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Cuando Erlendur despertó por la mañana, muy temprano, se acordó del anciano que había ido a visitarle en la comisaría para preguntar si había alguna novedad sobre su hijo, casi treinta años después de su desaparición. Fue uno de los primeros casos que Erlendur mantenía vivo mucho después de haber cerrado otros. La Policía de Investigación del Estado tenía una sede en la zona industrial de Kópavogur. Recordaba otras dos desapariciones de esa misma época, que no investigó él en persona pero que conocía bien. En un caso, varias semanas antes, un hombre joven salió de una fiesta en Keflavík para volver andando a Njarðvík, pero desapareció. Era invierno, y esa misma noche se desató una ventisca. Buscaron al hombre, y al cabo de tres días encontraron un zapato suyo en una playa. Iba por el buen camino, pero debió de perderse por la tormenta y se dirigió hacia el mar. No se volvió a saber nada de él. Cuando salió de la fiesta iba en mangas de camisa y bebido, según dijeron quienes estuvieron con él de juerga.

El otro caso era el de una chica de Akureyri. Estudiaba en la universidad y vivía en un apartamento alquilado, pero resultó imposible decir exactamente cuándo desapareció. Al no recibir la mensualidad, el casero fue al piso para intentar cobrar la renta, pero se lo encontró vacío. La joven no tenía clases obligatorias, pues estaba terminando su tesis en biología, era hija única y sus padres estaban en el extranjero, haciendo un viaje de dos meses por Asia, y contactaban con ella de forma muy esporádica. Cuando regresaron y fueron a visitar a su hija en la capital, había desaparecido. El casero les abrió. Todo parecía normal en el piso. Parecía como si hubiera salido un rato. Los libros de estudio estaban abiertos en las mesas que utilizaba para trabajar en su tesis. En el fregadero de la cocina había algunos vasos, y la cama estaba sin hacer. Había contactado por teléfono con unas amigas de Akureyri poco antes, y dos compañeras de clase la habían oído decir, hacía unas semanas, que pensaba ir a Akureyri. Esa hipótesis se vio reforzada porque el coche que tenía, un viejo Austin Mini cochambroso, también había desaparecido.

Erlendur se dirigió a la cocina y preparó café. Puso pan a tostar. Cuando estuvo listo lo untó con mantequilla, y luego añadió queso y mermelada. Pensó en lo que había oído en la cinta que Karen le había dejado, y en qué debería hacer a continuación. Comprendía mejor el estado de ánimo de María antes de suicidarse.

Erlendur pensó también en Sindri y Eva, y en su exmujer, Halldóra. No le encontraba sentido a verse con ella, aunque Eva Lind lo creyera algo urgente. No pensaba en Halldóra prácticamente nunca, porque cada vez que lo hacía le acudían a la mente los recuerdos de sus enfrentamientos y sus peleas antes de abandonarla, junto a los dos hijos que tenían en común. El divorcio llevaba mucho tiempo fraguando. Intentó hacer todo lo posible para no complicar las cosas, pero cada vez que le mencionaba a Halldóra que quería romper la relación y marcharse, ella se cerraba en banda, decía que era totalmente absurdo, y que podían salir de aquella difícil situación. Además, ella no veía problema alguno y añadía que no tenía ni idea de por qué decía Erlendur lo que decía.

Erlendur hojeó los diarios pero no conseguía librarse de la voz de María ni de lo que había dicho durante la sesión espiritista. No podía haber pasado mucho tiempo desde que se celebró la sesión, pues en la cinta que Erlendur tenía en la mano María se refería a que su madre había muerto casi dos años antes. Era evidente que la cinta no correspondía a la primera sesión con el médium. Pensó en los fuertes lazos que unían a María con su madre. Tenía que haber sido una relación muy especial. Probablemente los lazos que las unían debieron de reforzarse tras la muerte del padre en el lago de Þingvallavatn, que hizo que desde aquel momento se tuvieran la una a la otra para lo bueno y lo malo. ¿Podía ser otra cosa que la mera casualidad que María encontrara el libro en el suelo, el mismo libro que las dos habían quedado en que sería la señal de una vida eterna? ¿O acaso había intervenido alguien? ¿Le habría hablado María a alguien, a su esposo o a cualquier otra persona, en el tiempo transcurrido entre el fallecimiento de Leonóra y el momento en que el libro cayó de la estantería, del pacto que había hecho con su madre, y luego olvidó haberlo hecho? ¿Quizás ella misma cogió el libro y lo dejó mal colocado en el estante? La grabación terminaba con María diciendo que había ido a ver al médium por la señal que creía haber recibido de su madre. Había acudido al médium en busca de confirmación de la señal, para contactar con su madre si era posible, y reconciliarse con su muerte. El suicidio apuntaba a que María no estaba reconciliada, sino que aquello había sido la gota que colmaba el vaso.

Intentó hallar explicación para el deseo, extrañamente poderoso, que se adueñó de él después de escuchar la cinta. Sentía la necesidad de saber más, de conocer mejor a aquella mujer que se había quitado la vida, a sus amigos y a su familia, y averiguar qué caminos siguió para acabar colgando de una cuerda en su casa de verano. Deseaba llegar al fondo del asunto, deseaba ir a ver al médium a averiguar todo lo que fuera factible averiguar, desenterrar la historia del accidente de Þingvallavatn, llegar a saber quién era María. Pensó, sin darse cuenta en la voz que advertía a María que tuviera cuidado, que no sabía lo que estaba haciendo. ¿De dónde había salido, tan profunda y tan grosera?

Después de terminar su café, Erlendur siguió sentado a la mesa de la cocina, no sabía por qué estaba hurgando en aquella historia, y su mente se desplazó hacia su propia madre, a la vivienda en un sótano, a la que se mudó tras la muerte de su padre. Trabajaba en el sector del pescado, tan trabajadora y desprendida como siempre, y Erlendur la visitaba con regularidad, a veces le llevaba su ropa sucia. Ella le daba de comer y luego o bien se sentaban a escuchar la radio o bien él le leía algo; su madre, con su labor de punto en las manos, quizá tejiendo una bufanda que luego le regalaba. No necesitaban hablar mucho: se contentaban con la cercanía y el silencio.

Era aún de mediana edad cuando murió el padre de Erlendur, pero nunca hubo ningún otro hombre en su vida. Decía que le gustaba la soledad. Estaba en contacto con parientes y amigos del este del país y con gente de su región natal que había conocido allí y que se había ido a vivir a Reikiavik como ella. Islandia seguía cambiando, y la gente seguía abandonando el campo. Nunca estaba sola en la ciudad, le decía a Erlendur. Pero él le compró un televisor. Ella era de lo más autosuficiente y rara vez le pedía que hiciera algo por ella.

Casi nunca hablaban de Bergur, que desapareció de una forma tan repentina e inesperada. En ocasiones podía decir alguna cosa sobre el chico, o sobre los hermanos, pero nunca hablaba de su pérdida. Era un asunto privado, y Erlendur respetaba su silencio.

—Es lo que quería averiguar tu padre antes de morir —dijo ella una vez que Erlendur estaba allí de visita.

Habían pasado en silencio la mayor parte de la tarde. Erlendur siempre visitaba a su madre en el aniversario del día en que sucedió aquello, el día en que él y su hermano pequeño, con su padre, se toparon con una tormenta.

—Sí —respondió Erlendur.

Sabía lo que su madre quería decir.

—¿Crees que llegaremos a enterarnos algún día? —preguntó su madre, levantando la vista del libro que Erlendur le había dado. Por fin se había decidido a entregarle el libro, avanzada ya la tarde, sin estar muy seguro de si hacía bien.

—No lo sé —respondió Erlendur—. Hace mucho tiempo.

—Sí —dijo ella—. Hace mucho tiempo.

Y continuó la lectura.

—Esto es una verdadera estupidez —dijo la madre, y levantó la mirada del libro.

—Ya lo sé —dijo Erlendur.

—¿Qué le importa a la gente lo de tu padre y nosotros? ¿A quién le importa?

Erlendur calló.

—No quiero que nadie lea esto —dijo su madre.

—Claro, pero nosotros no podemos decidirlo.

—Y encima dice eso de ti.

—No me importa.

—¿Esto está publicado?

—Sí, es el tercer volumen de la colección. El último, salió justo antes de Navidades. ¿Conoces al que lo ha redactado? ¿Al Dagbjartur este?

—No —dijo ella—. Ha hablado con gente de la comarca.

—Sí, eso parece. Es muy preciso, y casi todo lo que dice es correcto.

—No tiene por qué decir nada de tu padre ni de nosotros.

—Claro que no.

—No es justo con él.

—No, ya lo sé.

—¿De dónde lo ha sacado este individuo?

—No lo sé.

Su madre cerró el libro.

—Menudo estúpido es ese hombre, no quiero que nadie lea esto —repitió.

—No —dijo él.

—Nadie en absoluto —dijo ella, y le devolvió el libro. Erlendur se dio cuenta de que hacía esfuerzos para no llorar—. Como si hubiera sido culpa suya —continuó—. Como si hubiera sido culpa de alguien. ¡Menuda estupidez!

Erlendur cogió el libro. Tal vez no habría debido enseñárselo. O habría debido prepararla mejor para «Tragedia en Eskifjörður», como se titulaba el capítulo. No pensaba enseñarle aquel relato a nadie más. Su madre tenía razón, no valía la pena perder el tiempo con lo que ponía allí.

El invierno en que se publicó el volumen con el relato de la desaparición de su hermano y él en medio de la tormenta, su madre enfermó de gripe. Él ni se enteró, estaba inmerso en su trabajo. Y ella no quería causarle problemas. Se fue a trabajar sin estar recuperada del todo, y sufrió una recaída. Volvió a meterse en la cama, en pésimo estado. Cuando por fin se puso en contacto con Erlendur estaba más muerta que viva. Se vio afectado el corazón, produciéndose serias molestias cardiacas. La llevó a un hospital, pero no pudieron hacer mucho. Solo tenía poco más sesenta años cuando falleció.

Erlendur sorbió el café, que se había quedado frío. Se levantó y entró en el salón, y cogió el tercer volumen de la estantería. Era el mismo que su madre leyó tantos años atrás. Se había puesto furiosa con el autor del relato, pensaba que había entrado en cuestiones demasiado íntimas de la familia. Erlendur estaba de acuerdo, en el libro había detalles que no interesaban a nadie más que a ellos, aunque eran ciertos. Sus hijos, Sindri y Eva, sabían de la existencia de aquel relato, aunque él siempre se había mostrado reacio a enseñárselo. Quizá por su madre. Quizá por la reacción de su madre.

Erlendur dejó el libro en su sitio y volvió a acosarle la pregunta sobre la mujer de Grafrarvogur. ¿Cuál fue el camino que la llevó a la soga? ¿Qué sucedió en el Þingvallavatn cuando murió su padre? Deseaba saber más. Tendría que ser un asunto muy personal, y tenía que moverse con cuidado para no despertar sospechas. Hablar con personas, extraer conclusiones como si se tratara de una investigación igual que las demás. Tendría que mentir sobre los motivos de su curiosidad e inventarse alguna excusa, pero era algo que ya había hecho con anterioridad, aunque no se sentía demasiado orgulloso.

Quería saber por qué aquella mujer tuvo un destino tan amargo y solitario junto al lago donde su padre había perecido de una muerte gélida.

Hipotermia

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