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1 ABRE LA PUERTA

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¿Qué posibilidades tienes de abrir la nevera y encontrarte a un zombi tejiendo calcetines? Más o menos las mismas de que una persona emotiva e inclinada hacia las lenguas, como yo, acabara dando clases de ingeniería.

De joven, odiaba las matemáticas y las ciencias. En el instituto no se me daban nada bien; de hecho, empecé a estudiar trigonometría, desde la base, cuando tenía veintiséis años.

De pequeña, incluso la simple idea de leer la esfera de un reloj no me parecía que tuviera mucho sentido. ¿Por qué tiene que ser la aguja pequeña la que marque la hora? ¿No tendría que ser la grande, pues la hora es más importante que el minuto? ¿Eran las diez y diez? ¿O la una y cincuenta? Estaba perpetuamente confusa. Con la televisión tenía un problema peor aún. En aquellos días, anteriores al mando a distancia, ni siquiera sabía qué botón ponía el televisor en marcha. Solo lo miraba en compañía de mi hermano o hermana. Ellos sí sabían hacerlo, e incluso sintonizar el canal del programa que queríamos ver. Estupendo.

La única conclusión que podía sacar —viendo mi ineptitud técnica y mis malas notas de matemáticas y ciencias— era que yo no era muy lista. Por lo menos, para esas cosas. Entonces no me daba cuenta, pero mi autorretrato como persona técnica, científica y matemáticamente incapaz estaba dando forma a mi vida. En la raíz de todo ello estaba mi problema con las matemáticas. Había llegado a pensar en los números y las ecuaciones como algo parecido a las enfermedades mortales: debían evitarse a cualquier precio. Entonces no era consciente de que había trucos mentales sencillos que podrían haberme facilitado las matemáticas, ardides que son muy útiles no solo para las personas a quienes se les dan mal, sino también para quienes ya las dominan. No entendía que mi manera de pensar es típica de las personas que creen que no pueden dedicarse a las ciencias ni a las matemáticas. Ahora me doy cuenta de que el origen de mi problema estaba relacionado con dos maneras muy claramente distintas de ver el mundo. Por aquel entonces, solo sabía aprovechar cierto tipo de aprendizaje, y el resultado es que estaba sorda para la música de las matemáticas.

Las matemáticas, tal como se enseñan habitualmente en el sistema escolar estadounidense, pueden ser una asignatura de muy señor mío. Ascienden lógica y majestuosamente desde la suma hasta la resta, la multiplicación y la división. Entonces aceleran hacia los cielos de la belleza abstracta. Pero también pueden ser una madrastra perversa. Son totalmente despiadadas si por algún motivo nos perdemos cualquier eslabón de la cadena de aprendizaje, lo que puede ocurrir fácilmente. Todo lo que se necesita es una vida familiar desestructurada, un profesor agotado o una desafortunada enfermedad de larga duración: incluso una o dos semanas en un período decisivo pueden dejarnos fuera de juego.

O, como en mi caso, simplemente ningún interés o ningún tipo de talento destacable.


Yo a los diez años con Earl el cordero. Me gustaban los bichos, leer y soñar. Las matemáticas y las ciencias no estaban en mi lista de favoritos.

Cuando cursaba séptimo curso, la desgracia azotó a mi familia. Mi padre perdió su trabajo tras una seria lesión en la espalda. Acabamos en un penoso complejo escolar, donde un profesor de matemáticas cascarrabias nos tenía sentados durante calurosas horas haciendo aburridas sumas y multiplicaciones. El hecho de que el señor Cascarrabias se negara a dar cualquier tipo de explicación tampoco ayudaba mucho. Parecía que le gustara vernos cometer errores.

En aquel momento, además de no verles ninguna utilidad a las matemáticas, las detestaba activamente. Y cuando llegaba a las ciencias... Bueno, no llegaba. En mi primer experimento de química, el profesor decidió que a mi compañero y a mí nos daría una sustancia diferente que al resto de la clase. Cuando falseamos los datos intentando obtener los mismos resultados que los demás, nos ridiculizó. Cuando mis bienintencionados padres vieron mis malas notas e insistieron en que pidiera ayuda durante las horas de consulta del profesor, tuve la sensación de que no sería lo más acertado. De todos modos, las matemáticas y las ciencias no valían la pena. Los dioses del currículo estaban decididos a hacerme tragar esas asignaturas. Mi manera de ganar era negarme a entender cualquier cosa que me enseñaran y fallar con beligerancia en cada examen. Era imposible contrarrestar mi estrategia.

Pero sí tenía otros intereses. Me gustaban la historia, las ciencias sociales, la cultura y especialmente la lengua. Afortunadamente, esas asignaturas mantenían mis notas a flote.

Al dejar el instituto, me alisté en el ejército porque iban a pagarme, sí, a pagarme, para aprender otra lengua. Se me dio tan bien el ruso (un idioma que escogí por antojo) que conseguí una beca del programa de formación de oficiales ROTC (Reserve Office Training Corps [Cuerpo de Oficiales de Reserva en Formación]). Fui a la Universidad de Washington, obtuve un diploma en lengua y literatura eslavas y conseguí las máximas calificaciones. El ruso fluía como un dulce néctar: mi acento era tan bueno que a veces me confundían con una nativa. Dedicaba mucho tiempo a adquirir experiencia: cuanto más mejoraba, más disfrutaba de lo que estaba haciendo. Y cuanto mejor me lo pasaba, más tiempo le dedicaba. Mi éxito reforzaba mi deseo de practicar, y eso contribuía a un mayor éxito.

Pero por las circunstancias más improbables que pudiera haber imaginado, acabé encontrándome en un destino militar como segunda lugarteniente en el Cuerpo de Señales del Ejército de Estados Unidos. De repente se suponía que debía convertirme en una experta en comunicaciones por radio y por cable, y en sistemas de conmutación telefónica. ¡Vaya cambio! Pasé de estar en la cima del mundo —una experta lingüista—, con mi destino en mis manos, a lanzarme a un nuevo mundo tecnológico donde estaba tan desvalida como un cordero.

¡Glups!

Me obligaron a apuntarme a clases de electrónica con mucho contenido matemático (quedé la última de la clase), y después tuve que ir a la República Federal de Alemania, donde me convertí en una mediocre jefe de pelotón de comunicaciones. Veía que los oficiales y cadetes que eran técnicamente competentes estaban muy solicitados. Tenían una habilidad de primer orden para resolver problemas, y su trabajo contribuía a que todos pudieran cumplir su misión.

Reflexioné sobre el progreso de mi carrera y me di cuenta de que había seguido mis pasiones intrínsecas sin estar abierta también a desarrollar otras nuevas. Como consecuencia, y sin darme cuenta, me había encasillado a mí misma. Si me quedaba en el ejército, mis pobres conocimientos técnicos siempre me harían parecer una ciudadana de segunda clase.

Por otro lado, si abandonaba el uniforme, ¿qué podría hacer con un título en lengua y literatura eslavas? No hay muchos puestos de trabajo para lingüistas que saben ruso. Esencialmente, estaría compitiendo para puestos de secretariado con millones de personas que también tenían títulos de humanidades. Algún purista podría aducir que había destacado en mis estudios y en mi carrera militar, por lo que podría encontrar un trabajo mucho mejor. Pero ese purista estaría ignorando lo duro que a veces puede ser el mercado de trabajo.

Afortunadamente, había otra opción inusual. Una de las grandes ventajas de mi paso por el ejército era que tenía derecho a apoyos para financiar los costes de futuros estudios. ¿Y si usara dicho apoyo para hacer lo impensable e intentar reaprender por mí misma? ¿Podría reconfigurar mi cerebro para dejar de odiar las mates y empezar a amarlas? ¿Podría pasar de tecnófoba a tecnófila?

Nunca había oído hablar de nadie que hubiera hecho algo parecido anteriormente, ni por supuesto con unas aversiones tan profundas como las mías. No podía haber nada más ajeno a mi personalidad que dominar las matemáticas y las ciencias. Pero mis colegas en el ejército me habían demostrado las ventajas concretas de tener ese dominio.

Se convirtió en un reto: un desafío irresistible.

Decidí reeducar mi cerebro.

No fue fácil. Los primeros semestres estuvieron llenos de terribles frustraciones. Me sentía como si llevara los ojos vendados. Los jóvenes estudiantes que me rodeaban parecían tener un gancho natural para las soluciones, mientras que yo me daba contra las paredes.

Pero empecé a ponerme al día. Parte de mi problema original, según descubrí, era que mis esfuerzos empujaban en la dirección equivocada, como intentar levantar un tronco cuando estás encima de él. Empecé a aprender pequeños trucos acerca no solo de cómo estudiar, sino también cuándo dejarlo. Me di cuenta de que interiorizar ciertos conceptos y técnicas podía ser una poderosa herramienta. También aprendí a no hacer demasiadas cosas a la vez, tomándome tiempo de sobras para practicar incluso si ello significaba que mis compañeros de clase terminaran los estudios antes que yo, pues no estaba asistiendo a tantos cursos por semestre como ellos.

A medida que, gradualmente, aprendía a aprender matemáticas y ciencias, las cosas se volvieron más fáciles. Sorprendentemente, igual que con el estudio de la lengua, cuanto más mejoraba, más disfrutaba de lo que estaba haciendo. De antigua Reina de los Confundidos por las mates, pasé a obtener un diploma en Ingeniería Eléctrica y luego un máster en Ingeniería Eléctrica e Informática. Finalmente, conseguí un doctorado en Ingeniería de Sistemas, con un amplio trasfondo que incluía termodinámica, electromagnetismo, acústica y química física. Cuanto más alto llegaba, mejor se me daba. En mis estudios de doctorado sacaba notas excelentes en un suspiro. (Bueno, quizá no tan rápidamente. Las buenas calificaciones todavía costaban trabajo, pero lo que tenía que hacer estaba claro.)

Ahora, como profesora de ingeniería, he adquirido un interés en el funcionamiento interno del cerebro. Mi curiosidad creció de manera natural a partir del hecho de que la ingeniería es fundamental para obtener las imágenes médicas que nos permiten indagar en el funcionamiento del cerebro. Ahora veo más claro cómo y por qué fui capaz de cambiar el mío. También comprendo cómo puedo ayudarte a ti a aprender de una manera más efectiva sin la frustración ni los forcejeos que experimenté yo.1 Y como investigadora cuyo trabajo combina la ingeniería, las ciencias sociales y las humanidades, también soy consciente de la creatividad esencial subyacente no solo al arte y a la literatura, sino también a las matemáticas y a las ciencias.

Si crees que no tienes (todavía) un talento natural para ellas, puedes sorprenderte al saber que el cerebro está diseñado para hacer extraordinarios cálculos mentales. Los hacemos cada vez que cogemos una pelota al vuelo, movemos nuestro cuerpo al ritmo de una canción o maniobramos con el coche para sortear un bache. Hacemos cálculos complejos a menudo, resolviendo ecuaciones difíciles inconscientemente, sin darnos cuenta de que a veces ya sabemos la solución mientras nos abrimos paso lentamente hacia ella.2 De hecho, todos tenemos un sentido natural para las matemáticas y las ciencias. Básicamente, solo necesitamos dominar la terminología y la cultura propias de dichas disciplinas.

Durante la escritura de este libro, me he puesto en contacto con centenares de los mejores profesores del mundo de matemáticas, física, química, biología e ingeniería, así como pedagogía, psicología, neurociencia y disciplinas profesionales como la dirección de empresas y las ciencias de la salud. Fue sorprendente oír cuán a menudo esos expertos a nivel mundial habían usado precisamente los enfoques descritos aquí cuando ellos mismos estaban aprendiendo sus disciplinas. Dichas técnicas también eran las que recomendaban a sus alumnos, pero como esos métodos a veces parecen contrarios a la intuición, e incluso irracionales, a menudo los enseñantes han tenido dificultades para transmitir lo simples que son en realidad. De hecho, como algunos de esos métodos de aprendizaje y enseñanza son menospreciados por el común de los docentes, los profesores superestrella a veces me explicaban sus secretos con embarazo, sin saber que otros grandes enseñantes compartían enfoques parecidos. Al tener varias de estas provechosas revelaciones reunidas en un mismo lugar, tú también puedes aprender y aplicar fácilmente técnicas inspiradas en parte por los «mejores entre los mejores» profesores. Dichos procedimientos son especialmente valiosos para ayudarte a adquirir conocimientos de una forma más profunda y efectiva en períodos de tiempo limitados. También podrás recibir inspiración de otros aprendices y estudiantes, personas con condicionantes y planteamientos parecidos a los tuyos.

Recuerda, este libro es tanto para los expertos en matemáticas como para quienes las detestan. Fue escrito para facilitarte el aprendizaje de las mates y las ciencias, sin tener en cuenta las notas que tuviste en esas materias, ni lo bien o mal que se te daban. Su finalidad es desvelar tus procesos de pensamiento para que puedas entender cómo aprende tu mente, y también cómo a veces el cerebro te engaña para hacerte creer que estás aprendiendo, cuando en realidad no es así. El libro también incluye gran cantidad de ejercicios para desarrollar habilidades que puedes aplicar directamente a tus estudios actuales. Si ya eres bueno con los números, los consejos de este libro pueden ayudarte a ser mejor. Aumentarán tu disfrute, tu creatividad y tu elegancia al resolver ecuaciones.

Si estás simplemente convencido de que no tienes talento para las ciencias, este libro puede hacerte cambiar de opinión. Puede parecerte difícil de creer, pero hay esperanza. Cuando sigas consejos concretos basados en cómo aprendemos realmente, quedarás sorprendido al ver los cambios en tu interior, cambios que pueden despertar nuevas pasiones.

Lo que descubrirás te ayudará a ser más efectivo y creativo, no solo en mates y ciencias, sino en casi cualquier cosa que hagas.

¡Empecemos!

Abre tu mente a los números

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