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Jóhann, el antiguo celador del hospital, vivía en el semisótano de un inmueble de la avenida Miklabraut, la arteria más transitada de Reikiavik. El ruido del tráfico se escuchaba las veinticuatro horas del día y en el aire flotaba siempre una espesa nube de polución. No servía de nada que Jóhann hubiera instalado cristales cuádruples en la ventana de la cocina, que daba directamente a la avenida. A cambio, los precios de los apartamentos eran de los más bajos de la ciudad. Lo peor eran las tardes y las noches, cuando los motoristas usaban Miklabraut como circuito de carreras. El ruido era ensordecedor. Y siempre regresaban, por mucho que la policía les hubiera echado el guante en más de una ocasión.

Desde que había dejado de trabajar en el hospital, Jóhann pasaba la mayor parte del tiempo metido en su casa, sin saber qué hacer. Sin embargo, se sentía satisfecho por haberles cantado las cuarenta a los directores del centro. Pese a ser un hombre de naturaleza tranquila, se había presentado en los despachos de la administración, había llamado desgraciados y miserables a sus jefes, y, alterado, había arrojado al suelo su gorra, que en sus mejores tiempos fue de color azul. Ahora la llevaba puesta en la cabeza, sentado en su cocina con una taza de café en la mano, y veía a Pálmi bajar las escaleras hacia el sótano. Tras haberse enterado de los tumultos ocurridos en el hospital y de la tragedia de Daníel, daba por hecho que tarde o temprano le haría una visita.

—Por aquí, Pálmi —le indicó abriéndole la puerta—. No hace falta que te diga lo desolado que me encuentro por lo que le ha ocurrido a tu hermano.

—Gracias, Jói —respondió Pálmi mientras entraba.

Se acomodaron en la cocina y Jóhann le sirvió una taza de café. La cocina estaba ordenada de manera impecable, con cada cosa en su sitio, y el suelo y los armarios limpios. Jóhann siempre había vivido solo y era conocido por su pulcritud. Pálmi y él se habían llevado bien desde el momento en el que el celador había prácticamente adoptado a Daníel en el hospital. Jóhann era un hombre grande y corpulento, con unas manos enormes, pero tenía un tono de voz dócil y amable. Todo en él inspiraba confianza, hasta su manera de andar. Cojeaba levemente porque tenía una pierna un poco más corta que la otra y pisaba con fuerza al caminar.

—Recuerdo el día en que conocí a Danni en el hospital. Aseguraba que no pasaría mucho tiempo allí dentro —explicó Jóhann mientras se sentaba al lado de Pálmi—. Yo esperaba que tuviera razón, pero al final se pasó allí la mayor parte de su existencia. Qué vida —dijo en voz baja.

—Quería agradecerte todo lo que has hecho por él durante todos estos años y por haber sido su amigo —dijo Pálmi antes de darle un sorbo a su café humeante.

—Soy yo quien debería estar agradecido. Creo que nuestra amistad me aportó más a mí de lo que llegó a aportarle a Danni. Lo tenía en gran estima. No dejo de pensar en que, si no me hubiera hartado de ese hospital, a lo mejor habría podido ayudarlo en sus últimos días. Siempre tuve la intención de ir a despedirme de él, pero al final no lo hice. Me fui corriendo por la puerta y ya no volví más.

—¿Por qué te fuiste?

—Lo de ese hospital es un verdadero escándalo y lo ha sido durante muchos años. He hablado miles de veces con los jefes y su única respuesta es que ahora hay crisis y el sector público tiene que apretarse el cinturón. Le dije al director que llevaba años trabajando como celador y que no era la primera vez que pasábamos por un periodo de recortes. Pero la situación nunca había sido tan penosa. Los únicos que cuidan de los enfermos son los celadores y no tienen la formación necesaria para hacerlo. No tienen ninguna formación, de hecho. Creo que los jefes se han vuelto locos de remate. Así se lo dije al director y a todos los que quisieron oírlo en los despachos.

—Y no te sirvió de nada.

—Estaba hasta las narices, Pálmi. No me veo con fuerzas para seguir trabajando allí.

—¿Cuándo viste a Daníel por última vez?

—El día en que me fui, hace justo una semana. Hablé un poco con él en su habitación.

—¿Lo notaste cambiado en las últimas semanas?

—Sí, bastante. Se comportaba como cuando dejaba de tomarse la medicación, cosa que hacía de vez en cuando. Por extraño que parezca, en esos momentos parecía calmarse y podíamos mantener una conversación larga y razonable. Creo que los medicamentos nunca lo ayudaron. No creo en las medicinas y me importaba un comino que no se las tomara. Menos dinero para el imperio farmacéutico. Aunque, bueno, quién sabe si no tenían en realidad algún efecto. En todo caso, es terrible ver la barbaridad de medicinas que se les da y se les ha dado siempre. Los atiborran a cápsulas de todos los colores y de todas las formas y tamaños. ¿Y sabes por qué? Porque es el único tratamiento que los hospitales se pueden permitir. Ha habido una drástica reducción de plantilla y, para que no reine el caos, hay que sedar a los pacientes. Los señoritos no pueden pagar sueldos decentes, pero sí pueden invertir cientos de millones cada año en la producción de medicamentos. Trabajé allí durante muchos años y vi a los pacientes engullir toneladas de esas porquerías. Luego los mandan a casa sin importar su estado de salud y vuelven al hospital en peores condiciones.

—Alguien había ido a verlo en las últimas semanas, lo cual me parece muy extraño. Yo he sido la única persona que lo ha visitado durante todos estos años. ¿Sabes algo de ese hombre? Sus visitas no están registradas en el hospital.

—Era un antiguo profesor de su colegio. Halldór, creo que se llamaba. Un poco raro. Debilucho y huidizo. Me parece que lo visitó tres veces.

—¿Con qué intenciones iba? Daníel no me lo había mencionado y me sorprendí cuando los empleados hablaron anoche de él.

—Ejercía una extraña influencia en tu hermano. Recuerdo que, en su primera visita, Danni lo echó y le dijo que no volviera nunca más. Sin montar ningún escándalo. Solo le dijo que se largara. No sé de qué hablaron y, cuando le pregunté, Danni no quiso contarme nada.

—¿Y nunca lo supiste?

—No.

—¿Cómo sabes que era su profesor?

—Me lo dijo Danni. El hombre volvió al cabo de una semana y consiguió que se sentara con él a hablar. Pasaron mucho tiempo charlando, pero cuando le pregunté sobre qué habían hablado, Danni se cerró en banda de pronto. Por lo demás, me veía como un confidente y me contaba todo lo que pensaba, las cosas que lo irritaban. Pero era obvio que ese hombre, o lo que le pudiera decir, ejercía una gran influencia en él.

—¿Qué tipo de influencia?

—Ya sabes cómo era tu hermano. Era hablador y divertido, pero de vez en cuando se ponía hecho un basilisco. Se volvía un malhablado, perdía el control y decía lo primero que se le pasaba por la cabeza. Soltaba tacos y obscenidades. En cambio, últimamente no se le podía arrancar ni una palabra. Parecía un zombi. Deambulaba por ahí sin hablar con nadie, sumido en sus pensamientos.

—¿Relacionas ese cambio con las visitas de ese hombre?

—No tiene por qué. Danni podía ser imprevisible.

—Los otros celadores también me dijeron que se había vuelto más llevadero. Al contrario que tú, parecían contentos.

—No siempre vemos las cosas desde el mismo ángulo.

—A Elli le había parecido oírlos hablar de unas cápsulas de aceite de hígado de bacalao. ¿Sabes a qué se podría referir?

—Bueno, Elli es como es. Aunque podría ser. No sé.

—¿De qué estuvisteis hablanco Daníel y tú cuando os visteis por última vez?

—De pocas cosas. Ya conoces su teoría de que lo habían expulsado del paraíso y que la prueba era la estrella fugaz sobre la que había leído en los periódicos. Me dijo que en el paraíso había más gente con él. Sus amigos de otra época. No hablamos de nada más.

—A mí me dijo lo mismo —explicó Pálmi—, pero no tengo ni idea de lo que significa.

—No llegas a ver nunca a la verdadera persona debido a los medicamentos. No creo que haya llegado a conocer a tu hermano y, sin embargo, yo era el que mejor lo conocía de todos, aparte de ti. Ya sabes lo que quiero decir. El Danni a quien conocí durante todos estos años no era más que una creación química, un individuo castrado por la industria farmacéutica. Creo que nunca lo conocí en su totalidad, y eso es algo que me causa una profunda tristeza. En algunas ocasiones me daba la sensación de estar asomándome al verdadero Danni, el que se escondía detrás de la bruma tóxica, pero puede que solo fueran imaginaciones mías. Lo que sí sé es que tu hermano era una bella persona.

—Apenas tengo recuerdos suyos de antes de que enfermara —comentó Pálmi.

Se hizo un silencio y los dos siguieron un largo rato sentados en la cocina, escuchando el rumor del tráfico a través del cristal cuádruple. La mañana había avanzado y estaba llegando la hora punta. El rugido de los motores se sentía en el aire y una nube de contaminación se había estancado sobre la ciudad. El viento llevaba unos cuantos días sin soplar y la niebla amarilla no se movía ni un ápice.

Inocencia robada

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