Читать книгу Hipotermia - Arnaldur Indridason - Страница 6
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ОглавлениеEl aviso llegó desde un móvil al número de emergencias poco después de medianoche; se oyó una alterada voz de mujer que decía:
—Se ha... María se ha suicidado... Yo... ¡Es horrible..., horrible!
—¿Cómo te llamas?
—Ka... Karen.
—¿Desde dónde llamas? —preguntó el encargado del número de emergencias.
—Estoy en... es... su casa de verano...
—¿Dónde? ¿Dónde es?
—... en el lago Þingvallavatn. En... en su casa de verano. Daos prisa... Yo... yo estaré aquí.
Karen no conseguía encontrar la casa. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvo allí, casi cuatro años. María le había proporcionado indicaciones precisas por si acaso, pero, a decir verdad, le habían entrado por un oído y le habían salido por el otro, porque estaba segura de recordar el camino.
Salió de Reikiavik, en su coche, cuando estaban a punto de dar las nueve, en medio de una oscuridad total y absoluta. Pasó por el páramo de Mosfellsheiði, donde apenas había tráfico rodado. Unos pocos faros se cruzaron con ella camino de la capital. Solo había otro vehículo circulando hacia el este, y siguió a sus pilotos traseros rojos, feliz de tener compañía. No le gustaba nada conducir en la oscuridad y habría adelantado la salida de haber tenido la menor opción de hacerlo. Era responsable de relaciones públicas en un gran banco, y las reuniones y las llamadas telefónicas no acababan nunca.
Sabía que tenía Grímannsfell a la derecha, aunque no pudiera ver la montaña, y Skálafell a la izquierda. Dejó atrás el desvío de Vindáshlíð, donde, de niña, había pasado dos semanas de veraneo. Siguió los pilotos rojos en un cómodo viaje hasta dejar atrás el malpaís de Kerlingarhraun. Allí se separaron. Las luces rojas aumentaron la velocidad y desaparecieron en la oscuridad. Pensó que quizás iría hacia Uxahryggir y luego al norte, hacia Kaldidalur. Había recorrido muchas veces ese camino y le encantaba ir por allí, salir al valle de Lundarreykjadalur y bajar luego hacia el Borgarfjörður. Revivió el recuerdo de un hermoso día de verano en el lago Sandkluftavatn.
Torció a la derecha y se adentró en la oscuridad de Þingvellir. La resultaba difícil orientarse en la geografía de la zona en medio de la oscuridad más absoluta. ¿Debería haber torcido ya? ¿Era aquella la desviación que llevaba al lago? ¿O acaso era la siguiente? ¿Se había pasado?
Terminó dos veces en callejones sin salida y tuvo que dar la vuelta. Era jueves por la noche, y prácticamente todos los bungalós estaban vacíos. Llevaba provisiones y libros para leer, y además María le dijo que hacía poco habían instalado televisión en la casa. Pero sobre todo pensaba dedicarse a dormir y descansar. El banco parecía un manicomio después del reciente intento de absorción. Ella ya no comprendía los enfrentamientos entre los grupos de grandes accionistas que establecían alianzas contra otros grupos. Se publicaban informes para la prensa cada dos horas, y las cosas no mejoraron, sino todo lo contrario, cuando se supo que se había acordado una indemnización por despido por un monto de cien millones de coronas con un director a quien uno de los grupos quería quitarse de en medio. La dirección del banco había conseguido granjearse las iras del público y Karen era la encargada de aliviar un poco las tiranteces provocadas. Así habían estado las cosas durante las pasadas semanas, y ya estaba harta cuando se le ocurrió la posibilidad de salir de la ciudad. María le había ofrecido muchas veces su casita de verano para que fuera a pasar unos días, así que decidió telefonearla. «Faltaría más», dijo María.
Karen circuló despacio por un camino bastante primitivo que atravesaba los arbustos bajos, hasta que los faros del coche iluminaron el bungaló, abajo, junto al lago. María le dio las llaves y le contó también dónde guardaban la de repuesto. A veces venía bien tener una llave de repuesto escondida en algún sitio cerca de la casa.
Esperaba con ilusión despertar al día siguiente entre los colores otoñales de Þingvellir. Desde donde alcanzaba su memoria se promocionaban rutas especiales para disfrutar los colores otoñales del parque nacional, pues apenas había lugar alguno donde fueran más bellos que allí, junto al lago, donde los tonos anaranjados y rojizos de la moribunda vegetación se extendían hasta donde alcanzaba la vista.
Comenzó sacando el equipaje del coche y poniéndolo junto a la puerta, en la plataforma del porche. Metió la llave en la cerradura, abrió y buscó la llave de la luz con la mano. Se encendió una luz en el pasillo de la cocina, metió su pequeña bolsa de viaje y la colocó en el dormitorio principal. Se extrañó de que la cama no estuviera hecha. Aquello no era propio de María. Había una toalla en el suelo del cuarto de baño. Cuando encendió la luz de la cocina notó una especie de presencia extraña. No le tenía miedo a la oscuridad, pero de repente la invadió una sensación de malestar en todo el cuerpo. El salón estaba a oscuras. Desde él se disfrutaba de una espléndida vista del lago Þingvallavatn.
Karen encendió la luz del salón.
En el techo había cuatro fuertes vigas; de una de ellas colgaba un cuerpo humano, dándole la espalda.
Se sobresaltó de tal manera que retrocedió con brusquedad hacia la pared del salón y su cabeza golpeó el revestimiento de madera. Se le nubló la vista. El cuerpo colgaba de la viga, sujeto por una delgada cuerda azul, y se reflejaba en la oscura ventana del salón. No sabía cuánto tiempo pasó hasta que se atrevió a aproximarse, paso a paso. El pacífico entorno del lago se había convertido, en un abrir y cerrar de ojos, en una película de terror que no podría olvidar jamás. Cada pequeño detalle quedó aprisionado en su memoria. El taburete de la cocina, un cuerpo extraño en aquel salón de puro diseño, yacía volcado debajo del cuerpo. El color azul de la cuerda. El reflejo sobre la ventana. La oscuridad de Þingvellir. El cuerpo humano inmóvil debajo de la viga.
Se acercó con mucho cuidado y miró el hinchado rostro azul. Sus peores sospechas demostraron ser correctas. Era María, su amiga.