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«DEJAD QUE EL ÚLTIMO HOMBRE DE LA DERECHA ROCE EL CANAL CON SU MANGA»

El conde Alfred von Schlieffen, el jefe del Estado Mayor alemán de 1891 a 1906, se había educado, como todos los oficiales alemanes, en el precepto de Clausewitz: «El corazón de Francia está situado entre Bruselas y París».1 Éste era un axioma difícil de cumplir, pues la ruta hacia la que señalaba quedaba obstaculizada por la neutralidad belga, que Alemania, al igual que las otras cuatro grandes potencias europeas, había garantizado a perpetuidad. En la firme creencia de que la guerra era inevitable y de que Alemania había de entrar en la misma en las condiciones más óptimas para asegurarse el éxito, Schlieffen decidió que el problema belga desapareciera para Alemania. De las dos clases de oficiales prusianos, los dotados de un cuello de toro y los gráciles como gacelas, pertenecía a la segunda. Con su monóculo y sus modales reservados, frío y calculador, se concentraba de tal modo en su profesión que, cuando en cierta ocasión un ayudante de campo, después de una cabalgada durante toda la noche por la Prusia oriental, le llamó la atención sobre la belleza del río Pregel, reluciente a la luz del sol que salía por el horizonte, el general echó una rápida y dura mirada al río y replicó: «Un obstáculo sin importancia».2 Y lo mismo decidió con respecto a la neutralidad belga.

Una Bélgica neutral e independiente fue creación inglesa, o, mejor dicho, del ministro inglés de Asuntos Exteriores, lord Palmerston. La costa belga fue frontera para Inglaterra. En tierra belga, Wellington derrotó a la más grande amenaza contra Inglaterra desde los tiempos de la Armada Invencible. Por consiguiente, Inglaterra, desde aquel momento, decidió transformar aquella franja de terreno abierto y fácilmente transitable en una zona neutral, y después del Congreso de Viena convino con las demás potencias adscribirla al reino de los Países Bajos. Disgustados por la unión con una potencia protestante, dominados por la fiebre del nacionalismo del siglo XIX, los belgas se revolucionaron en el año 1830. Los holandeses lucharon por conservar las provincias; los franceses, ansiosos de reabsorber lo que ya habían poseído en otros tiempos, intervinieron en la contienda, mientras que los Estados autocráticos, Rusia, Prusia y Austria, que trataban de mantener en Europa el statu quo acordado en Viena, estaban dispuestos a abrir fuego a la primera señal de levantamiento, fuese donde fuese.

Lord Palmerston logró engañarlos a todos. Sabía que aquella provincia podía ser una eterna tentación, tanto para un vecino como para el otro, y que sólo una nación independiente decidida a conservar su propia integridad podría sobrevivir como zona segura. Después de nueve años de luchas, de tiras y aflojas, de mandar zarpar a la Marina inglesa cuando así lo creía conveniente, logró que fuera firmado un tratado internacional garantizando Bélgica «como un Estado independiente y perpetuamente neutral». Este tratado fue firmado en el año 1909 por Inglaterra, Francia, Rusia, Prusia y Austria.

Ya desde el año 1892, cuando Francia y Rusia firmaron la alianza militar, se hizo evidente que cuatro de las cinco naciones firmantes del tratado de Bélgica se verían comprometidas de un modo automático, dos contra dos, en la guerra que había de planear Schlieffen. Europa era un montón de espadas y resultaba completamente imposible sacar una sin poner en movimiento las demás. De acuerdo con la alianza germano-austríaca, Alemania estaba obligada a ayudar a Austria en el caso de un conflicto con Rusia, y según las cláusulas de la alianza entre Francia y Rusia ambas estaban obligadas a marchar sobre Alemania si una de las dos se veía embarcada en una «guerra defensiva» contra aquella nación. Esta disposición hacía inevitable que, en cualquiera de las guerras en las que se viera comprometida Alemania, tuviera que luchar en dos frentes tanto contra Rusia como contra Francia.

No se conocía aún el papel que podía desempeñar Inglaterra. Podía permanecer neutral, o si se hacía necesario, entrar en la guerra en contra de Alemania. No era un secreto para nadie que la causa podía serlo Bélgica. Durante la Guerra Franco-prusiana, cuando en el año 1870 Alemania era todavía una potencia en ascenso, Bismarck había tenido la suerte de reafirmar, a una insinuación de Inglaterra, la inviolabilidad belga. Gladstone había conseguido la firma de un tratado por ambos bandos en el sentido de que si alguien violaba la neutralidad belga, Inglaterra cooperaría con el otro a fin de defender Bélgica, aunque sin comprometerse en las operaciones generales de una guerra. Aun cuando esta fórmula de Gladstone hubiese sido difícil de llevar a la práctica, los alemanes no tenían motivo alguno para creer que en el año 1914 los ingleses la tomarían menos en serio que en el año 1870. Schlieffen, sin embargo, decidió que en el caso de guerra, había que atacar Francia atravesando Bélgica.

Sus razones eran una «necesidad militar». En una guerra de dos frentes, escribió, todas las fuerzas de Alemania habían de ser arrojadas contra un enemigo, el más fuerte, el más poderoso, el enemigo más peligroso, y éste era, única y exclusivamente, Francia.3 El plan que Schlieffen completó hacia el año 1906, el año en que presentó la dimisión, preveía seis semanas y siete octavos de las fuerzas alemanas para aniquilar Francia, mientras que una octava parte había de mantener el frente del Este contra Rusia hasta que el grueso del ejército pudiera ser destinado a combatir al segundo enemigo.4 Se decidió, en primera instancia, por Francia, dado que Rusia podía evitar una rápida victoria retirándose al interior de su inmenso país, obligando a Alemania a una campaña interminable, como había sido en el caso de Napoleón. Francia estaba mucho más cerca y era más fácil de movilizar. Los ejércitos alemán y francés sólo necesitaban dos semanas para una completa movilización antes de poder lanzar un ataque de importancia al decimoquinto día. Rusia, según la aritmética alemana, debido a sus vastas distancias, su deficiente red ferroviaria y su gran número de soldados, tardaría seis semanas antes de poder lanzar una ofensiva de mayor escala, y, para entonces, Francia ya podría haber sido derrotada.

El riesgo de dejar que la Prusia oriental, el corazón de los junkers y de los Hohenzollern, sólo fuera defendida por nueve divisiones, era difícil de aceptar, pero ya Federico el Grande dijo: «Es preferible perder una provincia que desperdigar las fuerzas por medio de las cuales queremos alcanzar la victoria».5 Y nada conforta tanto a la mente militar como la máxima de un gran, aunque difunto, general. Sólo lanzando el mayor número de fuerzas contra el oeste podía invadirse Francia en un plazo de tiempo relativamente breve. Solamente por medio de la estrategia del envolvimiento, usando Bélgica como ruta de paso, podían los ejércitos alemanes, según opinaba Schlieffen, atacar con éxito a Francia. Sus razonamientos, desde el punto de vista puramente militar, parecían no entrañar ningún error.

Los ejércitos habían aumentado de entre doscientos y trescientos mil hombres en el año 1870 a casi un millón y medio, y requerían ahora mucho más espacio para maniobrar. Las fortalezas francesas, construidas a lo largo de las fronteras de Alsacia y Lorena a partir del año 1870, impedían que Alemania pudiera lanzar un ataque frontal a través de la frontera común. Sólo dando un rodeo podían los franceses ser sorprendidos por la espalda y ser destruidos. Pero a ambos extremos de las líneas francesas estaban situados países neutrales: Suiza y Bélgica. No había espacio suficiente, para las inmensas fuerzas alemanas, para rodear a los franceses dentro del propio territorio de Francia. Los alemanes lo habían hecho en el año 1870, cuando los dos ejércitos habían sido más reducidos, pero ahora se trataba de maniobrar con un ejército de millones y rodear a otro ejército de millones. El espacio, las carreteras y los ferrocarriles eran elementos esenciales y éstos se encontraban en Flandes. En Bélgica había espacio suficiente para la maniobra de envolvimiento, que era la fórmula recomendada por Schlieffen para alcanzar el éxito, así como también el medio para evitar un ataque frontal, que era su fórmula de la derrota.

Clausewitz, el oráculo del pensamiento militar alemán, había concebido una rápida victoria por medio de una «batalla decisiva» como primer objetivo de una guerra ofensiva. La ocupación del territorio enemigo y obtener el control sobre sus fuentes de producción eran aspectos secundarios de la cuestión. Lo esencial era obtener, lo más rápidamente posible, esta victoria decisiva en el campo de batalla. El tiempo era el factor clave. Lo que más temía Clausewitz era una «reducción gradual» del enemigo o una guerra de posiciones. Escribió durante la década de Waterloo y sus obras se adoptaron como la biblia de la estrategia desde el mismo momento de su publicación.

Para alcanzar una victoria decisiva, Schlieffen preparó una estrategia derivada de Aníbal y de la Batalla de Cannae. El general que ahora imitaba Schlieffen había muerto hacía muchos años. Dos mil años habían transcurrido desde el clásico doble envolvimiento de Aníbal a los romanos, en Cannae. La artillería y las ametralladoras habían reemplazado al arco y la flecha, pero Schlieffen escribió: «Los principios de la estrategia no han cambiado, sin embargo. El frente del enemigo no es el objetivo. Lo esencial es hundir sus flancos [...] y completar el exterminio atacándole por la espalda».6 Según Schlieffen, el envolvimiento se convertía en lo esencial y el ataque frontal, en un anatema del Estado Mayor alemán.

El primer plan de Schlieffen, en el que ya se incluía la violación de Bélgica, fue formulado en el año 1889. Estaba previsto marchar a través del extremo de Bélgica, al este del Mosa. Incrementado a cada año que pasaba, en el año 1905 se había convertido en un gran movimiento envolvente del ala derecha en el que los ejércitos alemanes cruzarían Bélgica desde Lieja a Bruselas antes de girar hacia el sur, en donde encontrarían grandes facilidades en los territorios abiertos de Flandes, para continuar desde allí contra Francia. Todo dependía de una rápida decisión contra Francia, pero incluso el largo rodeo a través de Flandes sería más rápido que poner cerco a la línea de fortalezas al otro lado de la frontera común.

Schlieffen no contaba con suficientes divisiones para efectuar un doble envolvimiento de Francia a lo Cannae, y por este motivo preparó un ala derecha muy poderosa que cruzara todo el territorio belga a ambos lados del Mosa, se desperdigara por todo el país como un monstruoso rastrillo, cruzara la frontera franco-belga en toda su longitud y descendiera sobre París a lo largo del valle del Oise. La masa alemana se infiltraría entre la capital y los ejércitos franceses, que se verían obligados a retroceder para hacer frente a la amenaza alemana, y serían atacados, lejos de sus zonas fortificadas, en una batalla de aniquilamiento decisiva. Lo esencial para este plan era un ala alemana deliberadamente débil en el frente de Alsacia-Lorena, que tentaría a los franceses a avanzar en esta zona, metiéndose en una «bolsa» entre Metz y los Vosgos. Se confiaba en que los franceses, en su intento de liberar las provincias perdidas, atacarían en aquel frente, y mejor para los planes alemanes si los franceses actuaban en este sentido. Podrían ser entonces contenidos en la bolsa por el ala izquierda alemana, mientras que la victoria principal se alcanzaba en la retaguardia. En lo más íntimo de Schlieffen vibraba siempre la esperanza de que, una vez planeada la batalla en este sentido, pudiera ser organizado un contraataque del ala izquierda con el fin de conseguir un auténtico doble envolvimiento..., el «colosal Cannae» de sus sueños. Aunque prestara toda su atención al ala derecha, no por ello abandonaba la gran ambición de este sueño. Pero el ala izquierda y sus posibilidades habían de tentar a sus sucesores.

Por lo tanto, los alemanes tenían que penetrar en Bélgica. La batalla decisiva preveía un envolvimiento, y éste hacía necesario el uso del territorio belga. El Estado Mayor alemán dijo que se trataba de una «necesidad» militar, y el káiser y el canciller lo aceptaron con más o menos ecuanimidad, sin pensar si era aconsejable. Si era conveniente en vista del probable efecto sobre la opinión pública mundial, sobre todo en los países neutrales, quedaba postergado a un segundo término. Lo único que valía, en opinión de los alemanes, era que parecía ser necesario para el triunfo de las armas alemanas. El pueblo prusiano se había educado desde 1870 en la creencia de que las armas y la guerra eran la única fuente de la grandeza alemana. El mariscal de campo Von der Goltz les había dicho en su libro La nación en armas que «nosotros hemos ganado nuestras posiciones por el filo de nuestras espadas y no por la agudeza de nuestra mente».7 Y de esto se desprendía, fácil y claramente, la decisión de violar la neutralidad belga.

Los griegos decían que el carácter es destino. Cien años de filosofía alemana contribuyeron a hacer que esta decisión que entrañaba la semilla de la autodestrucción esperara el momento de ser llevada a la práctica. La voz era la de Schlieffen, pero la mano era la de Fichte, que veía al pueblo alemán elegido por la Providencia para ocupar el lugar supremo en la historia del Universo, y de Hegel, que lo veía dirigiendo el mundo a un glorioso destino de apasionante Kultur, de Nietzsche, que les decía que el superhombre estaba por encima del ámbito vulgar y corriente, y de Treitschke, que consideraba el incremento de poder como la obligación moral más elevada del Estado. Lo que forjó el plan de Schlieffen no era Clausewitz, ni tampoco la Batalla de Cannae, sino el acumulado egoísmo que dominaba al pueblo alemán.

El objetivo, la batalla decisiva, era el producto de las victorias sobre Austria y Francia en 1866 y 1870. Batallas antiguas que, al igual que generales difuntos, mantenían en sus garras a la mente militar, y los alemanes, al igual que los otros pueblos, se preparaban para la última guerra. Lo fiaban todo en la batalla decisiva a la imagen de Aníbal, pero incluso el espíritu de Aníbal hubiera debido recordarle a Schlieffen que, aunque Cartago triunfó en la Batalla de Cannae, Roma ganó la guerra.

El anciano mariscal de campo Moltke previó, en el año 1890, que la próxima guerra duraría siete años... o treinta, puesto que los recursos de un Estado moderno eran tan inmensos que no se consideraría vencido después de una sola derrota y no renunciaría a continuar la lucha.8 Su sobrino, que sucedió a Schlieffen como jefe del Estado Mayor, también tuvo momentos de lucidez en los que veía claramente esta verdad. En un momento de herejía hacia Clausewitz, le dijo al káiser, en el año 1906: «Será una guerra nacional que no estará limitada a una batalla decisiva, sino que será una larga y dura lucha contra una nación que no se rendirá hasta que todas sus fuerzas se agoten, una guerra que agotará a nuestro propio pueblo incluso en el caso de que obtengamos la victoria».9 Sin embargo, iba en contra de la naturaleza humana, y de la naturaleza del Estado Mayor, seguir la lógica de sus propias profecías. Amorfa y sin límites, una guerra de larga duración no podía ser científicamente concebida, a diferencia de la ortodoxa y sencilla solución de una batalla decisiva y una guerra corta. El joven Moltke ya era jefe del Estado Mayor cuando hizo su profecía, pero ni él ni sus compañeros, ni el Estado Mayor de ningún otro país, han hecho nunca planes para una guerra de larga duración. Además de los dos Moltke, el primero muerto ya y el segundo muy poco firme en sus convicciones, algunos estrategas militares en otros países preveían la posibilidad de una guerra prolongada, pero todos ellos preferían creer, al igual que los banqueros e industriales, que, debido a la desarticulación de la vida económica, una guerra general europea no podía durar más de tres o cuatro meses. Una constante entre los elementos del año 1914, como de cualquier otra época, era la disposición de todo el mundo, en todos los bandos, a que no era prudente prepararse para una alternativa más dura, ni tampoco actuar en contra de aquellos que consideraban verídicos.

Después de haberse inclinado por la estrategia de la «batalla decisiva», Schlieffen ligó el destino de Alemania a la misma. Confiaba en que Francia invadiría Bélgica tan pronto como el despliegue de Alemania en la frontera belga revelara su estrategia, y, por lo tanto, planeaba que Alemania lo hiciera primero y más rápidamente. «La neutralidad belga ha de ser rota por uno de los dos bandos—decía su tesis—. El que llegue primero allí y ocupe Bruselas e imponga una leva militar de unos 1.000 millones de francos, obtendrá la supremacía».10

La posibilidad de financiar la guerra a costa del enemigo en lugar de hacerlo por propia cuenta era un objetivo secundario expuesto por Clausewitz. El tercero era ganarse a la opinión pública, lo que se consigue «alcanzando grandes victorias y ocupando la capital del enemigo, lo que contribuye a poner fin a la resistencia».11 Sabía muy bien que los éxitos materiales ayudan a conquistar la opinión pública, así como que el fracaso moral la puede perder.

Era éste un peligro que Francia nunca perdió de vista y que le condujo a la conclusión opuesta a la de Schlieffen. Bélgica representaba también para Francia la senda de ataque, no a través de las Ardenas, sino a través de Flandes, aunque su plan de campaña prohibía a sus ejércitos seguirlo hasta después de haber sido los alemanes los primeros en violar el territorio belga. Para ellos, la lógica del caso resultaba evidente: Bélgica era una ruta abierta en ambas direcciones: si era Alemania o Francia quien había de hacer uso de la misma, dependía de cuál de las dos lo deseara más ardientemente. Tal como expuso un general francés: «El de los dos que desee más la guerra, no podrá hacer otra cosa que violar la neutralidad belga».12

Schlieffen y sus colegas no creían que Bélgica luchara y añadiera sus seis divisiones a las fuerzas francesas. Cuando el canciller Bülow, al discutir el problema con Schlieffen en 1904, le recordó la advertencia de Bismarck de que iba en contra del «sentido común» añadir otro enemigo a los que ya luchaban contra Alemania, Schlieffen se ajustó repetidas veces el monóculo a su ojo, tal como era su costumbre, y dijo: «Desde luego. No nos hemos vuelto más estúpidos desde entonces». Y añadió que Bélgica no resistiría con las armas y que se limitaría a una protesta.13

La confianza alemana se basaba en la conocida actitud de Leopoldo II, que era rey de los belgas en tiempos de Schlieffen. Alto e impresionante, con su barba negra y su aureola, compuesta de amantes, dinero, crueldades en el Congo y otros escándalos, Leopoldo era, en opinión del emperador Francisco José de Austria, «un hombre malo de pies a cabeza».14 Había pocos hombres que merecieran esta descripción, solía comentar el emperador, pero el rey de los belgas era uno de ellos. Y dado que Leopoldo era avaro, entre otros vicios, el káiser suponía que la avaricia se impondría al sentido común, y concebía el plan muy astuto de ganarse a Leopoldo para una alianza ofreciéndole territorio francés. Generalmente, cuando el káiser planeaba algo que deseaba llevar a la práctica sin pérdida de tiempo, se encontraba luego, con gran disgusto y asombro por su parte, con que tal proyecto no era realizable. En 1904 invitó a Leopoldo a que le visitara en Berlín, le habló «con la mayor amabilidad de este mundo» sobre sus orgullosos antepasados, los duques de Borgoña, y le ofreció crear de nuevo el viejo ducado de Borgoña con las tierras de Artois, Flandes y las Ardenas francesas. Leopoldo se lo quedó mirando «boquiabierto», y luego, tratando de tomarlo todo en broma, le recordó al káiser que eran muchas las cosas que habían cambiado desde el siglo XV. Sea como fuere, dijo, ni sus ministros ni su Parlamento tomarían nunca en consideración tal sugerencia.15

Fue un terrible error dar esta respuesta, puesto que el káiser se dejó dominar por uno de sus ataques de ira y reprochó al rey que pusiera el Parlamento y a sus ministros por encima de la voluntad de Dios, con el cual a veces se identificaba el káiser.

—Le he dicho que no se trata de un juego—informó posteriormente el káiser a su canciller Bülow—. Aquel que en el caso de una guerra europea no esté conmigo, estará contra mí. Soy un soldado, educado en la escuela de Napoleón y Federico el Grande, que habían comenzado sus guerras intimidando a sus enemigos, y lo mismo haré en el caso de que Bélgica no se ponga de mi lado, pues me guiaré única y exclusivamente por razones estratégicas.

Una vez expuesto claramente este modo de pensar, la primera explícita amenaza de romper el tratado confundió y desconcertó al rey Leopoldo. Se dirigió a la estación cabizbajo, mirando de reojo a su ayudante de campo como si hubiera sufrido un grave ataque.

Aunque fallara el plan del káiser, se confiaba todavía en que Leopoldo vendería la neutralidad belga por una bolsa de dos millones de libras esterlinas.16 Cuando un oficial del Servicio de Información francés, al que le comunicó la cifra un oficial alemán después de la guerra, expresó su sorpresa ante tamaña generosidad, le recordó que los «franceses habían de pagar esta cantidad».17 Incluso cuando Leopoldo fue sucedido en 1909 por su sobrino el rey Alberto, el sucesor de Schlieffen confiaba todavía en que la resistencia de Bélgica sería una simple formalidad. Por ejemplo, según sugirió un diplomático alemán en el año 1911, se limitaría a «una presencia de las fuerzas belgas a lo largo de la ruta que pudieran seguir las fuerzas alemanas».18

Schlieffen contaba con treinta y cuatro divisiones para ocupar las carreteras a través de Bélgica, destinando seis divisiones para el caso de que Bélgica, a pesar de que los alemanes no creyeran un solo momento en ello, pudiera ofrecer resistencia. Los alemanes tenían el máximo interés en que los belgas no ofrecieran la menor resistencia, puesto que esto significaba la destrucción de las vías de ferrocarril y de los puentes, y, por lo tanto, la alteración de los planes alemanes, aquel esquema tan rígido al que el Estado Mayor alemán se aferraba tan firmemente. La conformidad belga, por otro lado, evitaría la necesidad de distraer divisiones para cercar las fortalezas belgas, y al mismo tiempo impediría toda desaprobación pública del acto alemán. Con el fin de persuadir a Bélgica contra una inútil resistencia, Schlieffen previó que debía ser advertida, antes de la invasión, con un ultimátum que la requiriera a «entregar todas las fortalezas, ferrocarriles y tropas»19 o a enfrentarse al bombardeo de sus ciudades fortificadas. Si era necesario la artillería pesada convertiría esta amenaza en una cruda realidad. La artillería pesada, escribía Schlieffen en 1912, sería muy necesaria en el curso de la campaña. «La gran ciudad industrial de Lila, por ejemplo, ofrece un blanco excelente para el bombardeo».20

Schlieffen deseaba que su ala derecha llegara hasta Lila con el fin de que el envolvimiento de Francia fuera completo. «Cuando entremos en Francia, dejemos que nuestro último hombre de la derecha roce el Canal con su manga»,21 escribió. Además, contando con la beligerancia inglesa, deseaba que el Cuerpo Expedicionario inglés fuera barrido al mismo tiempo que las tropas francesas.22 Daba mayor valor al potencial bloqueo realizado por el poder naval inglés que al ejército británico y, por lo tanto, estaba decidido a obtener una rápida victoria sobre las fuerzas terrestres francesas e inglesas antes de que las consecuencias económicas de la entrada de Inglaterra en la guerra pudieran hacerse notar. Con este motivo, tenía que cargar todos sus efectivos en el ala derecha. Y había de ser un ala muy potente, puesto que la densidad de soldados por milla decidía el territorio que podía ser cubierto.

Haciendo uso solamente del ejército en activo no contaba con divisiones suficientes para hacer frente en el este a un eventual avance ruso y alcanzar la superioridad numérica sobre Francia, que él necesitaba para una rápida victoria. Su solución era tan sencilla como revolucionaria. Necesitaba unidades de reserva en el frente.23 De acuerdo con las teorías militares que dominaban entonces, solamente los hombres jóvenes estaban en condiciones de una lucha activa; los reservistas que habían prestado el servicio militar obligatorio y que habían regresado a la vida civil eran considerados demasiado débiles para ser enviados al frente de combate. Con la excepción de los hombres menores de veintiséis años que eran destinados a las unidades activas, los reservistas formaron unidades por su propia cuenta para actuar como tropas de ocupación y en otros destinos de la retaguardia. Schlieffen cambió toda esta disposición. Añadió otras veinte divisiones de la reserva, el número cambiaba según el año del plan, a la orden de marcha de las cincuenta o más divisiones en activo. Gracias al aumento de estas divisiones, confiaba en que el envolvimiento sería lo más efectivo y rápido posible.

Después de pasar a la situación de retiro en el año 1906, dedicó el resto de sus años a escribir sobre Cannae, mejorando su plan, redactando informes que sirvieran de guía a sus sucesores, y murió a la edad de ochenta años en 1913, murmurando en su lecho de muerte: «Ha de haber lucha. Lo que hemos de procurar es que el ala derecha sea fuerte».24

Su sucesor, el melancólico general Von Moltke, era un pesimista que carecía de la habilidad de Schlieffen para concentrarse en una sola maniobra. Si la consigna de Schlieffen había sido: «Sed osados y atrevidos», la de Moltke era: «No seáis demasiado osados». Estaba preocupado por la debilidad de su ala izquierda contra los franceses y por la debilidad de las fuerzas alemanas que habían de defender la Prusia oriental contra los rusos. Discutió con sus compañeros la conveniencia de una lucha defensiva contra Francia pero rechazó la idea, pues preveía la posibilidad «de una lucha con el enemigo en territorio propio».25

El Estado Mayor manifestó su opinión de que la invasión de Bélgica «estaba justificada»,26 puesto que se trataba de una guerra en que estaba en juego «la defensa y la existencia de Alemania». Fue mantenido en vigor el «Plan Schlieffen», y Moltke se consoló con el pensamiento, tal como dijo en el año 1913, «de que hemos de dejar a un lado todas las acusaciones contra el agresor [...], sólo el éxito justifica la guerra».27 Pero con el fin de andar sobre seguro, a cada año que pasaba, y en contra de las advertencias de Schlieffen, disminuía la potencia del ala derecha en favor del ala izquierda.

Moltke planeaba un ala izquierda alemana de ocho cuerpos, con un total de 320.000 hombres para formar el frente en Alsacia y Lorena, al sur de Metz. El centro de las fuerzas alemanas de once cuerpos con un total de 400.000 hombres había de invadir Francia, atravesando Luxemburgo y las Ardenas. El ala derecha alemana, con un total de 700.000 hombres, había de atacar a través de Bélgica, aniquilar las célebres fortalezas de Lieja y Namur, que defendían el Mosa, y, después de cruzar el río, alcanzar las llanuras.

Las operaciones estaban previstas de antemano, día por día. No se temía que los belgas lucharan, pero en el caso de que lo hicieran, la fuerza del ataque alemán habría de disuadirles rápidamente e instarles a la rendición. El plan preveía que las carreteras a través de Lieja estarían abiertas a las fuerzas alemanas al duodécimo día de la movilización. El último de los fuertes había de ser conquistado el día 14, Bruselas ocupada el día 19, la frontera francesa había de ser cruzada el día 22, el frente entre Thionville y St. Quentin el día 31, y París ocupada con la victoria decisiva alcanzada el día 29.

El plan de batalla había sido previsto de un modo detallado. De acuerdo con el consejo de Clausewitz, según el cual no se podía dejar ningún detalle sin prever, puesto que ello podía conducir al desastre, los alemanes habían previsto cuidadosa y meticulosamente toda posible contingencia. Los oficiales del Estado Mayor alemán, entrenados en las maniobras y en las aulas de las escuelas militares para proporcionar una solución correcta a las circunstancias que se pudieran presentar, tenían que saber hacer frente a todo lo imprevisto.

Mientras se dedicaba el máximo esfuerzo al plan de invasión de Francia, los temores de Moltke frente a Rusia iban cediendo, en tanto que su Estado Mayor aducía, basándose en un cuidadoso estudio de la red ferroviaria rusa, que Rusia no estaría en condiciones de entrar en la guerra antes del año 1916. Y esto era confirmado por los espías alemanes en aquel país, que alegaban que Rusia «cambiaría de gobierno en el año 1916».28

En 1914 dos acontecimientos parecieron dar la razón a Alemania. En abril, Inglaterra había iniciado conversaciones navales con los rusos, y en el mes de junio Alemania había ensanchado el Canal de Kiel, permitiendo un acceso directo de sus nuevos cruceros de combate directamente del mar Báltico al mar del Norte. Cuando se enteró de las conversaciones anglo-rusas, Moltke le dijo en el mes de mayo a su colega austríaco, el conde Conrad von Hötzendorf, que «desde aquel momento, todo aplazamiento disminuirá nuestras posibilidades de éxito». Dos semanas más tarde, el 1 de junio, le dijo al barón Eckhardstein: «Estamos dispuestos, y cuanto antes tanto mejor para nosotros».29

Los cañones de Agosto

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