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PRIMERO DE AGOSTO: PARÍS Y LONDRES
Un primer objetivo dominaba la política francesa: entrar en la guerra con Inglaterra como aliada. Para garantizar este factor y permitir a sus amigos en Inglaterra superar su inercia y aversión en el seno de su propio Gabinete, así como en el país, Francia había de establecer, sin ninguna clase de dudas, quién era atacado y quién el que atacaba. El acto físico y moral de la agresión había de ser cargado en la cuenta de Alemania.1 Ésta había de cumplir con su parte, pero con el fin de impedir que una patrulla francesa demasiado excitada o llevada por la impremeditación cruzara la frontera, el gobierno francés dio un paso extraordinariamente osado. El 30 de julio ordenó una retirada de diez kilómetros a lo largo de toda la frontera con Alemania, desde Suiza a Luxemburgo.
El primer ministro, René Viviani, un elocuente orador socialista que se había distinguido principalmente en las cuestiones laborales y sociales, propuso esta retirada. Era un caso curioso en la política francesa, un primer ministro que lo era por primera vez y que ahora incluso había asumido la cartera del Ministerio de Asuntos Exteriores. Apenas hacía seis semanas que había jurado el cargo y acababa de regresar el día anterior, 29 de julio, de una visita oficial en compañía del presidente Poincaré a Rusia. Austria había esperado que Viviani y Poincaré estuvieran en alta mar antes de presentar su ultimátum a Serbia. Al recibir la noticia, el presidente francés y su primer ministro habían cancelado una visita proyectada a Copenhague y habían regresado rápidamente a casa.
En París les dijeron que las tropas de vanguardia alemanas habían ocupado sus posiciones a pocos centenares de metros de la frontera. Todavía no sabían nada referente a las movilizaciones en Rusia y Austria. Todavía se albergaban algunas esperanzas de que la crisis pudiera ser resuelta por medio de negociaciones. Viviani estaba «atemorizado ante la posibilidad de que la guerra pudiera estallar por el encuentro de dos patrullas, por un solo gesto amenazador [...], una fría mirada, una palabra dura, un disparo».2 Por si existía alguna esperanza de solventar la crisis sin ir a la guerra y con el fin de que los frentes quedaran claramente delimitados si se llegaba a este extremo, el Gabinete dio su consentimiento a este repliegue de diez kilómetros.3 En la orden que les fue cablegrafiada a los comandantes del Cuerpo de Ejército, se les decía, «con el fin de garantizar la colaboración de nuestros vecinos ingleses».4 Al mismo tiempo mandaban un telegrama a Inglaterra informándole de la medida que se había adoptado. Este repliegue, en la misma víspera de la invasión, era un riesgo militar calculado y que tomaron, única y exclusivamente, teniendo en cuenta sus consecuencias políticas. Un riesgo «que antes nunca se había tomado en la historia», declaró Viviani, y hubiese podido añadir, como Cyrano: «¡Ah, pero vaya gesto!».
Un repliegue era un amargo movimiento para un comandante en jefe francés educado en la doctrina de la ofensiva y sólo la ofensiva. Hubiese podido destrozar al general Joffre, al igual que la primera experiencia bélica hundió a Moltke, pero el corazón del general Joffre no se partió.
Desde el momento del regreso del presidente y del primer ministro, Joffre había estado solicitando del gobierno la orden de movilización o, al menos, de adoptar los primeros pasos en este sentido: anulación de todos los permisos, pues con motivo de la siega habían obtenido permiso muchos soldados que estaban en filas, y destino de las tropas de cobertura a la frontera.5 Los abrumaba con informaciones que recibía sobre las medidas de premovilización que ya habían adoptado los alemanes. Exigía autoridad ante un recién nombrado gobierno, el décimo en cinco años, y cuyo predecesor sólo había durado tres días. El presente se distinguía principalmente por no incluir a los hombres más fuertes de Francia. Briand, Clemenceau y Caillaux, todos ellos antiguos primeros ministros, estaban en la oposición. Viviani, según declaraba él mismo, se encontraba en un estado de «tensión nerviosa»6 que, según Messimy, que volvía a ocupar el cargo de ministro de la Guerra, «se convirtió en un estado permanente durante todo el mes de agosto».7 El ministro de Marina, el doctor Gauthier, doctor en medicina que había pasado a ocupar aquel cargo cuando un escándalo político había eliminado a su predecesor, estaba tan abrumado por los acontecimientos que «olvidó» mandar unidades de la flota al Canal de la Mancha y fue sustituido instantáneamente por el ministro de Instrucción Pública.8
En el presidente, sin embargo, se combinaban inteligencia, experiencia y fines concretos, aunque no tuviera poder constitucional. Poincaré era un abogado, economista y miembro de la Academia, antiguo ministro de Finanzas que ya había actuado como primer ministro y ministro de Asuntos Exteriores en 1912 y había sido elegido presidente de Francia en enero de 1913. El hombre de carácter necesita autoridad, sobre todo en las horas de crisis, y el poco experimentado gobierno cedió gustosamente. Nacido en Lorena, Poincaré recordaba, cuando tenía diez años de edad, haber presenciado la larga fila de los cascos puntiagudos de los alemanes que desfilaban por Bar-le-duc, su ciudad natal.9 Era acusado por los alemanes de belicoso, sobre todo porque como primer ministro, cuando la crisis de Agadir, había sabido mantenerse muy firme y, en parte, porque como presidente había aprovechado su influencia para hacer aprobar la ley de tres años en contra de la violenta oposición socialista en el año 1913. Esto y sus fríos modales, su falta de gracia y sus ideas fijas contribuían a que no fuera muy popular en su patria. Las elecciones eran contrarias al gobierno, el descontento de los obreros y de los agricultores iba en aumento, julio había sido un mes caluroso, de Serbia llegaban rumores de crisis y la señora Caillaux, que había disparado contra el editor del Figaro, era juzgada por asesinato. Cada día de juicio servía para que salieran a relucir nuevas y desagradables irregularidades en las finanzas, la prensa, los tribunales y el gobierno, por no hablar de la vida privada de Caillaux, lo que en conjunto proporcionó uno de los escándalos más grandes de los últimos tiempos.
Repentinamente, los franceses despertaron y se encontraron a la señora Caillaux en segunda página... y en primera la súbita y terrible noticia de que Francia se enfrentaba a una guerra. En el país políticamente más apasionado y donde nunca terminan las rencillas, vibró desde aquel momento un solo sentimiento. Poincaré y Viviani, a su regreso de Rusia, cruzaron París y oyeron una sola aclamación, repetida una y otra vez: «Vive la France!».10
Joffre le dijo al gobierno que si no daba la orden de concentrar y transportar las tropas de defensa de cinco cuerpos del Ejército y caballería a la frontera, los alemanes entrarían en Francia sin disparar un solo tiro.11 Aceptó la retirada de diez kilómetros de las tropas que ya habían ocupado sus posiciones, no tanto por sumisión al poder civil—Joffre era por naturaleza tan obediente como Julio César—como para dar mayor fuerza a su solicitud en favor de las fuerzas de protección. El gobierno que vacilaba todavía puesto que las propuestas y contrapropuestas que se mandaban por telégrafo podían solventar la crisis, acordó hacerle una concesión «reducida», es decir, sin llamar a los reservistas.
A las cuatro y media del día siguiente, 31 de julio, un banquero amigo de Amsterdam telefoneó a Messimy con la noticia de la Kriegesgefahr alemana, lo que se confirmó una hora después oficialmente desde Berlín. Era ésta «une forme hypocrite de la mobilisation»,12 le dijo Messimy enojado al Gabinete. Su amigo de Amsterdam le había confiado que la guerra era cierta y que Alemania estaba preparada para ir a ella, «desde el emperador al último Fritz». Poco después de recibirse estas noticias, llegaba un telegrama de Paul Cambon, el embajador francés en Londres, informando de que Inglaterra estaba «indecisa».13 Cambon había dedicado cada día de los últimos dieciséis años que llevaba en el cargo a asegurarse el apoyo activo de Inglaterra para cuando llegara el momento, pero ahora se veía obligado a telegrafiar que, al parecer, el gobierno inglés estaba esperando algún nuevo desarrollo en la situación. Hasta aquel momento la disputa «carecía de interés para Gran Bretaña».14
Joffre se presentó con un nuevo informe sobre los movimientos alemanes insistiendo de modo vehemente en que fuera dada la orden de movilización. Le fue permitido mandar todas las tropas de protección, pero nada más, puesto que se acababa de recibir la noticia de un último llamamiento del zar al káiser, que no había de redundar en nada positivo. El gobierno continuaba reunido mientras Messimy se moría de impaciencia, puesto que estaba estipulado que cada ministro hablara cuando le tocara el turno.
A las siete en punto de la tarde el barón Von Schoen, que efectuaba su undécima visita al Ministerio de Asuntos Exteriores francés durante el curso de aquellos siete días, presentaba la demanda alemana para saber qué actitud adoptaría Francia, y dijo que regresaría al día siguiente a la una en punto para recibir una respuesta. El gobierno continuaba reunido discutiendo problemas financieros y la declaración del estado de sitio mientras París esperaba en suspense. Un joven se dejó dominar por la ansiedad, apuntó con una pistola contra el cristal de un café y mató a Jean Jaurès, cuya dirección en el socialismo internacional y en la lucha contra la ley de los tres años le había convertido, a los ojos de los superpatriotas, en el símbolo del pacifismo.
Un ayudante pálido como un cadáver informó a las nueve al Gabinete de la noticia. ¡Jaurès había sido asesinado! La noticia, que entrañaba una posible lucha civil, confundió al gobierno. Barricadas en las calles, levantamientos populares, incluso una revuelta armada se convertían en una amenaza casi real en vísperas de una guerra. Los ministros reanudaron la viva discusión sin acordarse del Carnet B, la lista de los agitadores conocidos, anarquistas, pacifistas y sospechosos de ser espías que eran considerados un peligro para la defensa nacional y que habían de ser arrestados automáticamente el día de la movilización.15 Tanto el prefecto de policía como el antiguo primer ministro Clemenceau habían aconsejado al ministro del Interior, Malvy, que hiciera uso del Carnet B, pero Viviani y otros de sus colegas, con la esperanza de mantener la unidad nacional, eran contrarios a esta forma de proceder. Se mantuvieron firmes. Fueron detenidos algunos extranjeros sospechosos de ser espías, pero ningún francés. Para el caso de levantamientos populares fueron alertadas las tropas aquella noche, pero al día siguiente sólo reinaba un profundo disgusto y un gran silencio. De las 2.051 personas que figuraban en el Carnet B, el 80 por 100 se presentaron como voluntarios para el frente.
A las dos de la madrugada el presidente Poincaré fue despertado en su lecho por el impetuoso embajador ruso, Isvolsky, un antiguo ministro de Asuntos Exteriores superactivo. Muy agitado, deseaba saber lo que pensaba hacer Francia.16
Isvolsky no tenía la menor duda con respecto a Poincaré, pero él y otros estadistas rusos temían que, cuando llegara el momento, el Parlamento francés, que no estaba al corriente de las cláusulas del tratado militar de alianza con Rusia, no lo ratificara. Y estas cláusulas decían de modo específico: «Si Rusia es atacada por Alemania, o por Austria apoyada por Alemania, Francia empleará todas sus Fuerzas Armadas para atacar Alemania». Tan pronto como Alemania o Austria se movilizaran, «Francia y Rusia, sin necesidad de previo y nuevo acuerdo, movilizarán todas sus fuerzas inmediata y simultáneamente y las destinarán, sin pérdida de tiempo, a las fronteras [...]. Estas fuerzas comenzarán a entrar en acción con la mayor rapidez posible para que Alemania tenga que luchar al mismo tiempo tanto en el Este como en el Oeste».17
Estas cláusulas no ofrecían ninguna clase de dudas, pero en 1912 Isvolsky le había preguntado lleno de ansiedad a Poincaré si el Parlamento francés estaría dispuesto a ratificarlas. En Rusia el poder del zar era absoluto, de modo que Francia «podía estar segura de ellos», pero, «en Francia, el gobierno es impotente sin Parlamento. El Parlamento no conoce el texto del año 1892 [...]. ¿Qué garantía tenemos de que vuestro Parlamento acepte las órdenes de su gobierno?». «Si Alemania atacara», le había replicado Poincaré en aquella ocasión, el Parlamento, «sin dudas ni vacilaciones de ninguna clase, acataría las órdenes del gobierno».
En aquellos momentos, en que Isvolsky le había sacado de la cama, Poincaré le aseguró que el Gabinete se reuniría en el curso de las siguientes horas para darle una respuesta. A la misma hora se presentó el agregado militar ruso vestido con su uniforme de diplomático en el dormitorio de Messimy para dirigirle la misma pregunta. Messimy telefoneó al primer ministro Viviani, el cual, aunque agotado por los acontecimientos del día anterior, no se había acostado aún. «¡Dios mío!—exclamó—, esos rusos son más insomnes que bebedores», y muy excitado recomendó: «Du calme, du calme, et ancore du calme!».18
Presionados por los rusos a que se manifestaran y por Joffre a movilizarse, y, sin embargo, obligados a cruzarse de brazos para demostrar a Inglaterra que Francia sólo actuaría en caso de defensa, el gobierno francés no lograba la calma tan necesaria en aquellos momentos. A las ocho en punto de la mañana siguiente, primero de agosto, Joffre llegó al Ministerio de la Guerra, en la Rue St. Dominique, para suplicar a Messimy, «en un tono patético que contrastaba con su calma habitual»,19 que consiguiera del gobierno la orden de movilización. Alegó que las cuatro era la hora tope para que la orden pudiera ser despachada por telégrafo a toda Francia, con el fin de que la movilización pudiera empezar a ser cumplida hacia la medianoche. Se presentó, acompañado por Messimy, ante el gobierno a las nueve de la mañana y dirigió por su propia cuenta un ultimátum: cualquier posible aplazamiento de veinticuatro horas antes de la movilización general significaría una pérdida de quince o veinte kilómetros de territorio, y él no estaba dispuesto a asumir esta responsabilidad en su calidad de comandante en jefe. No le quedaba otro remedio al gobierno que hacer frente a aquella situación. Poincaré estaba a favor de una acción inmediata, mientras que Viviani, que representaba la tradición pacifista, confiaba todavía en que el tiempo proporcionaría una solución. A las once fue llamado al Ministerio de Asuntos Exteriores para hablar con Von Schoen, que, excesivamente ansioso, se había adelantado dos horas para recibir la respuesta a la demanda alemana del día anterior: si Francia permanecería neutral en una guerra ruso-germana. «Mi pregunta está fuera de lugar —dijo el desgraciado embajador—, puesto que sabemos que tienen firmado ustedes un tratado de alianza».
«Évidemment», replicó Viviani, y le dio la respuesta que habían convenido con Poincaré. «Francia actuará de acuerdo con sus intereses».20 Cuando Schoen se hubo marchado, Isvolsky llegó con la noticia del ultimátum alemán a Rusia. Viviani regresó a la reunión del gobierno, que, por fin, aprobó la orden de movilización. La orden fue firmada y entregada a Messimy, pero Viviani, que aún confiaba en que se presentara una inesperada solución en el curso de las próximas horas, insistió en que Messimy se la guardara en el bolsillo hasta las tres y media de la tarde. Al mismo tiempo fue ratificada la orden de retirada de diez kilómetros.21 Messimy habló por teléfono personalmente aquella noche con los comandantes de los cuerpos del Ejército: «Por orden de la República, ninguna unidad del Ejército, ninguna patrulla, ningún reconocimiento, ningún explorador, ningún soldado, en fin, debe cruzar al este de la línea fijada. Todo aquel que no cumpla la orden será llevado ante un tribunal militar». Dirigió una advertencia especial al comandante del XX Cuerpo, el general Foch, puesto que se había recibido un informe fidedigno que decía que un escuadrón de coraceros había sido visto «cara a cara» con un escuadrón de ulanos.22
A las tres y media, tal como se había convenido, el general Ebener, del Estado Mayor de Joffre, acompañado por dos oficiales, llegó al Ministerio de la Guerra para despachar la orden de movilización.23 Messimy le entregó la orden en medio de un silencio sepulcral. «Consciente de las gigantescas e infinitas consecuencias que podían derivar de aquella hoja de papel, los cuatro notamos como se encogían nuestros corazones». Estrechó la mano de cada uno de los tres oficiales, que saludaron y se alejaron rápidamente para cumplimentar la orden.
A las cuatro en punto apareció el primer bando en las paredes de París (en la esquina de la Place de la Concorde y de la Rue Royale, donde aún se conserva bajo cristal). En Armenonville, el lugar de cita del haut-monde, en el Bois de Boulogne, fue suspendido súbitamente el baile cuando el gerente avanzó hacia la orquesta, impuso silencio y anunció: «Ha sido ordenada la movilización. Empezará a medianoche. Interpreten “La Marseillaise”». Las calles de la ciudad ya estaban desiertas de vehículos, que habían sido requisados por el Ministerio de la Guerra. Grupos de reservistas con sus maletas y ramos de flores se encaminaban hacia la Gare de l’Est mientras los transeúntes les saludaban y animaban. Un grupo se detuvo para depositar sus flores a los pies de la estatua envuelta en un manto negro de Estrasburgo, en la Place de la Concorde. La muchedumbre lloraba y gritaba «Vive l’Alsace!», y arrancó el manto negro que había envuelto la estatua desde el año 1870.24 Las orquestas en los restaurantes interpretaban los himnos francés, ruso e inglés. «Es curioso pensar que los están interpretando músicos húngaros», comentó alguien.25 El hecho de oír su himno, interpretado como si se quisiera expresar una esperanza, hacía que los ingleses se sintieran a disgusto, y mucho más aún sir Francis Bertie, el rosado y obeso embajador inglés, que con su chaquetón gris y su sombrero de copa del mismo color, y que se protegía del sol con una sombrilla verde, entraba en el Quai d’Orsay. Sir Francis «se sentía dolorido y avergonzado».26 Mandó que cerraran las verjas de su embajada, puesto que, como escribió: «Aunque hoy griten “Vive l’Angleterre”, mañana puede convertirse en la “Pérfida Albión”».
En Londres este mismo sentimiento vibraba en la habitación en la que el pequeño señor Cambon, con su barba blanca, se enfrentaba con sir Edward Grey. Cuando Grey le dijo que había que esperar algún «nuevo desarrollo», puesto que la disputa entre Rusia, Austria y Alemania no afectaba a los «intereses» de Gran Bretaña, Cambon dejó que un destello de ira se mezclara con su impecable tacto y dignidad probada.
«¿Acaso Inglaterra está dispuesta a esperar hasta que el territorio francés haya sido completamente invadido antes de intervenir?», preguntó, y sugirió que en este caso su ayuda llegaría demasiado tarde.27
Grey se sentía igualmente embarazado, con sus labios firmemente apretados y su nariz romana. Estaba plenamente convencido de que a Inglaterra le interesaba ayudar a Francia, incluso estaba dispuesto a presentar la dimisión28 si su país no cumplía con esta ayuda, pues sabía también que los acontecimientos obligarían a los ingleses a tomar esta decisión, pero en realidad no le podía decir nada oficial a Cambon. Y tampoco era hombre capaz de expresarse de un modo no oficial. Sus modales, que el público inglés, que veía en él la imagen del hombre fuerte y silencioso, apreciaba, como a los de un hombre que les llenaba de confianza, eran considerados por sus colegas extranjeros como «helados».29 Se limitó a decir aquello de lo que ya hablaba todo el mundo, que «la neutralidad belga podía ser un factor». Y esto era lo que Grey, y no sólo él, estaba esperando.
La decisión de Gran Bretaña dependía de una división personal, tanto en el seno del Gabinete como entre los partidos. El Gabinete estaba dividido por un abismo que ya duraba desde la guerra contra los bóers entre los liberales imperialistas representados por Asquith, Grey, Haldane y Churchill y los «pequeños ingleses» representados por todos los demás. Herederos de Gladstone, todos ellos, al igual que su difunto jefe, sospechaban y recelaban de todas las alianzas extranjeras y consideraban que la ayuda a los pueblos oprimidos era la única labor que había de hacerse en política exterior. Tendían a considerar Francia como un país frívolo y les hubiera gustado considerar Alemania como un país industrioso y respetable de no ser por los gestos y rugidos del káiser y los militares pangermanos. No estaban dispuestos a ir a la guerra para ayudar a Francia, pero la interferencia de Bélgica, un «pequeño» país que recababa la protección británica, podía alterar esta situación.
El grupo de Grey en el Gabinete, por otro lado, compartía con los tories una premisa fundamental: que los intereses nacionales ingleses estaban íntimamente unidos a Francia. Este razonamiento queda expresado en las maravillosas y sencillas palabras de Grey: «Si Alemania dominara el continente, sería desagradable tanto para nosotros como para los demás, puesto que nos veríamos aislados».30
En esta frase épica queda compensada toda la política inglesa, y a través de ella se deducía que, si era lanzado el reto, Inglaterra habría de luchar para impedir el resultado «desagradable». Pero Grey no podía hablar sin provocar una división de opiniones en el seno del Gabinete y en el país que sería fatal para cualquier esfuerzo bélico antes de comenzar una guerra.
Gran Bretaña era el único país en Europa que no tenía servicio militar obligatorio, y en caso de guerra debía depender de los voluntarios. Una división del gobierno en el problema de la guerra significaría la formación de un partido pacifista dirigido por los disidentes con un desastroso efecto sobre el reclutamiento. Si el primer objetivo de Francia era entrar en la guerra contando a Inglaterra como aliada, era una primera necesidad para Gran Bretaña entrar en la guerra común con un gobierno unido.
Ésta era la esencia del problema. En las reuniones del Gabinete el grupo que se oponía a la intervención resultó ser muy potente. Su jefe, lord Morley, el viejo amigo y biógrafo de Gladstone, creía contar con «ocho o nueve que están de acuerdo con nosotros» contra la solución que era defendida abiertamente por Churchill con «energía demoníaca» y por Grey con «sorprendente simplicidad». Por las discusiones en el Gabinete era evidente para Morley que la neutralidad de Bélgica era «secundaria respecto a la cuestión de nuestra neutralidad en la lucha entre Alemania y Francia».31 Era también evidente para Grey que sólo la violación de la neutralidad belga convencería al partido de la paz de la amenaza alemana y de la necesidad de ir a la guerra en interés nacional.
El primero de agosto esta división de opiniones era visible en el Gabinete y en el Parlamento. Aquel día, doce de los dieciocho miembros que componían el Gabinete se declararon opuestos a darle a Francia la garantía del apoyo inglés en caso de guerra. Aquella tarde, en el hall de la Cámara de los Comunes, un grupo de diputados liberales votó diecinueve contra cuatro, aunque con muchas abstenciones, a favor de una moción que defendía que Inglaterra permaneciera neutral, «ocurriera lo que ocurriese en Bélgica o en otras partes». Aquella semana Punch publicó «Versos escritos que representan los puntos de vista de un patriota inglés»:
Why should I follow your fighting line
For a matter that’s no concern of mine?
[...]
I shall be asked to a general scrap
All over the European map,
Dragged into somebody else’s war
For that’s what a double entente is for.32
El patriota medio había gastado ya su carga normal de excitación e indignación con la reciente crisis irlandesa. El «Curragh Mutiny» era la señora Caillaux de Inglaterra. Como resultado de la Ley de Autonomía, el Ulster amenazaba con una rebelión armada contra la autonomía para el resto de Irlanda, y las tropas inglesas estacionadas en Curragh se habían negado a luchar contra los leales del Ulster. El general Gough, el comandante de Curragh, había presentado la dimisión, así como todos sus oficiales, lo que indujo a dimitir a sir John French, jefe del Estado Mayor, y provocó la dimisión del coronel John Seely, sucesor de Haldane como secretario de la Guerra. Una conferencia de palacio del rey con los jefes de los partidos no redundó en nada positivo. Lloyd George habló inútilmente «del problema más grave que se ha presentado en este país desde los días de los Estuardo»;33 las palabras «guerra civil» y «rebelión» eran mencionadas públicamente, y una fábrica de armas alemana vendió 40.000 fusiles y un millón de cartuchos al Ulster.34 Mientras tanto, no había secretario de la Guerra y el cargo era ocupado por el primer ministro Asquith, que no podía dedicarle mucho tiempo, además de que tampoco se sentía muy inclinado a hacerlo.
Contaba, sin embargo, con un primer lord del Almirantazgo muy activo. Cuando olía a batalla, Winston Churchill se parecía entonces al caballo de guerra de Job, que no le volvía la espalda a la espada, sino que se «lanzaba al valle y gritaba entre las trompetas». Era el único ministro británico que tenía convencimiento claro de lo que debía hacer Gran Bretaña sin vacilaciones de ninguna clase. El 26 de julio, el día en que Austria rechazó la respuesta serbia y diez días antes de que su propio gobierno tomara una decisión, Churchill redactó una orden crucial.
El 26 de julio la Marina inglesa realizaba maniobras con su tripulación completa, como en caso de guerra, después de haber partido de Portland el 15 de julio. A las siete de la mañana del día siguiente los navíos habían de dispersarse, algunos de ellos destinados a ejercicios en alta mar, otros a los puertos para desembarcar a la tripulación extra que habían cargado y otros a los diques secos para efectuar reparaciones. Aquel domingo, 26 de julio, el primer lord recordó más tarde que había sido un «día extremadamente hermoso», y que cuando se enteró de que Austria ya había tomado una decisión se decidió también él, «con el fin de que la situación diplomática no se adelantara a la situación naval», y, después de consultar con el primer lord del Mar, el príncipe Louis of Battenberg, dio órdenes a la Marina de que no se dispersara.35
Informó a continuación a Grey de lo que había hecho y, con el consentimiento de Grey, entregó la orden del Almirantazgo a los periódicos en la confianza de que la noticia ejercería un «efecto positivo» en Berlín y Viena.
Pero mantener unida a la Marina no era bastante; tenía que ocupar sus posiciones. La misión principal de una Marina, según el almirante Mahan, el Clausewitz de la guerra naval, era ser «una flota en movimiento». En caso de guerra la Marina británica, de la cual dependía la vida de una nación, tenía que asegurar y dominar las principales rutas comerciales de los océanos, proteger a las Islas Británicas contra una posible invasión, defender el Canal de la Mancha y las costas de Francia de acuerdo con el tratado firmado con Francia, estar concentrada con suficiente potencia para ganar cualquier batalla en caso de que la Marina alemana la provocara y, sobre todo, protegerse a sí misma contra aquella nueva y amenazadora arma de potencial desconocido, los torpedos. El miedo a un súbito y declarado ataque con torpedos mantenía aterrorizado al Almirantazgo.
El 28 de julio Churchill dio órdenes a la Marina de dirigirse a su base naval en Scapa Flow, en el mar del Norte. Abandonó el puerto de Portland el 29 y, al anochecer, dieciocho millas de navíos de guerra habían cruzado hacia el norte a través del Paso de Calais. «Un ataque de torpedos por sorpresa—escribió el primer lord—había sido una pesadilla que ya se había esfumado para siempre».
Después de haber preparado la Marina para la acción, Churchill dedicó el resto de su energía y su sentido de la urgencia a preparar el país. Persuadió a Asquith el 29 de julio para que autorizara el telegrama de aviso que era la clave convenida por el Ministerio de la Guerra y el Almirantazgo para iniciar el Período de Precaución. Como carecían de la Kriegesgefahr o del estado de sitio francés que establecía la ley marcial, el Período de Precaución ha sido descrito como un medio «inventado por un genio [...] que permite adoptar ciertas medidas en el ipse dixit del secretario de la Guerra sin consultar antes con el Gabinete [...] cuando el tiempo era el único factor que contaba».36
El tiempo impresionaba al inquieto Churchill, quien, con el temor de que el gobierno liberal se hundiera, hizo un avance hacia su viejo partido, los tories. Una coalición no era del gusto del primer ministro, que se esforzaba en mantener unido su gobierno. Nadie confiaba en que lord Morley, que ya había cumplido setenta y un años, continuara en el gobierno en caso de guerra. Pero no era Morley, sino el mucho más activo y vigoroso canciller de la Tesorería, Lloyd George, la figura clave a quien el gobierno no podía perder, tanto por su probada eficacia en su ministerio como por su influencia sobre los electores. Astuto, ambicioso y dotado de una brillante elocuencia galesa, Lloyd George formaba parte del grupo pacifista, pero podía inclinarse también hacia el otro lado. Había sufrido una reciente baja en la popularidad pública, veía surgir a un nuevo rival en la jefatura del partido en la persona que lord Morley calificaba de «ese espléndido condotiero en el Almirantazgo», y podía, según la opinión de sus colegas, ver una ventaja política en jugar la «carta de la paz» en contra de Churchill. Era una apuesta incierta y peligrosa.37
Asquith, que no tenía la menor intención de dirigir un país dividido a la guerra, continuaba esperando con exasperante paciencia el desarrollo de los acontecimientos, que le pudieran servir para convencer al grupo de la paz. La cuestión, tal como expuso sin pasión de ninguna clase en su diario el 31 de julio, era: «¿Hemos de ir a la guerra o mantenernos apartados? Desde luego todo el mundo desearía no tener que intervenir».38 En una actitud menos pasiva, Grey, durante la reunión del Gabinete del 31 de julio, casi alcanzó su objetivo. Declaró que la política de Alemania era la de un «agresor europeo tan malvado como lo había sido Napoleón» (un nombre que para Inglaterra tenía un solo significado), y añadió que había llegado el momento en que el Gabinete debía tomar una decisión: o apoyar la Entente o conservar la neutralidad. Dijo que si se votaba a favor de la neutralidad él no estaba en condiciones de continuar en el cargo.39 Su amenaza tuvo efectos inmediatos.
«El Gabinete pareció emitir un suspiro de alivio», escribió uno de ellos, y durante unos minutos guardó un «silencio profundo».40 Sus miembros se miraban los unos a los otros dándose cuenta repentinamente de que su existencia como gobierno quedaba en entredicho. Levantaron la sesión sin haber tomado ninguna decisión.
Aquel viernes, víspera de la fiesta bancaria inglesa, la Bolsa había cerrado a las diez de la mañana en medio de una ola de pánico que había comenzado en Nueva York cuando Austria declaró la guerra a Serbia, y que obligaba a cerrar todas las bolsas en Europa. Los banqueros y comerciantes estaban «atónitos—según Lloyd George—, asustados y aterrorizados de que pudiera hundirse todo el sistema de créditos, que tenía su centro en Londres». El gobernador del Banco de Inglaterra llamó el sábado a Lloyd George para decirle que la City «se oponía totalmente a nuestra intervención» en una guerra.41
Aquel mismo viernes fueron llamados a Londres los jefes conservadores, que estaban en el campo, para celebrar una conferencia sobre la crisis.42 Entrevistándose con todos ellos se encontraba Henry Wilson, el corazón, alma, espíritu, columna y piernas de las «conversaciones» militares anglofrancesas. El eufemismo convenido para los planes conjuntos de los estados mayores era el de «conversaciones». La fórmula de «sin compromiso» que había sido establecida originariamente por Haldane, que había provocado una aversión en Campbell-Bannerman, que había sido rechazada por lord Esher, y que Grey había defendido en 1912 en una carta dirigida a Cambon, continuaba representando la posición oficial, aunque fuera un absurdo.
Si, tal como había dicho tan justamente Clausewitz, la guerra es la continuación de la política por otros medios, también lo son los planes de guerra. Los planes de guerra anglo-franceses, perfeccionados durante un período de más de once años, no eran, a pesar de las costumbres deportivas británicas, un juego, ni tampoco un ejercicio de fantasía, ni una práctica sobre el papel para evitar que las mentes militares pudieran fijar su objetivo en otros asuntos más peligrosos. Era una continuación de la política o no era nada. No eran diferentes de los acuerdos de Francia con Rusia o de Alemania con Austria, con la excepción de la ficción legal final de que no «comprometían» a Gran Bretaña a la acción. Los miembros del gobierno y del Parlamento que no estaban de acuerdo con la política cerraban los ojos y se hipnotizaban a sí mismos para creer en la ficción.
El señor Cambon, durante su visita a los jefes de la oposición, después de su penosa entrevista con Grey, dejó a un lado todo tacto diplomático. «Todos nuestros planes han sido acordados en común, nuestros estados mayores se han consultado mutuamente. Ustedes han visto nuestros planes y nuestros preparativos. ¡Fíjense en su Marina! Toda nuestra Marina está concentrada en el Mediterráneo como consecuencia de nuestros convenios con ustedes y nuestras costas están indefensas frente al enemigo. ¡Nos han desarmado ustedes!». Les dijo que si Inglaterra no intervenía en la guerra Francia nunca lo perdonaría, y terminó con una amarga exclamación: «Et l’honneur? Est-ce-que l’Angleterre comprend ce que c’est l’honneur?».43
El honor luce un atavío diferente para distintos ojos, y Grey sabía que había de lucir una túnica belga antes de que el grupo de la paz pudiera ser persuadido. Aquella misma tarde despachó dos telegramas solicitando de los gobiernos francés y alemán una garantía formal de que estaban dispuestos a respetar la neutralidad belga «mientras no fuera violada por ninguna otra potencia».44 Al cabo de una hora de recibirse el telegrama, a última hora de la tarde del 31 de julio, Francia respondió en sentido afirmativo, pero Alemania no contestó.
Al día siguiente, primero de agosto, la cuestión fue planteada ante el Gabinete. Lloyd George trazó con su dedo sobre el mapa lo que él creía sería la ruta alemana a través de Bélgica, la línea más corta hacia París, y dijo que sería «solamente una pequeña violación»,45 dado que sólo afectaría a un extremo del país. Cuando Churchill solicitó autorización para movilizar la Marina, es decir, llamar a filas a todos los reservistas, el Gabinete, después de una «violenta discusión», se la negó. Cuando Grey solicitó autorización para corresponder a las promesas hechas a la Marina francesa, lord Morley, John Burns, el jefe de los sindicatos obreros, sir John Simon, el fiscal general y Lewis Harcourt, el secretario de Colonias, presentaron su dimisión. Fuera del Gabinete circulaban rumores sobre la lucha de última hora entre el káiser y el zar y sobre el ultimátum alemán. Grey abandonó la sala para hablar... y ser malinterpretado por Lichnowsky por teléfono y, sin pretenderlo, ser la causa del profundo malestar del general Moltke. Vio también a Cambon y le dijo que «Francia debe tomar sus propias decisiones en este momento sin contar con una ayuda que nosotros no estamos en condiciones de proporcionarle».46 Y volvió al Gabinete, mientras Cambon, pálido y tembloroso, se dejó caer en una silla en la habitación de su viejo amigo sir Arthur Nicholson, el subsecretario permanente. «Ils vont nous lâcher», dijo.47 Al redactor de The Times que le preguntó lo que pensaba hacer, replicó: «Esperar para saber si hemos de borrar la palabra “honor” del diccionario inglés».
En el Gabinete nadie quería destruir los puentes. Se hablaba de dimisiones, pero nadie las presentaba. Asquith continuaba muy fuerte en su puesto, decía muy poco y esperaba el desarrollo de los acontecimientos mientras el día llegaba a su fin. Aquella noche, Moltke se negó a dirigirse contra el este, la compañía del teniente Feldmann ocupaba Trois Vierges en Luxemburgo, Messimy confirmaba por teléfono el repliegue de diez kilómetros, y en el Almirantazgo el primer lord invitaba a sus amigos de la oposición, entre ellos el futuro lord Beaverbrook y lord Birkenhead. Para hacer algo que alejara la tensión de sus mentes, jugaron al bridge después de la cena. Durante la partida, un correo entró una caja roja, una de las más grandes de las que se usaban para los despachos. Churchill sacó una llave de su bolsillo y la abrió, sacó una sola hoja de papel de la misma y leyó una sola línea: «Alemania ha declarado la guerra a Rusia». Informó a sus invitados, se cambió su esmoquin y salió para ir a cumplir una misión al estilo de un hombre que estaba acostumbrado a enfrentarse con ellas.
Churchill cruzó Horse Guards Parade hacia Downing Street, entró por la puerta del jardín y halló al primer ministro en la primera planta acompañado por Grey, Haldane y lord Crewe, secretario para la India. Les dijo que tenía la intención «de movilizar en el acto a la flota sin esperar la decisión del Gabinete». Asquith no dijo nada, pero en opinión de Churchill dio la sensación de que estaba «contento». Grey, que acompañó a Churchill, le dijo por el camino: «Acabo de hacer algo muy importante. Le he dicho a Cambon que no permitiremos que la flota alemana entre en el Canal de la Mancha». O, por lo menos, esto fue lo que Churchill adivinó de las enigmáticas palabras de Grey. Significaba que la flota estaba comprometida ahora. Si Grey dijo que había dado esta promesa, o si, tal como han intentado adivinar los historiadores desde entonces, pensaba hacerlo al día siguiente, ya no tiene importancia, puesto que meramente confirmaba una decisión que Churchill ya había tomado por su propia cuenta. Regresó al Almirantazgo y «sin pérdida de tiempo dio la orden de movilización».48
Tanto su orden como la promesa de Grey de hacer honor al acuerdo naval con Francia eran contrarios a los sentimientos de la mayoría en el seno del Gabinete. Al día siguiente, el Gabinete debía ratificar estas medidas o dimitir, pero Grey confiaba que llegaría alguna «noticia» desde Bélgica. Al igual que los franceses, esperaba que los alemanes se la proporcionarían.