Читать книгу Los cañones de Agosto - Barbara W. Tuchman - Страница 15
ОглавлениеEL ESTALLIDO
«Alguna locura en los Balcanes—había predicho Bismarck—hará estallar la próxima guerra».1 El asesinato del heredero al trono austríaco, el archiduque Francisco Fernando, por los nacionalistas serbios el 28 de junio de 1914, cumplía esta condición. Austria-Hungría, con la belicosa frivolidad de los viejos imperios, decidió hacer uso de la ocasión para absorber Serbia, tal como anteriormente, en 1909, había absorbido Bosnia y Herzegovina. Rusia, en aquella ocasión, debilitada por la guerra con Japón, se había visto obligada a acceder por un ultimátum alemán seguido de la presencia del káiser en «uniforme de combate» al lado de su aliada, Austria.2 Para vengar aquella humillación, y por el honor de su prestigio como la mayor potencia eslava, Rusia estaba dispuesta ahora a ponerse el uniforme de combate. El 5 de julio, Alemania le garantizó a Austria que podía confiar en su «fiel apoyo» si quería emprender una acción de castigo contra Serbia, aun en el caso de que esta acción la llevara a una guerra con Rusia.3 Ésta fue la señal que puso en movimiento los acontecimientos que se irían desarrollando a partir de aquel momento. El 23 de julio, Austria presentó un ultimátum a Serbia; el 26 de julio rechazaba la respuesta de ésta y, a pesar de que el káiser, que se había puesto mientras tanto muy nervioso, declaró que «no hay razón para ir a la guerra»,4 el 28 de julio declaraba la guerra a Serbia y el 29 de julio bombardeaba Belgrado. Aquel día Rusia movilizó sus tropas a lo largo de su frontera con Austria y el 30 de julio tanto Austria como Rusia ordenaron la movilización general. El 31 de julio Alemania presentaba un ultimátum a Rusia para que desmovilizara sus tropas en el plazo de doce horas e «hiciera una clara declaración en tal sentido».
El espectro de la guerra se erguía en todas las fronteras. Asustados repentinamente, los gobiernos luchaban por aniquilarlo. Pero en vano. Los estados mayores, dominados completamente por sus esquemas, esperaban la señal para ganarle una hora de partida a su oponente. Atemorizados ante las perspectivas que se ofrecían ante ellos, los jefes de Estado, que en última instancia eran los responsables del destino que se cernía sobre sus respectivos países, trataron de dar marcha atrás, pero la fuerza de los hechos los empujaba hacia adelante.