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ОглавлениеLe pareció que había transcurrido un tiempo asombrosamente breve desde que hizo la llamada hasta que el servicio de emergencias se presentó en el lugar, junto con un médico y unos policías de Selfoss. La policía de investigación de Selfoss se había sumado al equipo, aunque lo único que sabían era que la mujer que se había quitado la vida era de Reikiavik, residente en Grafarvogur, casada y sin hijos.
Los hombres cuchicheaban en el interior de la vivienda. Parecían torpes cuerpos extraños en un bungaló desconocido en el que había tenido lugar un horrible suceso.
—¿Fuiste tú quien dio el aviso? —preguntó un joven agente de policía.
Le habían señalado a la mujer que había encontrado el cadáver, quien en ese momento se hallaba en la cocina, inconsolable y sin poder despegar la mirada del suelo.
—Sí. Me llamo Karen.
—Podemos proporcionarte ayuda psicológica si...
—No, creo... No pasa nada.
—¿La conocías bien?
—Conozco a María desde que éramos niñas. Me había prestado el bungaló. Iba a pasar aquí el fin de semana.
—¿No viste su coche? —inquirió el policía.
—No. Creía que no iba a haber nadie. Luego me di cuenta de que la cama estaba sin hacer y cuando entré en el salón... Nunca he visto una cosa así. ¡Pobre María! ¡Pobre chica!
—¿Cuándo hablaste con ella?
—Hace solo unos días. Cuando me prestó la casa.
—¿Dijo que estaría ella aquí?
—No. No dijo nada. Dijo que claro que me prestaba la casa unos días. Que no había ningún problema.
—¿Y estaba... de buen humor?
—Sí, eso me pareció. Cuando fui a recoger la llave a su casa estaba completamente normal.
—¿Y sabía que ibas a venir?
—Sí. ¿A qué te refieres?
—Que sabía que tú la encontrarías —dijo el policía.
Acercó el taburete y se sentó a su lado para hablar con ella. Karen le cogió el brazo y le miró con los ojos fijos.
—¿Quieres decir que...?
—Es posible que fueras tú quien tenía que encontrarla —añadió el policía—. Claro que solo se trata de una suposición.
—¿Por qué iba a querer semejante cosa?
—Solo es una conjetura.
—Pero es cierto, sabía que yo iba a pasar aquí el fin de semana. Sabía que iba a venir. ¿Cuándo... cuándo lo hizo?
—Aún no tenemos un informe exacto al respecto, pero el médico forense cree que no fue mucho después de anoche. Habrán transcurrido veinticuatro horas.
Karen escondió el rostro entre las manos.
—Dios mío, esto es... es tan irreal. Nunca habría debido pedirle la casa. ¿Ya habéis hablado con su marido?
—Ahora van de camino a su casa. Viven en Grafarvogur, ¿no?
—Sí. ¿Cómo pudo hacerse esto? ¿Cómo puede nadie hacer algo así?
—Debía de estar muy desesperada —replicó el policía al tiempo que le hacía una seña al forense para que se acercara—. Debía de tener una enorme lucha interior. ¿No apreciaste en ella ninguna de esas cosas?
—Perdió a su madre hace dos años —respondió Karen—. Fue un gran golpe para ella. Falleció de cáncer.
—Comprendo —dijo el policía.
Karen rompió a llorar. El policía le preguntó si el doctor podía ayudarla de alguna forma. Ella sacudió la cabeza y dijo que estaba bien y que solo deseaba marcharse a casa si se lo permitían. No hubo problema alguno. Volverían a hablar con ella más tarde si fuera necesario.
El policía la acompañó a la explanada de delante del bungaló y le abrió la puerta del coche.
—¿Estarás bien? —preguntó.
—Sí, supongo que sí —respondió Karen—. Gracias.
El detective la siguió con la mirada mientras daba la vuelta y se marchaba en su coche. Cuando volvió a entrar en la casa ya habían descolgado el cadáver y lo habían depositado en el suelo. Se puso en cuclillas a su lado. La mujer llevaba una camiseta blanca de manga corta y vaqueros azules, y no tenía zapatos. Era morena, con el pelo corto, delgada y esbelta. No apreció señal alguna de violencia, ni en el cuerpo ni en la casa, tan solo el taburete volcado de la cocina que había usado la mujer para atar la cuerda a la viga. La cuerda azul se podía encontrar en cualquier ferretería. Se había hundido en el delgado cuello de la mujer.
—Anoxia: falta de oxígeno —dictaminó el forense del distrito, quien había estado hablando con el equipo de emergencias—. Por desgracia, no se rompió el cuello. Eso habría acelerado las cosas. Se asfixió cuando la cuerda le comprimió el cuello. Hizo falta algo de tiempo. Preguntan cuándo pueden llevársela.
—¿Cuánto tiempo tardó? —preguntó el policía.
—Dos minutos, quizá menos. Hasta que perdió el conocimiento.
El detective se puso en pie y miró a su alrededor. Le pareció una residencia de verano islandesa absolutamente típica, con sofá de cuero, una mesa de comedor muy elegante y muebles de cocina bastante nuevos. Las paredes del salón estaban cubiertas de libros. Se aproximó a la estantería y vio la edición de los Cuentos populares de Jón Árnason en cinco volúmenes encuadernados en piel. Historias de fantasmas, pensó. En otros estantes había literatura francesa, novelas islandesas y objetos en medio de los libros, porcelanas o cerámicas, y fotografías enmarcadas, en tres de las cuales se veía a la misma mujer en distintas épocas, o eso le pareció. Arte gráfico en las paredes, una pequeña pintura al óleo y unas cuantas acuarelas.
El policía se dirigió adonde pensó que estaría el dormitorio principal. La cama estaba deshecha por un lado. En la mesilla de noche del mismo lado había unos libros. Encima de todo, un volumen de poesía de Davíð Stefánsson frá Fagraskógi. Había también un frasquito de perfume.
Su ronda en torno a la casa de verano no proporcionó nada digno de mención. Buscó señales de violencia, indicaciones de que la mujer no hubiera entrado por su propia voluntad en la cocina, hubiera cogido el taburete, se hubiera subido a él y se hubiera atado la cuerda en el cuello. Lo único que encontró fue un deceso extraordinariamente silencioso, casi podría decirse que cortés.
Su compañero de la policía de Selfoss le interrumpió.
—¿Has encontrado algo? —preguntó.
—Nada. Es un suicidio. Sin la menor duda. No hay nada que apunte a ninguna otra cosa. Esa mujer se ha suicidado.
—Tiene toda la pinta.
—¿Quito la cuerda de la viga antes de irnos? ¿No está casada esa mujer?
—Sí, por favor. Y sí, el marido va a venir para acá.
El policía quitó la cuerda del techo y la examinó entre los dedos. No era un trabajo demasiado profesional. El nudo no estaba bien hecho y la cuerda corría mal. Pensó en silencio que él sabría hacer un nudo mucho mejor con aquella cuerda, pero probablemente no se le podía pedir un nudo corredizo de experto a una mujer normal y corriente que vive en el barrio de Grafarvogur. Saltaba a la vista que no se había dedicado a analizar las cosas a fondo para suicidarse con plena profesionalidad. Seguramente se trataría de un trastorno temporal y no de un plan organizado con sumo cuidado.
Abrió la puerta que daba a la plataforma. No había más que dos escalones. La orilla del lago estaba a solo unos pasos. Los días anteriores había helado y el agua estaba cubierta por una fina capa de hielo que llegaba hasta la orilla. En algunos sitios el hielo se había agarrado con fuerza a la tierra y formaba una especie de finísimo cristal bajo el que se agitaba el agua.