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Erlendur estaba sentado delante de una taza de café en su despacho, varios días más tarde, repasando un viejo informe sobre una desaparición, cuando le informaron de que alguien preguntaba por él en la entrada, una mujer llamada Karen. Erlendur recordó que ese era el nombre de la amiga de María que la encontró muerta en Þingvellir. Fue a la entrada, donde había una mujer con chaqueta de cuero marrón y pantalones vaqueros. Por debajo de la chaqueta llevaba un grueso jersey blanco de cuello vuelto.

—Querría hablar contigo sobre María —dijo una vez se hubieron saludado—. Eres tú quien lleva el caso, ¿no?

—Sí, pero no se puede decir que se trate de un caso. Ya han...

—¿Podría sentarme un momento a hablar contigo?

—Recuérdame cómo os conocisteis.

—Éramos amigas de la infancia —respondió Karen.

—Ah sí, claro.

Erlendur le indicó que entrara en su despacho, y ella se sentó enfrente de él. No se quitó la chaqueta de cuero, aunque allí dentro hacía calor.

—No hemos encontrado nada extraño —dijo Erlendur—, si a eso te refieres.

—No consigo quitármela de la cabeza —dijo Karen—. Me la imagino todos los días. No puedes imaginarte la conmoción que me ha causado el que pudiera hacer algo así. Encontrármela de aquella manera... Nunca me habló de nada ni remotamente parecido, y me lo contaba todo. Éramos íntimas. Si alguien conocía bien a María, esa persona era yo.

—¿Y? ¿Piensas que nunca habría podido suicidarse?

—Exacto —dijo Karen.

—¿Qué pasó, entonces?

—Lo único que sé es que ella jamás podría haberlo hecho.

—¿Por qué lo dices?

—Porque sí. Yo la conocía, y sé que ella jamás habría sido capaz de suicidarse.

—Por regla general, el suicidio es siempre una sorpresa total para todos. Aunque no te haya hablado nunca de ello, eso no excluye que se haya suicidado. No hay nada que indique ninguna otra cosa.

—Además, me parece algo raro que su marido la haya hecho incinerar —dijo Karen.

—¿Qué quieres decir?

—Ya se ha celebrado el funeral. ¿No lo sabías?

—No —dijo Erlendur, mientras calculaba los días que habían transcurrido desde que fue por primera vez a la casa de Grafarvogur.

—Yo nunca la oí decir que quería que la incineraran —dijo la mujer—. Nunca.

—¿Te lo habría dicho a ti?

—Creo que sí.

—¿Hablasteis alguna vez de vuestros entierros..., de qué queríais que hicieran con vuestros restos?

—No —respondió Karen con cierto gesto de obstinación.

—De modo que en realidad nunca has sabido directamente si ella quería que la incinerasen o no, ¿verdad?

—No, pero lo sé, de todos modos. Yo conocía a María.

—Tú conocías a María, ¿y me estás diciendo formalmente, en la comisaría de policía, que crees que en la muerte de tu amiga hay algo sospechoso?

Karen reflexionó un instante.

—Todo esto me parece muy extraño.

—Pero no dispones de nada que pueda apoyar tus sospechas de que tal vez haya sucedido algo anómalo.

—No.

—Pues prácticamente no podemos hacer nada —dijo Erlendur—. ¿Conocías la relación de María con su marido?

—Sí.

—¿Y?

—Tenían una buena relación —dijo Karen de mala gana.

—De manera que tampoco crees que su marido pueda haber participado de alguna forma en lo sucedido, ¿cierto?

—No. Quizá fue alguien a su casa de Þingvellir. Por allí pasa toda clase de gente. Extranjeros. ¿Habéis pensado en esa posibilidad?

—No hay nada que apunte en esa dirección —dijo Erlendur—. ¿María tenía pensado recibirte en el bungaló?

—No —respondió Karen—. No comentamos nada al respecto.

—Ella le dijo a Baldvin que pensaba quedarse un rato a esperarte.

—¿Por qué iba a decirle eso?

—Quizá para estar un rato tranquila —dijo Erlendur.

—¿Baldvin te habló de Leonóra, la madre de María?

—Sí —respondió Erlendur—. Dijo que su muerte le ocasionó un tremendo dolor a María.

—Existía una relación muy especial entre Leonóra y María —dijo Karen—. Nunca he conocido una relación más estrecha, en ningún sitio. ¿Crees en los sueños?

—No sé si eso es asunto tuyo —dijo Erlendur—. Con el debido respeto.

El atrevimiento de aquella mujer le había pillado por sorpresa. Sin embargo, comprendía qué era lo que la empujaba. Una amiga muy querida había llevado a cabo un acto que a sus ojos resultaba incomprensible. Si María se sentía así de mal, Karen habría tenido que saberlo y habría hecho algo al respecto. Ahora, cuando ya era demasiado tarde, quería hacer algo, aunque solo fuera una idea clara de aquella tragedia.

—¿Y en la vida después de la muerte? —preguntó la mujer.

Erlendur sacudió la cabeza.

—No sé lo que quieres...

—María sí que creía. Creía en los sueños, en que estos podían decirle algo a ella, directamente. Y creía en la vida después de la muerte.

Erlendur calló.

—Su madre iba a enviarle un mensaje —prosiguió Karen—. Ya sabes, de si seguía viva después.

—No, no estoy enterado de eso —dijo Erlendur.

—María me dijo que Leonóra tenía intención de indicarle si era cierto lo que tantas veces habían hablado cuando el final se acercaba: ¡si existía vida después de la muerte! Le enviaría una señal desde el más allá.

Erlendur carraspeó.

—¿Una señal desde el más allá?

—Sí. Si existía otra vida después de esta vida.

—¿Y sabes qué era? ¿Cómo pensaba darle la señal?

Karen no le respondió.

—¿Lo hizo? —preguntó Erlendur.

—¿El qué?

—¿Le envió a su hija un mensaje desde el más allá?

Karen miró a Erlendur durante un buen rato.

—Crees que soy tonta, ¿no?

—No puedo decir nada al respecto —dijo Erlendur—. No te conozco en absoluto.

—¡Crees que todo esto no es más que una estupidez como una casa!

—No, pero no sé en qué forma puede afectar eso a la policía. ¿Puedes decírmelo tú? ¡Un mensaje desde el más allá! ¿Cómo íbamos a investigar algo así?

—Pienso que lo menos que puedes hacer es escuchar lo que tenga que decirte.

—Estoy escuchando —dijo Erlendur.

—No, no me escuchas. —Karen abrió el bolso y sacó una cinta de casete y la puso sobre la mesa—. Tal vez esto pueda ayudarte —dijo entonces.

—¿Qué es eso?

—Escúchalo y luego habla conmigo. Escúchalo y dime lo que te parece.

—Yo no puedo...

—No lo hagas por mí —dijo Karen—. Hazlo por María. Así sabrás cómo se sentía.

Karen se puso en pie.

—Hazlo por María —dijo al despedirse.

Cuando Erlendur volvió a su casa por la tarde, se llevó la cinta. Era una cinta de casete corriente, sin etiqueta. Erlendur tenía un aparato viejo con lector de cintas. Nunca había usado el lector y no sabía si funcionaría. Se pasó un buen rato con la cinta en la mano pensando si haría bien en escucharla.

Se encaminó al aparato de radio, abrió la pletina y metió la cinta. Luego puso el lector en marcha. Al principio no se oía nada. Transcurrieron unos segundos más sin que pasara nada. Erlendur pensaba que iba a oír la música preferida de la difunta, probablemente música religiosa, habida cuenta de la religiosidad de María. Se oyó entonces un clic y el aparato empezó a producir un zumbido.

—... después de entrar en trance... —oyó la voz grave de un hombre en la cinta.

Aumentó el volumen.

—Después de eso, ya no sé —continuaba el hombre—. Hay unos difuntos que o bien optan por hablar a través de mí, o bien por mostrarme objetos. Yo no soy más que un instrumento que usan para ponerse en contacto con los seres queridos. Puede tardar durante un tiempo más o menos largo. Todo depende de cómo actúe el contacto.

—Sí, comprendo —le respondió una suave voz de mujer.

—¿Has traído lo que te pedí?

—Tengo una bufanda que a ella le gustaba mucho y un anillo que le regaló papá y que siempre llevaba puesto.

—Muchas gracias. Será mejor que lo sostenga yo.

—Por favor.

—Recuérdame que después te dé la cinta. El otro día te la olvidaste aquí. Uno se olvida a veces.

—Sí.

—Bueno, veamos qué pasa. ¿Estás asustada? Al principio me dijiste que esto te daba un poco de miedo. Algunos temen lo que pueda salir en estas circunstancias.

—No, ya no. Realmente no tenía miedo, solo estaba un poco insegura. Nunca había hecho nada como esto.

Largo silencio.

—Hay agua que centellea.

Silencio.

—Es verano y hay matorrales y el agua centellea. Es como si el sol hiciera centellear el agua.

—Sí.

—Hay una barca en el agua, ¿la conoces?

—Sí.

—Es una barquita pequeña.

—Sí.

—Está vacía, no hay nadie.

—Sí.

—¿Conoces todo esto? ¿Conoces la barquita?

—Papá tenía una barquita. Tenemos una casa de verano en Þingvallavatn.

Erlendur apagó el casete. Se daba perfecta cuenta de que aquello era una grabación realizada en el transcurso de una sesión espiritista, y estaba seguro de que aquella voz suave pertenecía a la mujer que se había quitado la vida. Pero no sabía nada de aquello, aunque recordaba lo que le había dicho el marido sobre el padre de la difunta, que se había ahogado en el Þingvallavatn. Le resultaba algo extraño oír la voz de la mujer. Como si estuviera metiendo las narices en la vida privada de otras personas. Estuvo un buen rato inmóvil al lado del reproductor, hasta que la curiosidad fue más fuerte que la duda y volvió a ponerlo en marcha.

—Noto olor a tabaco —le oyó decir al médium—. ¿Fumaba tu padre?

—Sí. Muchísimo.

—Quiere que tengas cuidado.

—Gracias.

Un prolongado silencio siguió a las palabras de la mujer. Erlendur escuchó el silencio. Lo único que se oía era el zumbido del aparato. Y de pronto, el médium empezó a hablar otra vez, aunque ahora la voz se había transformado por completo: era oscura y áspera y ruda.

—Ten cuidado... ¡No sabes lo que estás haciendo!

Erlendur se sobresaltó al escuchar la perversidad de la voz. Entonces cambió en un instante, otra vez.

—¿Todo bien? —preguntó el médium.

—Creo que sí —dijo la mujer de voz suave—. ¿Qué era...?

La mujer titubeaba.

—¿Hubo algo que conocieras? —preguntó el médium.

—Sí.

—Bien, yo... ¿Por qué tengo tanto frío...? Me castañetean los dientes.

—Sonó otra voz...

—¿Otra?

—Sí, no era la tuya.

—¿Y qué dijo?

—Dijo que yo debía tener cuidado.

—No sé lo que era —dijo el médium—. No recuerdo nada...

—Me recordaba...

—¿Sí?

—Me recordaba a mi padre.

—El frío... no viene de allí. Este frío tan horrible que estoy sintiendo. Se relaciona directamente contigo. Hay algo peligroso en él. Algo de lo que tienes que protegerte.

Erlendur extendió el brazo hacia el reproductor y lo apagó. No se atrevía a seguir oyendo. Le parecía una falta de respeto. La grabación contenía cosas que le producían cargo de conciencia. Era como espiar por el ojo de una cerradura. Erlendur era incapaz ni por asomo de afrentar la memoria de aquella mujer escuchando a escondidas.

Hipotermia

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