Читать книгу Inocencia robada - Arnaldur Indridason - Страница 9

4

Оглавление

Pálmi llegó a casa hacia medianoche. Todavía no había acabado de entender lo que había ocurrido por la tarde. Inmerso en sus pensamientos, encendió la luz del pasillo. Podía escuchar la televisión de Dagný, su vecina. Él no tenía televisor. Su apartamento estaba lleno de objetos decorativos y cuadros, pero lo que más destacaba era su colección de libros, que tenía dispuestos ordenadamente en enormes estanterías que cubrían las paredes. Soltero y sin hijos, Pálmi regentaba una librería de segunda mano en el centro.

Llenó el hervidor de agua para prepararse un té antes de dormir. Pensó en Daníel, en Jóhann, en el hombre de las visitas y en si quizás el suicidio era la única solución que le quedaba a su hermano. Habían hablado mucho del tema. Pálmi no comprendía esa opción, jamás había reflexionado al respecto y le parecía descabellado que alguien quisiera poner fin a su vida. Sin embargo, Daníel lo veía como algo natural. No era asunto de nadie que se quisiera suicidar. El acto, en sí, le parecía repugnante y doloroso, bien fuera cortándose las venas de la muñeca, abriéndose la yugular o colgándose del techo. Era humillante y denigrante. Daníel quería que el suicidio se regulara igual que una operación quirúrgica, como la extirpación de una glándula o una operación de varices.

Una de las razones por las que no podía vivir con Pálmi era, precisamente, su tendencia suicida. Había estado a punto de lograrlo en las dos últimas ocasiones. Daníel había pasado la mayor parte de su estancia en el hospital bajo los efectos de una fuerte medicación. Pálmi no podía asegurarse en cada momento de que se tomaba los medicamentos que controlaban su impulso. Había intentado retirar de casa cualquier objeto que Daníel pudiera utilizar para quitarse la vida, pero era una batalla perdida. Una vez, al volver a casa, Pálmi había encontrado a su hermano con una bolsa en la cabeza, y consiguió reanimarlo realizándole el boca a boca. En otra ocasión lo había descubierto con una soga alrededor del cuello. La cuerda se había roto y Daníel había estado en el suelo tirando de ella con todas sus fuerzas hasta perder el conocimiento.

Pálmi había decidido ingresar de nuevo a su hermano en el hospital. Dos años después, al comprobar que no había intentado suicidarse otra vez, se llegó a plantear llevarlo otra vez a casa, pero había cambiado de opinión en el último momento. Vivía solo en un agradable apartamento heredado de su madre. A Daníel le habían diagnosticado esquizofrenia muchos años atrás. Pálmi recordaba vagamente el inicio de la enfermedad. Los hermanos se llevaban diez años y Pálmi era muy pequeño cuando comenzaron a manifestarse los primeros síntomas. Recordaba haber visto feliz a su madre y haber jugado con un niño alegre y risueño, pero no eran más que momentos puntuales de una infancia espantosa. Lo que más recordaba era el sufrimiento de su madre, la furia de Daníel y las interminables visitas a aquel terrorífico hospital.

A Daníel lo habían expulsado del paraíso.

Hasta donde Pálmi sabía, su hermano había tenido una infancia normal, pero a los trece años experimentó un cambio drástico e inesperado. Había comenzado a beber y a consumir drogas duras con sus compañeros de clase. Durante los años siguientes tuvo continuas trifulcas con su madre y con la policía, que una noche tras otra lo llevaba a casa drogado o bebido después de habérselo encontrado tirado por la calle. Dejó de dormir y, al cabo de unos años, comenzó a oír voces, a tener alucinaciones y a hablar con personas imaginarias. En lugar de dormir, se pasaba las noches leyendo cualquier cosa. Almacenaba en su memoria todo lo que leía y era un erudito en los campos más dispares. A menudo caía rendido por las mañanas y entonces dormía unas pocas horas. De noche solía deambular por la ciudad y se drogaba sin que su madre pudiera hacer nada. Decía que eran las malas compañías, los chicos de clase. Había comenzado el instituto, pero lo dejó pronto. Al mismo tiempo, se volvió muy creyente pese a que nunca hubiera mostrado ningún interés religioso. Las voces que aseguraba oír le transmitían mensajes de fe que alteraban su visión de la realidad. Por ejemplo, en cierta ocasión había leído en el periódico que habían visto una especie de augurio en el cielo, probablemente un meteorito que se estaba desintegrando en la atmósfera envuelto en una nube de chispas incandescentes, y pensaba que esa estrella fugaz era él mismo cayendo desde el paraíso. Lo habían expulsado y debía arrepentirse si quería ser readmitido. Lo que más lo atormentó durante toda su vida fue aquella extraña pérdida del paraíso.

Daníel no percibía los cambios que se producían en él y no admitía que estuviera enfermo. Al contrario, consideraba que era quien mejor razonaba de todos los que tenía a su alrededor, y había reaccionado violentamente el día en que su madre, cansada y aterrada, solicitó asistencia médica. Se volvió arrogante e irascible y su estado se fue deteriorando con los años. Acabó sin poder valerse por sí mismo, daba muestras de violencia y trataba de suicidarse una y otra vez. Un día agredió a Pálmi y lo lanzó contra una pared con tal agresividad que lo dejó inconsciente. Cuando su madre se acercó para ayudarlo, Daníel cogió un cuchillo de la cocina y se lo clavó en el hombro antes de salir corriendo. Su madre se mostraba reacia a internarlo en un hospital psiquiátrico, pero no le había quedado más remedio después de una segunda agresión a Pálmi, aún más violenta. Habían pasado veinticinco años desde su ingreso. La madre había fallecido hacía siete. Desde entonces, Pálmi vivía solo.

Daníel presentaba el clásico cuadro de esquizofrenia. Su madre se había preguntado durante toda su vida cómo era posible que ningún miembro de su familia hubiera desarrollado la enfermedad. Estaba convencida de que era hereditaria. Sin embargo, apareció en su pequeño sin explicación alguna, como un rayo caído de un cielo sin nubes, y le arruinó la vida de repente. A menudo se enfurecía al pensar en la mala suerte que había corrido su hijo y lloraba de puro desespero. Ella era quien mejor lo había conocido antes de que la enfermedad se adueñara de él.

Sentado en el salón con su taza de té, Pálmi se acariciaba la mano derecha con el ceño fruncido, como si todavía sintiera el dolor de unos acontecimientos ocurridos mucho tiempo atrás. Las quemaduras no le permitían usar ni el dedo meñique ni el anular. Pálmi, su hermano y su madre formaban el núcleo familiar. Su padre había fallecido poco después de nacer Pálmi y solo lo conocía a través de las historias que su madre le había contado. Según ella, no había existido mejor hombre en todo el planeta. Era un marinero que había naufragado en la costa oeste como consecuencia de una gran tormenta. Hasta sus defectos se habían convertido con el tiempo en anécdotas graciosas. Como su problema con el alcohol. Cuando salía de borrachera podía desaparecer durante una semana entera, pero, después de su fallecimiento, sus largas ausencias habían pasado a ser viajes motivados por su deseo de aventura y su inquietud innata por hacer amistades. Sin embargo, ninguna de esas «amistades» se había puesto luego en contacto con la viuda, madre de dos hijos, después de su muerte. Pálmi había perdido a sus padres y se acababa de quedar sin su único hermano.

Su madre se había ido de casa siendo muy joven y prácticamente había perdido el contacto con sus padres desde que estos se habían trasladado a Dinamarca. Pálmi sabía que aún tenía allí un abuelo muy mayor. Al fallecer su madre, su abuelo y su abuela habían venido a Islandia y se habían quedado un par de días antes de coger el vuelo de vuelta a Dinamarca y dejar tras ellos una desagradable sensación de indiferencia e irritación.

Pálmi oyó que alguien llamaba levemente a su puerta. Sabía que solo podía tratarse de Dagný. Su vecina se había mudado con sus dos hijos al inmueble unos años atrás y habían entablado una buena amistad. Delgada y bajita, Dagný trabajaba como secretaria en el Instituto de la Seguridad Social. En las raras ocasiones en que a Pálmi le apetecía ver algo en la televisión, se pasaba a casa de su vecina, que siempre agradecía la compañía. Su matrimonio no había funcionado bien y desde entonces había tenido mala suerte con los hombres, así que decidió tomarse un descanso. Había conocido fugazmente a un mayorista que no se separaba nunca del teléfono móvil, ni siquiera al acostarse con ella. Lo tuvo que llamar para dejarlo. Después decidió a un psicólogo infantil que no soportaba a sus hijos. Les había pedido a los chicos que le dijeran que su madre no quería verlo más. Pálmi fue una agradable novedad. Además, los niños lo adoraban.

—¿Era tu hermano Danni el que ha salido en las noticias? —le preguntó al entrar.

—Sí —respondió Pálmi cerrando la puerta.

—¿Qué ha ocurrido?

—Si te digo la verdad, aún no lo sé. Por algún motivo, este mediodía ha perdido la cabeza, ha puesto el hospital patas arriba y luego se ha tirado por la ventana del último piso. Ha muerto en el acto.

—Pobre Danni.

—Sé que le ocurría de vez en cuando. Aun así, hay algo que me huele raro. Alguien visitaba a Daníel en las últimas semanas. No sé de nadie que hubiera podido tener motivos para ir a verlo. Ningún empleado sabe quién era ese desconocido, aunque todavía debo preguntarle a Jói. Nadie sabe de qué hablaba con Danni. Se ve que un celador los oyó hablar una vez de unas cápsulas de aceite de hígado de bacalao.

—¿Cápsulas de aceite de hígado de bacalao?

—Puede que sea un malentendido.

—¿Estaba ya muerto cuando has llegado?

—No —respondió Pálmi—. Se me ha escapado de las manos, literalmente. Tal vez lo podría haber agarrado si hubiera pensado un poco más deprisa. Si hubiera entendido mejor las circunstancias, si me hubiera dado cuenta del peligro. Pero lo he comprendido demasiado tarde, cuando ya había saltado al vacío. De pronto yacía allí, en las escaleras. Todo había terminado. Todavía no concibo lo que ha pasado.

—Es normal que te culpes —dijo Dagný acariciándole la mejilla. Todavía estaban en el pasillo, frente a la puerta de la entrada. Su relación nunca los había conducido hasta el dormitorio y a ambos les parecía muy bien que así fuera.

—Hablaba de personas a los que llamaba «los demás». Quería que me informara sobre ellos. No sé a qué se refería. Ha mencionado el paraíso, lo cual no es ninguna novedad, pero después ha mencionado eso de «los demás». Nunca le había oído decir algo así.

—¿Qué habrá querido decir?

—Luego me ha hablado del colegio. Lo habían expulsado del paraíso y no dejaba de repetir que, si regresaba, todo se arreglaría y recuperaría la salud. Después me ha pedido que preguntara de dónde venían los demás. Pero ¿quiénes son los demás? ¿Y preguntar a quién?

—¿A qué se refería?

—A algo relacionado con el colegio. Daníel pasó por tres escuelas distintas a lo largo de su vida. Estuvo unos meses en el instituto, un año en el colegio de Ármúli y todos los años anteriores en el colegio de Víðigerði.

—¿No estaría delirando? Decía muchos disparates.

—Luego me ha dicho que estábamos en el punto más cercano al Sol. Esas han sido sus últimas palabras. Que ahora estábamos en el punto más cercano al Sol. ¿Cómo se supone que tengo que interpretar eso? —Pálmi suspiró.

—¿No lo sabías? —preguntó Dagný, para quien la astrología y el movimiento de los cuerpos celestes no tenían ningún secreto—. Todos los islandeses piensan que es en julio, pero es ahora, en enero, cuando la Tierra está más próxima al Sol.

Inocencia robada

Подняться наверх