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Erlendur encendió la luz de la cocina al volver al bloque de apartamentos en que vivía. Un fuerte golpeteo rítmico grave llegaba desde el piso de arriba. Una pareja joven se había mudado allí, y todas las noches ponían música estrepitosa, en ocasiones muy fuerte. Y los fines de semana celebraban fiestas. Sus huéspedes se dedicaban a subir por la escalera con sonoros pisotones y no paraban hasta la madrugada, a veces con gran ruido y estruendo. La pareja había recibido las quejas de los inquilinos de la escalera y habían prometido que dejarían de hacerlo, pero las cosas seguían igual. Para Erlendur, lo que ponía la pareja no era música, en realidad, sino una constante repetición del mismo ritmo de contrabajo con chillidos estruendosos entre medias.

Erlendur oyó que llamaban a la puerta.

—Vi luz en tu casa —dijo Sindri Snær, su hijo, cuando Erlendur abrió.

—Entra —dijo Erlendur—. Estaba en Grafarvogur.

—¿Algo interesante? —preguntó Sindri mientras cerraba la puerta.

—Siempre hay algo interesante —dijo Erlendur—. ¿Quieres café? ¿Alguna otra cosa?

—Solo agua —respondió Sindri, mientras sacaba una cajetilla—. Tengo libre. Me tomo dos semanas. —Miró hacia el techo, escuchó el ritmo de rock que llegaba de arriba, y del que Erlendur ya se había olvidado—. ¿Qué ruido es ese?

—Vecinos nuevos —le gritó Erlendur desde la cocina—. ¿Has sabido algo de Eva Lind?

—Últimamente no. Estuvo peleándose con mamá el otro día. No sé qué pasó.

—¿Peleándose con vuestra madre? —dijo Erlendur desde la puerta de la cocina—. ¿Por qué?

—Por ti, me pareció entender.

—¿Y por qué estaban peleándose por mi culpa?

—Habla con ella.

—¿Está trabajando?

—Sí.

—¿Anda con drogas?

—No, creo que no. Pero no quiere venir conmigo a las reuniones.

Erlendur sabía que Sindri acudía a reuniones de Alcohólicos Anónimos y que parecían sentarle bien. Pese a su juventud, había tenido serios problemas con el consumo de alcohol y drogas, pero había pasado página por iniciativa propia y estaba haciendo todo lo necesario para superar sus adicciones. Su hermana Eva llevaba ya un tiempo sin consumir, pero no quería saber nada de tratamientos ni de reuniones, se creía capaz de hacerlo por su cuenta y sin necesidad de ayuda.

—¿Qué pasaba en Grafarvogur? —preguntó Sindri—. ¿Sucedió algo allí?

—Un suicidio —dijo Erlendur.

—¿Eso es un crimen, o...?

—No, el suicidio no es un crimen —dijo Erlendur—. Excepto, quizás, hacia los supervivientes.

—Un chico a quien conocía se mató —dijo Sindri.

—¿Sí?

—Pues sí, Simmi.

—¿Quién era?

—Un tío majo. Trabajamos juntos un verano. Un chaval muy tranquilo, no decía nunca nada. Y luego fue y se ahorcó. En el trabajo. Teníamos un almacén para guardar trastos del trabajo y se ahorcó allí. Llegó el capataz y lo bajó.

—¿Supisteis por qué lo hizo?

—No. Vivía en casa de su madre. Una vez salí de fiesta con él. Nunca había bebido, enseguida echó la pota.

Sindri sacudió la cabeza.

—Simmi —dijo—. Un chaval raro.

Desde arriba seguía aquel golpeteo del reproductor de sonido, no parecía dispuesto a concederse ni la más mínima pausa.

—¿No piensas hacer nada con eso? —preguntó Sindri, mirando hacia el techo.

—Esa panda no escucha a nadie —dijo Erlendur.

—¿Quieres que hable yo con ellos?

—¿Tú?

—Puedo decirles que apaguen ese trasto. Si tú quieres.

Erlendur reflexionó un momento.

—Puedes intentarlo si quieres —dijo—. A mí no me apetece subir. ¿Y por qué se peleaban, como dices, tu madre y Eva?

—No me metí —dijo Sindri—. ¿Había algo misterioso en ese suicidio de Grafarvogur?

—No, solo un suceso trágico. De los peores. El marido estaba en casa mientras su mujer se quitaba la vida en la casa de verano.

—¿Y él no sabía nada?

—No.

Poco después de irse Sindri, cesaron los estruendos roqueros del piso de arriba. Erlendur miró al techo. Luego abrió la puerta. Llamó a Sindri Snær, pero este ya se había marchado.

Pocos días después llegó a manos de Erlendur el resultado de la autopsia realizada al cadáver de Þingvellir. No mostraba nada fuera de lo normal, aparte de la muerte por ahorcamiento: ni violencia física ni sustancias extrañas en la sangre. María estaba sana y libre de enfermedad. No se hallaron respuestas biológicas a por qué había decidido poner fin a sus días.

Erlendur visitó de nuevo al marido, Baldvin, para informarle de los resultados. Se dirigió a Grafarvogur, en su coche, a primera hora de la tarde y llamó a la puerta. Le acompañaba Elínborg para echarle una mano. No le apetecía nada, dijo que ya tenía suficiente con sus propias cosas. Sigurður Óli estaba de baja médica por una gripe, y guardaba cama en su casa. Erlendur miró el reloj.

Baldvin les invitó a pasar al salón. Se había tomado vacaciones indefinidas en el trabajo. Su madre había estado con él durante dos días, pero se había ido. Los amigos y compañeros de trabajo habían ido a visitarle o le habían enviado notas de pésame. Él se había ocupado del entierro, y ya sabía de algunas personas que iban a escribir necrológicas. Todo eso se lo dijo a Erlendur y Elínborg mientras servía café. Estaba apagado y lo hacía todo muy despacio, pero se le notaba equilibrado. Erlendur le entregó el informe de la autopsia. La muerte de su mujer se describía como suicidio. Reiteró sus condolencias. Elínborg apenas habló.

—Siempre viene bien tener a alguien —dijo Erlendur—. En circunstancias como estas.

—Mi hermana y mi madre se ocupan mucho de mí —dijo Baldvin—. También es bueno estar solo a veces.

—Sí, de eso no cabe la menor duda —convino Erlendur—. Para muchos es el mejor método.

Elínborg le miró. Erlendur prefería la soledad a cualquier otra cosa en la vida. Se preguntó por qué le había acompañado a aquella casa. Lo único que Erlendur había dicho era que tenía que llevarle al marido el informe del forense. Que no tardarían nada. Ahora se había puesto a hablar con el marido como si fueran amigos de toda la vida.

—Siempre te culpas a ti mismo —dijo Baldvin—. Tengo la sensación de que habría debido hacer algo. Que habría podido hacer mejor las cosas.

—Es una reacción natural —dijo Erlendur—. La conocemos bien por nuestro trabajo. En general, los deudos ya han hecho casi todo, o todo lo que estaba en su mano.

—No lo vi venir —dijo el marido—. Eso os lo puedo asegurar. Nunca en la vida he sufrido una turbación tan grande como la que sentí al enterarme de lo que había hecho mi mujer. No os podéis imaginar cómo me puse. Como médico, estoy acostumbrado a muchas cosas, pero cuando... cuando sucede algo así... Creo que nadie puede estar preparado para esto.

Daba la sensación de que necesitaba hablar, y les contó que conoció a su mujer en la universidad. María estudiaba historia y francés. Él había andado tonteando una temporada en la Escuela de Arte Dramático, hasta que cambió de opinión y decidió matricularse en medicina.

—¿Trabajaba ella en cuestiones de historia? —preguntó Elínborg, que se había graduado en geología pero nunca había trabajado en dicha especialidad.

—Sí —respondió Baldvin—. Trabajaba aquí, en casa. Abajo tenemos un cuarto de trabajo. Daba algunas clases y preparaba informes para fundaciones y empresas. Además se dedicaba a la investigación y escribía artículos.

—¿Cuándo os vinisteis a vivir a Grafarvogur? —preguntó Erlendur.

—Siempre hemos vivido en esta casa —dijo Baldvin pasando la vista por el salón—. Me vine a vivir a su casa, donde vivía ella con Leonóra, cuando todavía estábamos estudiando. María era hija única y heredó la casa a la muerte de su madre. La construyeron antes de que se planificara el barrio y se empezara a construir a lo grande. La casa es bastante distinta a las demás, como habréis podido comprobar.

—Tiene pinta de ser más antigua que las otras —dijo Elínborg.

—Estuvo siempre aquí durante la enfermedad —dijo Baldvin—. En uno de los dormitorios. Pasaron tres años desde que se le diagnosticó el cáncer hasta que murió. Se negó a ingresar en un hospital. Leonóra quería morir en su casa. María la estuvo cuidando todo el tiempo.

—Debe de haber sido difícil para tu mujer —dijo Erlendur—. Me dijiste que era creyente.

Se percató de que Elínborg miraba su reloj con disimulo.

—Sí que lo era. Conservaba su fe de la infancia. Hablaba mucho de cuestiones religiosas con su madre, cuando esta enfermó. Abiertamente. No tenía ningún reparo en hablar de la enfermedad y de la muerte. Creo que eso la ayudó mucho en el duelo. Creo que estaba ya resignada cuando se fue. O todo lo resignado que puede estar uno en esas circunstancias. Lo sé por mi trabajo. Nadie se resigna a irse así, pero es posible reconciliarse con uno mismo y con la gente.

—¿Quieres decir que tu mujer también estaba resignada? —preguntó Erlendur.

Baldvin reflexionó.

—No lo sé —contestó—. Dudo de que nadie pueda estar plenamente resignado si hace lo que ella hizo.

—Pero pensaba mucho en la muerte.

—Creo que todo el tiempo —dijo Baldvin.

—¿Y el padre de María?

—Murió hace mucho.

—Ah sí, me lo dijiste.

—No llegué a conocerle. María era solo una niña cuando sucedió.

—¿Cómo murió?

—Se ahogó cerca de la casa de verano de Þingvellir. Cayó al agua desde una barquita. Hacía mucho frío, él era fumador y sedentario y... se ahogó.

—Es terrible perder a los padres a esa edad —dijo Elínborg.

—María estaba allí —dijo Baldvin.

—¿Tu mujer? —preguntó Erlendur.

—Solo tenía diez años. Aquello la afectó muchísimo. Creo que jamás llegó a hacerse a la idea. Y cuando a su madre le diagnosticaron un cáncer y murió, todo se le vino encima con especial violencia.

—Lo pasó muy mal —dijo Elínborg.

—Sí, lo pasó muy mal —dijo Baldvin, y bajó la cabeza.

Hipotermia

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