Читать книгу Stranger Things. Robin, la rebelde - A.R. Capetta - Страница 18
ОглавлениеCapítulo ocho
12 DE SEPTIEMBRE DE 1983
La clase huye al primer sonido de la campana. Incluso Dash me deja sola para enfrentar la música que desatamos. Pero ignoro qué tipo de música será. ¿Rock clásico (también conocido como el señor Hauser fingiendo ser duro, aunque en realidad actúa como cualquier maestro que ha sido interrumpido durante la clase)? ¿Pop cursi y sentimental (también conocido como el señor Hauser intentando conectar conmigo)? ¿New Wave (también conocido como el señor Hauser diciendo cosas que técnicamente no tienen sentido, pero suenan un poco profundas)?
Después de que todos los demás se han ido, permanezco ahí, balanceando mis libretas en la cadera, esperando a que el señor Hauser hable.
—¿Estoy en algún tipo de problema? —pregunto finalmente.
—Tal vez —dice mientras borra el pizarrón, pero deja los nombres de los personajes de El señor de las moscas escritos en letras blancas, fantasmales—. Pero no conmigo.
¿Cuánto escuchó de lo que le decía a Dash? ¿Se lo dirá a mis padres?
No estoy preparada para que sepan sobre Europa hasta que el plan esté mejor estructurado. En este momento, son sólo un montón de decisiones desesperadas que tomé en las últimas treinta y seis horas, alimentadas por el insomnio y mi dotación clandestina de Cheetos.
Necesito más tiempo. Y dinero (lo que sea).
Al señor Hauser no parece importarle que el periodo entre clases sea de sólo dos minutos. Llegaré tarde a mi próxima clase. No es que en realidad desee asistir pero no quiero que nadie note que no estoy allí.
No quiero que nadie se fije en mí hasta que me haya ido.
El señor Hauser se sienta lentamente y frunce el ceño. Quizá tenga alrededor de treinta años, pero frunce el ceño como si tuviera ochenta. Es una obra maestra de arrugas preocupadas. Sus ojos se estrechan detrás de unos anteojos oscuros, casi cuadrados. Parece viejo y sabio, y no está contento con ninguna de esas cosas. No ayuda que vista un saco de tweed café y zapatos marrones brillantes, elementos que le suman al menos diez años. Quizá lo hace a propósito, ya que tiene un poco de cara de bebé.
Vaya, acaba de sonar la segunda campanada y todavía tiene el ceño fruncido.
Empiezo a sentir como si el tiempo se hubiera estancado. O el señor Hauser y yo caímos en una especie de parálisis temporal extraña. Agito una mano en el aire, sólo para asegurarme de que no estamos congelados en verdad.
—¿Qué estás haciendo? —me pregunta.
—Comprobando si hay algún problema técnico en el continuo espacio-tiempo.
El señor Hauser niega con la cabeza.
—Eres muy extraña, Robin —no sé si los maestros pueden decirnos esto, pero de la forma en que el señor Hauser lo hace, no suena como algo malo, como si me estuviera ridiculizando porque sabe que puede salirse con la suya. (Algunas personas nunca dejan de comportarse así, y me pregunto cuántas terminan siendo profesores de preparatoria. Eso debe convertirse en una especie de zona de confort horrible.) Cuando el señor Hauser me dice que soy extraña, sin embargo, suena casi como un cumplido—. De hecho, tú podrías ser la Chica Más Rara de Hawkins, Indiana.
Por la forma en que lo dice, puedo decir como marca cada palabra con mayúsculas.
Pero no estoy segura de si es algo bueno. Resulta obvio que el señor Hauser cree que lo es, pero también debe saber que no es fácil ser tan rara. Un poco de rareza es como una pizca de especias para coronar la personalidad de alguien. Pero cuando eres en verdad y monumentalmente extraña, tipo Sheena Rollins, sólo tienes dos opciones: bajar todos los días el tono para el resto del mundo o vivir con las consecuencias.
El señor Hauser saca una hoja de su escritorio. Está casi en blanco, con algunos nombres escritos. Y las palabras Nuestro pueblo en la parte superior.
—Robin, ¿has pensado que podrías apuntarte para participar en la obra?
—¿Quiso que me quedara después de clase porque estaba hablando demasiado para decirme que debería hablar en el escenario?
—Tal vez sea una mejor salida —dice.
—Ya estoy en la banda —digo—. Toco el corno francés, bueno, en realidad es un melófono, que es básicamente lo mismo, pero soy la única, lo que significa que en verdad no puedo escapar. Además, mi escuadrón… bueno, no sé si me echarían de menos, pero se quedarían sólo con tres miembros y definitivamente tendrían que arreglar todas las formaciones y los reclamos nunca tendrían final, así que cualquier futuro glorioso que tuviera como actriz dramática parece haber acabado antes siquiera de que comience. Lo siento.
Lo que no agrego: no tengo tiempo para otra actividad si voy a conseguir un trabajo y ganar suficiente dinero para un boleto de avión de ida y vuelta, hostales europeos, viajes en tren y alquiler de bicicletas. Ah, y croissants.
Todos los días, voy a desayunar uno. Eso suma mucho dinero en croissants.
Voy a necesitar tiempo para acumular esa pequeña fortuna. Algunos chicos en Hawkins (como Dash) reciben una mesada por el simple hecho de existir y, tal vez, por recoger algún pedazo de basura o dos en la casa. Kate recibe dinero cada cumpleaños, Pascua y Navidad, como recompensa por su buen comportamiento. Sus padres nunca lo llaman así, pero el año pasado se escapó de una reunión de un grupo de jóvenes para perforarse las orejas, y aunque recibió unos aretes de pequeñas cruces para sus nuevos orificios, no hubo sobres gruesos en su calcetín navideño. Algunos adolescentes de este pueblo ya estarían a medio camino de comprar sus boletos de avión sin siquiera mover un dedo. Pero mis padres me dejaron en claro que no mercantilizarían mi infancia.
Aunque si lo hubieran hecho, tal vez ya lo habría gastado todo en discos y libros para este momento.
El señor Hauser empuja la hoja de inscripción para la audición por el escritorio.
—Puedo asegurarme de que ninguno de tus ensayos entre en conflicto con la banda. Creo que deberías darle una oportunidad antes de salir corriendo a Europa.
—¿Escuchó esa parte? —pregunto con una mueca.
El rostro del señor Hauser se vuelve pétreo. No parece paternal, sin embargo. El acto del anciano se desvanece, y de repente parece que es apenas unos años mayor que yo. Como si treinta fuera sólo un tramo. Como si apenas estuviera al otro lado de su propia adolescencia de porquería.
—Robin, si alguna vez sientes que estás a punto de salir corriendo, necesito que me busques.
¿Para hacer qué?
¿Cómo podría ayudarme el señor Hauser a no salir corriendo?
Además.
—No quiero salir corriendo —¿por qué nadie parece entenderlo?—. Quiero viajar.
—Bien —dice, el viejo cascarrabias vuelve a su lugar. Se quita los lentes. Los limpia en la pechera de su camisa—. Bueno, si alguna vez decides viajar espontáneamente porque ya no puedes soportar estar aquí, avísame. ¿De acuerdo?
—De acuerdo, sí —prometo.
—Y… ¿Robin? Deberías llevar a alguien contigo.
—¿A quién? —pregunto con tono reflexivo.
En teoría, Kate sería una persona increíble con la que podría viajar, dado su interés por el arte, la historia, la arquitectura y la gastronomía. Pero ¿sería realmente capaz de concentrarse en esas cosas con todo el atractivo internacional alrededor de ella? ¿Y si pasara todo el viaje presionándome para conquistar algún chico francés y practicar con él la lengua nativa?
No. Sólo. No.
Dash ya demostró que no es la elección correcta para esta empresa en particular.
Milton y yo no somos muy cercanos y, además, su nivel de ansiedad sería un poco difícil de controlar mientras intento encontrar mi camino por las (infames y confusas) calles de Venecia.
Fuera del Escuadrón Peculiar, nadie más viene a mi mente.
—En serio, estoy en blanco —digo.
—No puedo decirte a quién deberías llevar al viaje de tu vida —dice Hauser—. Eso entra en la categoría de tratar de controlar tu destino, en lugar de sólo empujarte en la dirección correcta.
Río. Lo cual es extraño, de hecho. Se supone que los profesores no deben ser graciosos.
—Sólo sé que si tienes a alguien con quien compartir tu historia, ésta permanece viva.
Me inclino y finjo susurrar:
—Odio decirle esto, pero usted no es profesor de Historia.
—No, soy profesor de Lengua y Literatura. Y eso significa que sé que muchos libros mejores que El señor de las moscas han muerto en la oscuridad porque nadie los recuerda. Si bien esto —dice, colocando un libro en edición de bolsillo sobre su escritorio— parece vivir para siempre porque la junta escolar simplemente no quiere soltarlo.
—Mmm —digo—. Quizá tenga algo de razón.
Mis padres definitivamente mantienen vivos los recuerdos del otro. A veces, todas sus conversaciones durante la cena son sólo largos festivales de reminiscencias de dos personas. Y por si fuera poco, se juntan con sus viejos amigos cada diciembre (lo llaman la Navidad Hippie) para revivir sus mejores historias y soltarse el pelo. (Aunque sólo pueden ejecutar esa parte metafóricamente a estas alturas. Me siento mal por los hippies calvos que se pasan el tiempo hablando de la gloria perdida de sus largas y brillantes melenas. ¿Así se sentirá Steve Harrington cuando tenga cuarenta años?)
Mi mente vuelve a esas fotografías regadas en el piso. Cómo mis padres nunca parecían estar solos, sin importar adónde fueran. Estar en una aventura con otras personas, las personas adecuadas, podría haberlos hecho sentir un poco más valientes, ir un poco más allá, mostrarle al mundo aún más de sí mismos. (Y no me refiero a las fotos de mamá en una playa nudista.) Además, cuando pienso en ir a Europa, no es tan divertido imaginarme sentada en cafeterías y andando en bicicleta y sintiéndome de mal humor en trenes sin alguien más allí. Para compartirlo todo.
(No los croissants, ésos son míos.)
Entonces, no sólo necesito dinero para llegar a Europa. Necesito dinero y alguien que me acompañe.
Mi carga de trabajo se duplicó así sin más, lo que significa que me mantendré ocupada.
Empujo la hoja de inscripción para la audición hacia el señor Hauser.
—Lo siento —le digo—. Es sólo que no tengo tiempo.
El señor Hauser suspira.
—Bueno, esto se mantendrá en el pasillo principal de la escuela durante la próxima semana, por si cambias de opinión. Las audiciones son el próximo viernes.
—Entendido —respondo.
—Espera —dice—, déjame darte un pase para tu llegada tarde.
Lo llena con un rápido garabato y finalmente me voy. Los pasillos se encuentran brillantes, silenciosos y vacíos, salvo por la supervisora del pasillo, Barb Holland. Viste unos jeans que están casi tan pasados de moda como los míos, aunque los suyos son de un azul country descolorido, mientras que los míos son índigo. Su camisa es a cuadros, con volantes. Su cabello, corto y alborotado. Ella existe al borde del reino nerd; definitivamente, es tan nerviosa como Milton y está tan interesada en la escuela como Kate, pero también es la mejor amiga de Nancy Wheeler. Quién debe estar acercándose a los linderos de la popularidad si en verdad Steve Harrington busca salir con ella.
Barb parece aburrida, de pie con la espalda apoyada en un casillero. Tiene una mirada vidriosa. Pero tal vez esté en medio de una gran ensoñación, porque muestra un atisbo de sonrisa secreta.
Me recuerda cuando éramos amigas, hace un millón de años. No éramos inseparables, como lo son ella y Nancy ahora, pero definitivamente nos atraíamos la una a la otra. Siempre jugábamos en el mismo equipo. Reíamos de las mismas bromas. Dividíamos nuestras cajas de jugo de uva porque acordamos que ése era el sabor supremo. Nos alejamos conforme fuimos creciendo, lo cual es normal, supongo. Además, en algún momento ella y Nancy se convirtieron en un dúo oficial. Pero recuerdo esa mirada, como si estuviera sonriendo burlonamente ante toda la realidad, creando una versión alternativa de la vida en su cabeza; si corrías con suerte, te la contaría.
Se las arregló para evitar una hora completa de clase al ofrecerse como supervisora de pasillo. En realidad, es una forma bastante astuta de escapar de las clases, si lo piensas bien.
Así se hace, Barb.
—Hey, ¿puedo ver tu pase? —pregunta, dos segundos después de que paso junto a ella en el pasillo.
—Claro —digo.
Lo mira y resopla.
—Está bien, puedes irte.
Me pregunto qué significa ese bufido. Miro el pase que el señor Hauser escribió para mí. Lo llenó diligentemente con su nombre, mi nombre, la fecha y la hora de clases. En Razón de la tardanza, escribió: Arreglando un problema técnico en el continuo espacio-tiempo.
Vaya. Bien hecho, señor Hauser.