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La vieja casa de madera había ardido en un instante. Por la tarde, al llegar los bomberos y la policía, había quedado reducida a cenizas. Los bomberos habían desplegado un gran operativo debido a que el edificio se encontraba en el barrio de Þingholt, una zona densamente poblada, y lo rodeaban otras casas de madera. Por suerte, apenas soplaba el viento y el fuego ascendía en vertical hacia el cielo, consumiendo todo lo que podía sin propagarse hacia los laterales. Hasta el día siguiente no hallaron el cadáver entre las ruinas calcinadas. Nada más bajar del coche, el agente de la Policía Judicial Erlendur Sveinsson entendió que el incendio había sido provocado. No era un gran misterio, no tuvo ni que emplear sus conocidas dotes de deducción. El incendiario parecía haber querido dejar un mensaje: en la parte trasera de la casa había un bidón de diez litros de gasolina tirado sobre el césped congelado. Empezaba a clarear y los escombros humeaban bajo el frío glaciar de enero. La policía había acordonado el solar con una cinta amarilla y algunos agentes deambulaban entre las ruinas.

Erlendur los dispersó y les pidió que se alejaran de los escombros. Enseguida encontró el esqueleto y se inclinó sobre él. No quedaba ni el más mínimo trozo de carne. La silla había ardido y estaba tirada en el suelo calcinado. La víctima tenía la mandíbula abierta y sus órbitas huecas miraban hacia el cielo gris. Erlendur reparó de inmediato en unos restos de cordel alrededor de los tobillos y las muñecas.

—¿Se sabe quién vivía aquí? —le preguntó Erlendur a su compañero de la Judicial, un joven llamado Sigurður Óli que lo seguía de cerca mientras examinaba los escombros.

—Un tal Halldór. Vivía solo. Soltero y sin hijos. Había vivido aquí desde que se instaló en Reikiavik. Daba clase en el colegio de Víðigerði y acababa de jubilarse. Nació en 1928, en el distrito de Árnessýsla.

—Muy bien. ¿Y, por casualidad, no sabrás también quién le ha prendido fuego? —le preguntó Erlendur con ironía. Por las mañanas no hacía gala de su mejor humor.

—Llevo al teléfono toda la mañana —respondió Sigurður Óli—. ¿Estás seguro de que lo han asesinado?

—De que lo han freído, querrás decir. Si es que este es él. ¿Tienes el nombre de su dentista?

—Lo averiguaré.

—¿Sabes si tiene algún familiar?

—Según el director del colegio de Víðigerði, tiene una hermana mayor que vive en una residencia de Hafnarfjörður.

—¿Le has dado ya la noticia?

—Pensaba ir luego. El director me ha dicho que se había jubilado con un año de antelación. Se había hecho viejo y daba clases como sustituto o algo así. Pero había tenido algunos problemas. Por lo que he entendido, los alumnos lo acosaban. Una vez lo rodearon y lo cubrieron de escupitajos. Puede que a los chavales se les fuera de las manos anoche.

—No tiene por qué, si ya se había jubilado. Aunque no deberíamos descartarlo.

Examinó con detenimiento las pistas sembradas alrededor del cadáver para hacerse a la idea de la distribución de las habitaciones.

—Aquí aún quedan restos de cordel —indicó Sigurður Óli.

—Parece estar hecho de un material resistente al calor. Solicita los planos de la casa en la oficina de seguros contra incendios.

—Ya lo he hecho —se apresuró a decir Sigurður Óli, sin poder disimular su satisfacción. Hacía poco que habían entrado en la Judicial y le habían asignado trabajar con Erlendur, que llevaba décadas en el cuerpo. A Erlendur le ponía de los nervios su nuevo compañero. Sin embargo, a Sigurður Óli no parecía importarle mucho. Él también había estado la noche anterior en el lugar de los hechos, pero, a diferencia de su jefe, no había regresado a casa. A Erlendur le sacaba de quicio que siempre tuviera que ir vestido de punta en blanco.

—Y entonces, ¿cómo es que no los llevas en la mano? —le preguntó.

—Un momento, los tengo en el coche —respondió Sigurður Óli antes de salir disparado a por ellos.

Erlendur estudió la posición del esqueleto. La parte inferior reposaba sobre unas astillas que parecían restos de la silla. Al parecer, el fuego se había desarrollado con más intensidad alrededor del cadáver y la casa se había incendiado prácticamente a la vez. El autor del crimen no había escatimado en gasolina. En ese momento llegó el fotógrafo y Erlendur le pidió que esperara un poco.

Según los planos, el cadáver yacía entre el dormitorio y el salón. Erlendur dedujo que el hombre había intentado escapar. Del salón salía un pequeño vestíbulo donde se encontraba la entrada principal y desde donde también se accedía a la cocina y a una pequeña habitación. Un tabique separaba la cocina del salón, donde el suelo estaba cubierto de multitud de cristales, muchos más de lo que cabría esperar de las dos ventanas que habían estallado durante el incendio. Sobre los cristales había una serie de objetos que parecían unos marcos calcinados, unos de metal y otros de madera. Los miembros de la Científica acababan de llegar al lugar de los hechos y no se arriesgaron a entrar en la zona de escombros sin que Erlendur les diera su permiso. El policía les señaló el bidón de gasolina y lo cogieron con cuidado para meterlo en una bolsa de plástico.

—El autor no se ha andado con contemplaciones —murmuró Erlendur para sí mismo mientras se inclinaba sobre el esqueleto. Sigurður Óli prestaba toda su atención—. Este hombre no tuvo la más mínima oportunidad —continuó Erlendur—. Si realmente lo han asesinado, ¿qué necesidad había de montar semejante espectáculo? ¿Por qué no hacerlo con algo más de gusto y ocultar los indicios? No le habría supuesto mucho esfuerzo. En la vida he visto una cosa igual. ¡Un bidón de gasolina en el lugar del crimen!

—¿Cuál es tu hipótesis? —preguntó Sigurður Óli clavándole la mirada.

Erlendur les indicó a los de la Científica que podían acceder a la zona acordonada. Tres hombres entraron con precaución, pertrechados de bolsas y aparatos de todo tipo.

—Arrogancia —respondió Erlendur mientras se acercaba de nuevo al esqueleto para examinar meticulosamente su posición. Detuvo la mirada en los puños. Agarrotados, se alzaban al aire como desafiando la atrocidad de su muerte.

«Si este es Halldór, era un hombre de huesos finos y manos esbeltas», pensó Erlendur.

—Vamos a esperar a recibir la confirmación del dentista antes de hablar con su hermana —concluyó.

Inocencia robada

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