puso zanahorias, como te gusta.

Vaya. Mucho por delante.

Puedo escuchar a papá alejarse de la puerta, empujo mi espalda contra la cama y estiro mis piernas por completo mientras suspiro.

Les contaré mi plan cuando todo esté listo y en su lugar. Lo entenderán… tendrán que entenderlo. Son ellos quienes me condenaron a vivir en Hawkins. También fueron ellos quienes dejaron claro que no era necesario esperar hasta ser todo un adulto a los ojos del mundo para tomar tus propias decisiones. Tendré dieciséis años cuando termine el segundo año, edad suficiente para viajar por mi cuenta.

Necesito ir a algún sitio con una cultura completamente diferente, un lugar donde la banda de música, el segundo año y Steve Harrington sean conceptos extraños. Donde pueda usar todas las palabras que conozco y enviar postales a Hawkins en idiomas que nadie más entiende. Un sitio tan diferente que no importe si yo también lo soy.

Agarro mi pesada Polaroid gris, la giro hacia mí y hago clic. Después de unos minutos de sacudir el rectángulo de plástico mi cara sale de la oscuridad, lo tiro al suelo y lo agrego al tapiz de decisiones audaces: ésta ha sido oficializada.

Me voy a Europa.


Stranger Things. Robin, la rebelde

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