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EL RODILLO RUSO

El coloso ruso ejercía un embrujo sobre Europa. En el tablero de ajedrez de los planes militares, las dimensiones y el peso de los números representaban su figura mayor. A pesar de su desafortunada actuación en la guerra contra Japón, el pensamiento puesto en el «rodillo» ruso prestaba confianza y valor a Francia y Gran Bretaña, y la amenaza de los eslavos a sus espaldas atemorizaba a los alemanes.1

A pesar de que los defectos del Ejército ruso eran evidentes, aunque había sido el invierno ruso, y no el Ejército, quien había obligado a Napoleón a retirarse de Moscú; aunque habían sido derrotados en su propio territorio por los franceses y los ingleses en Crimea; aunque los turcos, en 1877, los habían vencido en el cerco de Plevna y sólo habían sucumbido luego ante una superioridad abrumadora; aunque los japoneses los habían derrotado en Manchuria, existía, no obstante, un mito de invencibilidad en torno a los rusos. Las salvajes cargas de la caballería cosaca impresionaban de tal modo a las mentes europeas que los dibujantes de los periódicos en agosto de 1914 los reflejaron minuciosamente, a pesar de que nunca habían estado en el frente ruso. Los cosacos y los millones de austeros mujiks dispuestos a morir constituían el núcleo central del Ejército ruso. Y sus números inspiraban respeto: 1.423.000 hombres en tiempos de paz, unos 3.115.000 hombres que podían ser llamados a filas en el momento de la movilización y una reserva de otros 2.000.000, lo que les permitía poder disponer de una fuerza total de 6.500.000 hombres.2

Una masa gigantesca, letárgica al principio, pero que cuando era sacudida a fondo y puesta en movimiento avanzaba inexorablemente hacia delante y, sin tener en cuenta las bajas, proseguía siempre su avance, puesto que siempre había reservas para cubrir los huecos de los que caían. Los esfuerzos del Ejército para suprimir la incompetencia y la corrupción, después de la guerra con Japón, se creía que habían provocado grandes mejoras. «Todo el mundo, en la política francesa, estaba altamente impresionado por la creciente fuerza de Rusia y sus tremendos recursos, así como por su potencial y riqueza», observó sir Edward Grey cuando visitó París en abril de 1914 para negociar el acuerdo naval con los rusos. Y él personalmente compartía esta impresión. «Los recursos rusos son tan enormes que, a la larga, Alemania quedará agotada sin que nosotros tengamos necesidad de ayudar a Rusia», le dijo al presidente Poincaré.3

Para los franceses el éxito del «Plan 17», la marcha irresistible sobre el Rin, había de ser la puesta a punto de su nación y uno de los grandes momentos en la historia de Europa. Para lograr la rotura del frente alemán por su centro, confiaban en que los rusos atraerían parte de las fuerzas alemanas que se les oponían a ellos. El problema estribaba en hacer que los rusos lanzaran una ofensiva contra la espalda alemana, al mismo tiempo que los alemanes y franceses se aprestaban a la lucha en el oeste, es decir, lo más cerca posible del decimoquinto día de la movilización. Los franceses sabían, como todos los demás, que era físicamente imposible para Rusia completar su movilización y la concentración de sus fuerzas en el transcurso de sólo quince días, pero estaban dispuestos a abrir las hostilidades el día «M-15», con las fuerzas de que dispusieran entonces. Estaban decididos a que Alemania luchara en los dos frentes, desde el primer momento, con el fin de reducir la superioridad numérica alemana frente a la francesa.

En 1911 el general Dubail, que entonces era jefe del Estado Mayor en el Ministerio de la Guerra, fue enviado a Rusia para instruir al Estado Mayor ruso sobre el modo de tomar la iniciativa. Aunque casi la mitad de las fuerzas rusas, en el caso de una guerra europea, se concentrarían contra Austria y sólo la mitad de las previstas para luchar contra Alemania estarían listas para entrar en combate el día «M-15», el espíritu que reinaba en San Petersburgo era muy favorable al punto de vista francés. Anhelantes de restablecer la mancillada gloria de sus armas, los rusos dieron prestamente su consentimiento para lanzar simultáneamente la ofensiva con Francia. Dubail obtuvo la promesa de que tan pronto como sus fuerzas de combate estuvieran en línea, sin esperar la terminación de su concentración, los rusos atacarían cruzando la frontera de la Prusia oriental el día «M-16». «Hemos de pegar en el propio corazón de Alemania. El objetivo que todos hemos de perseguir es Berlín», reconoció el zar en el documento que firmó.

El pacto para una rápida ofensiva rusa fue reforzado y definido en conversaciones anuales entre los estados mayores en el marco de la alianza franco-rusa.4 En 1912, el general Jilinsky, jefe del Estado Mayor ruso, visitó París, y en 1913 el general Joffre fue a Rusia. Por aquellos días, los rusos ya habían sucumbido al hechizo del élan. Desde Manchuria también ellos habían de compensar la humillación de una derrota militar y la conciencia de deficiencias castrenses. Las conferencias del coronel Grandmaison, traducidas al ruso, gozaban de gran popularidad.5 Cegados por la brillante doctrina de offensive à outrance, el Estado Mayor ruso trató de introducir todas las mejoras posibles. El general Jilinsky proyectó en 1912 que los 800.000 hombres destinados al frente alemán estuvieran listos para el día «M-15», a pesar de que los ferrocarriles rusos eran por completo insuficientes para esta labor. En 1913 avanzó la fecha de la ofensiva en dos días, a pesar de que las fábricas de armas rusas producían menos de dos terceras partes de lo que se había calculado necesario para las granadas y obuses de artillería y menos de la mitad de cartuchos para la infantería.6

Los aliados no se preocupaban demasiado de los fallos militares rusos, aunque Ian Hamilton, el observador militar inglés cerca de los japoneses, había informado de que eran completamente insalvables en Manchuria.7 Y, en realidad, lo eran: un ridículo servicio de información, falta de secreto, falta de iniciativa y falta de un buen mando. El coronel Repington, que cada semana publicaba sus comentarios sobre la guerra ruso-japonesa en The Times, llegó a unas conclusiones que le impulsaron a dedicar un libro, resumen de sus artículos, al emperador de Japón. Sin embargo, los estados mayores creían que simplemente con hacer que el gigante ruso se pusiera en movimiento, sin tener en cuenta cómo funcionaba, tenían suficiente. Una labor muy difícil, por cierto. Durante la movilización, el número de soldados rusos que habían de ser transportados durante más de setecientas millas era cuatro veces mayor que el de soldados prusianos, y Rusia contaba solamente con una décima parte de ferrocarriles por kilómetro cuadrado que los alemanes. Además, como defensa contra una invasión, los rusos habían sido construidos en un ancho de vías mayor que los alemanes. Los préstamos franceses para financiar la construcción de los ferrocarriles no habían conseguido todavía el objetivo señalado. Una rapidez de movilización igual era de todo punto imposible, pero incluso en el caso de que sólo la mitad de los 800.000 hombres que habían de ser destinados al frente alemán pudieran ocupar sus posiciones antes del día 15 y penetrar en la Prusia oriental bastaba, pues, aunque su preparación fuera por lo demás deficiente, las consecuencias de su invasión en territorio alemán habrían de ser decisivas.

Enviar un ejército a una batalla moderna en territorio enemigo, especialmente teniendo en cuenta la desventaja de la diferente anchura de las vías de ferrocarril, representaba una empresa azarosa y complicada que requería una perfecta organización. Y el atento estudio de los detalles no era una característica del Ejército ruso.

El cuerpo de oficiales estaba repleto de generales ya viejos, cuyo ejercicio intelectual más pesado era jugar a los naipes, y que para salvar su prestigio y posiciones en la corte eran mantenidos en el Ejército sin pasar a la reserva, a pesar de su falta de actividad. Los oficiales eran nombrados y ascendidos por recomendación, social o financiera, y aunque entre ellos había soldados valientes y capaces, el sistema que imperaba impedía que fueran los mejores los que ocuparan los cargos de mayor responsabilidad. Su «abulia y falta de interés» por los deportes al aire libre causó un profundo disgusto en el agregado militar inglés, quien durante una visita que efectuó a una guarnición fronteriza cerca de la frontera afgana quedó sorprendido al no ver «ni un solo campo de tenis».8 En las purgas, después de la Guerra Ruso-japonesa, un gran número de oficiales había presentado la dimisión o habían sido licenciados a la fuerza. En un solo año, 314 generales, casi tantos como había en todo el Ejército francés, y 400 coroneles, habían sido licenciados por inútiles. Sin embargo, a pesar de evidentes mejoras en las pagas y ascensos, en 1913 se calculaba que faltaban alrededor de tres mil oficiales. Mucho se había hecho desde la guerra con los japoneses para poner fin al desprestigio en el seno del Ejército, pero el régimen ruso continuaba siendo el mismo.

«Ese loco régimen es una mezcla de cobardía, ceguera, falta de decisión y estupidez», lo calificó su más capaz defensor, el conde Witte, primer ministro de 1903 a 1906.9 El régimen era gobernado por un soberano que sólo tenía una idea y una preocupación: conservar la monarquía absoluta que le había entregado su padre, y dado que carecía de la inteligencia, la energía y la educación necesarias para completar esta obra, confiaba en sus favoritos. Su padre, Alejandro III, que deliberadamente evitó que su hijo fuera educado en los asuntos de Estado hasta haber cumplido los treinta años, desgraciadamente se equivocó en los años que habría de ocupar el trono, y murió cuando Nicolás tenía solamente veintiséis años. El nuevo zar, que entonces contaba cuarenta y seis años, no había aprendido nada mientras tanto, y la impresión de imperturbabilidad que causaba en todos los que le conocían era, en realidad, una profunda apatía, propia de una mente indiferente que sólo veía lo superficial en todas las cosas.10 Cuando le presentaron un telegrama que anunciaba el aniquilamiento de la flota rusa en Tsushima, lo leyó, se lo metió en el bolsillo y continuó jugando al tenis.11 Cuando el primer ministro Kokovtsov, a su regreso de Berlín en noviembre de 1913, le presentó al zar un informe personal sobre los preparativos bélicos alemanes, Nicolás le escuchó con su indiferente mirada «fija en mis ojos». Al cabo de mucho rato, después de haber terminado de hablar el primer ministro, «y como si despertara de un sueño», dijo gravemente: «Sea la voluntad de Dios».12 En realidad, estaba terriblemente aburrido por todo lo que le había expuesto.

El régimen se apoyaba en una policía secreta que vigilaba incluso a todos y cada uno de los ministros, todas las oficinas y departamentos provinciales, hasta el punto de que el conde Witte se veía obligado cada año a depositar las notas y fichas de sus memorias en la caja fuerte de un banco francés. Cuando otro primer ministro, Stolypin, fue asesinado en el año 1911, los criminales fueron desenmascarados como agentes de la policía secreta que habían actuado como agents provocateurs con el fin de desacreditar a los revolucionarios.13

Entre el zar y la policía secreta, el fundamento del régimen estaba en la tchinovniki, una clase de burócratas y funcionarios de la nobleza que, en realidad, llevaba los negocios del gobierno. No eran responsables ante ningún cuerpo constitucional y estaban sujetos únicamente al nombramiento o destitución arbitraria del zar, que, dirigido por las intrigas cortesanas y las sospechas y recelos de su esposa, ejercía constantemente este derecho. En tales circunstancias no había ningún hombre capacitado que lograra mantenerse mucho tiempo en su cargo, y uno de ellos, que solicitó el relevo debido a su «precario estado de salud»,14 hizo que uno de sus compañeros comentara que «aquellos días todos ellos gozaban de un estado de salud muy precario».

Junto con un descontento crónico, Rusia, durante el reinado de Nicolás II, se vio asolada por los desastres, las matanzas, las derrotas militares y la revolución del año 1905. Entonces el conde Witte le aconsejó al zar que debería darle una Constitución al pueblo o restaurar el orden implantando una dictadura militar, y éste se vio obligado, con gran disgusto por su parte, a adoptar la primera alternativa, puesto que el primo de su padre, el gran duque Nicolás, comandante de la región militar de San Petersburgo, rehusó asumir la responsabilidad en el segundo de los casos. Por esta actitud, el gran duque nunca fue perdonado por los más acérrimos partidarios de los Borbones, los barones bálticos de sangre alemana, los Centauros Negros, los «anarquistas de la derecha» y otros grupos reaccionarios que pretendían reforzar la autocracia. Opinaban, al igual que muchos alemanes, entre los que figuraba el káiser, que el interés común de las autocracias, antiguamente unidas en el Drei-Kaiser Bund, hacía de Alemania un aliado más natural de Rusia que las democracias occidentales. Considerando a los liberales de Rusia como sus primeros enemigos, los reaccionarios rusos preferían el káiser a la Duma, lo mismo que los elementos de la extrema derecha francesa habrían de preferir, años más tarde, a Hitler en lugar de Léon Blum. Sólo la creciente amenaza de la propia Alemania durante los últimos veinte años anteriores a la guerra indujo a la Rusia zarista, contra su inclinación natural, a hacer una alianza con la Francia republicana.

Y, en última instancia, esta amenaza la condujo incluso a un acuerdo con Inglaterra, que durante un siglo le había cerrado el paso a través de los estrechos y de quien uno de los tíos del zar, el gran duque Vladimir Alexandrovich, dijo en 1898: «Confío vivir los suficientes años para ver la agonía de Inglaterra. ¡Éste es el ardiente ruego que elevo cada día a Dios!».15

Las personas como Vladimir dominaban una corte que vivía en la época de Nerón y cuyas damas gozaban de emociones en las reuniones de tarde en compañía del sucio Rasputín. Pero Rusia también tenía sus demócratas y sus liberales de la Duma, su Bakunin el nihilista, su príncipe Kropotkin, que se convirtió en un anarquista, su intelligentsia, de la que dijo el zar: «¡Cómo detesto esta palabra! Me gustaría poder ordenar a la Academia que la borrara del diccionario ruso»,16 sus Levi, que agonizaban lentamente, su socialismo y sus pequeñas granjas, sus tíos Vania con esperanzas, sus características particulares, que instaron a un diplomático inglés a decir que en Rusia todo el mundo estaba un poco loco. También poseía una característica llamada «le charme slav», que era un cierto desenfado, una especie de indolencia fin de siècle, que se cernía como una débil neblina sobre la ciudad, junto al Neva, que el mundo conocía por el nombre de San Petersburgo.

En lo que hace referencia a los preparativos para una guerra, el régimen quedaba personificado por su ministro de la Guerra, el general Sujomlinov, un hombrecillo astuto, indolente, amante de los placeres, que pasaba de los sesenta años y de quien un compañero, el ministro de Asuntos Exteriores Sazonov, solía decir: «Era muy difícil hacerle trabajar, pero sonsacarle la verdad era completamente imposible».17 Después de haber ganado la Cruz de San Jorge como valiente oficial de caballería en su juventud, en la guerra del año 1877 contra los turcos, Sujomlinov estaba firmemente convencido de que los conocimientos militares que había adquirido durante aquella campaña eran de una duración permanente. Como ministro de la Guerra les reprochó, durante una reunión de instructores del Estado Mayor, que mostraran interés por tales «innovaciones», como la preferencia por las armas de fuego frente al sable, la lanza y la carga a la bayoneta. No podía ni oír la frase «guerra moderna» sin experimentar un profundo disgusto. «La guerra como ha sido siempre, así será siempre [...]. Todas esas cosas son meras innovaciones viciosas. Fíjense en mí, por ejemplo: no he leído un solo manual militar durante los últimos veinticinco años».18 En 1913 licenció a cinco instructores de la Academia que persistían en enseñar la herejía de las «tácticas con armas de fuego».

La inteligencia natural de Sujomlinov quedaba adulterada por la inconstancia. Era bajo y blandengue, con un rostro felino, patillas y barba blancas y un modo de ser sumiso que cautivaba a aquellos a quienes quería agradar, sobre todo al zar. En otros, como en el embajador francés, Paléologue, inspiraba «desconfianza a primera vista».19 Dado que el cargo de ministro, tanto el nombramiento como la destitución, dependían enteramente del zar, Sujomlinov se había ganado y conservado la gracia imperial mostrándose en todo momento sumiso y obsequioso, contando historias divertidas y con actos de bufonería, dejando a un lado todos los asuntos serios y cultivando la amistad de Rasputín. Como resultado de todo ello, resistió a todas las acusaciones de corrupción e incompetencia, a un escandaloso proceso de divorcio y una acusación, más escandalosa todavía, de espionaje.

Obnubilado en 1906 por la hermosa esposa de veintitrés años de un gobernador de provincias, Sujomlinov se las ingenió para romper el matrimonio mediante la presentación de pruebas falsa y convertir a la joven en su cuarta esposa. Abúlico por naturaleza, dejó cada vez más su trabajo en manos de sus subordinados para que él, según palabras del embajador francés, «pudiera conservar todas sus fuerzas para una esposa que era treinta y dos años más joven que él». La señora Sujomlinov gustaba de encargar vestidos en París, cenar en restaurantes caros y ofrecer elegantes recepciones.20 Para hacer frente a tales gastos, Sujomlinov se convirtió en un temprano y afanoso practicante del arte de los «gastos». Cargaba sus gastos de viaje al gobierno en la proporción de veinticuatro verstas a caballo per diem, a pesar de que efectuaba sus viajes de inspección en tren. Conocedor de las interioridades de la Bolsa, logró ganar en un período de seis años 702.737 rublos, mientras que su sueldo total ascendió solamente a 270.000 rublos durante el mismo tiempo. En esta labor era ayudado por una serie de oscuros personajes que le prestaban dinero a cambio de pasaportes militares, invitaciones a las maniobras y otra clase de información. Uno de ellos, un austríaco llamado Altschiller, que había proporcionado las pruebas que habían conducido al divorcio de la señora Sujomlinov y que era recibido como un amigo de la familia en el despacho y en casa del ministro, en donde los documentos más secretos estaban a la vista de todo el mundo, fue desenmascarado, después de haber abandonado el país en enero de 1914, como el principal agente secreto austríaco en Rusia. Otro fue el célebre coronel Myasvedev, del que se suponía que era el amante de la señora Sujomlinov, y que, aunque sólo era el jefe de la policía de ferrocarriles en la frontera, estaba en posesión de cinco condecoraciones alemanas y había sido honrado por el káiser, que le había invitado a almorzar en Rominten, el coto de caza imperial al otro lado de la frontera. No es sorprendente, por lo tanto, que el coronel Myasvedev fuera sospechoso de espionaje. Fue arrestado y juzgado en 1912, pero como resultado de la intervención personal de Sujomlinov fue absuelto y se le permitió continuar en sus antiguas funciones, todavía durante el primer año de guerra.21 En 1915, cuando su protector perdió finalmente el cargo como resultado de las derrotas rusas, fue detenido de nuevo, juzgado y ahorcado por espía.

La suerte de Sujomlinov, a partir de 1914, es altamente significativa. Escapó a la persecución cuando encarcelaron al coronel Myasvedev, única y exclusivamente por la influencia del zar y de la zarina, pero en agosto de 1917, después de haber abdicado el zar y con el gobierno provisional instalándose ya en sus puestos, fue llevado ante los tribunales. Entre la confusión y los tumultos de aquellos días, fue juzgado de todo menos de traición, que era la acusación nominal. En el discurso del fiscal todos los pecados del antiguo régimen quedaban concentrados en uno solo: que el pueblo ruso, habiéndose visto obligado a luchar sin armas ni municiones, padeció una falta de confianza en el gobierno que se extendió como una plaga con «terribles consecuencias».22 Después de un mes de sensacionales testimonios, en los que fueron sacados a relucir los detalles de su vida amorosa y financiera, Sujomlinov fue absuelto del cargo de traición pero considerado culpable de «abuso de poder e inactividad». Condenado a cadena perpetua, fue puesto en libertad pocos meses más tarde por los bolcheviques y se trasladó a Berlín, donde vivió hasta su muerte en el año 1926 y en donde, en 1924, publicó sus memorias, que dedicó al káiser, que había sido depuesto.23 En el prólogo exponía que las monarquías alemana y rusa habían sido destruidas como enemigas durante la guerra, y sólo el acercamiento y el entendimiento entre los dos países podría restaurarlas en el poder. Este pensamiento impresionó tan vivamente al Hohenzollern en el exilio que se propuso dedicar sus propias memorias a Sujomlinov, pero, al parecer, le disuadieron de hacerlo cuando llegó el momento de editar el libro.

Éste era el hombre que fue ministro de la Guerra en Rusia de 1908 a 1914. Encarnando las opiniones y disfrutando del apoyo de los reaccionarios, su preparación para la guerra contra Alemania, que era la principal labor del ministerio, se hacía completamente a desgana. Tan pronto como ocupó su cargo, hizo lo imposible para detener el movimiento de reforma del Ejército, que había ido progresando desde la vergüenza de la Guerra Ruso-japonesa. El Estado Mayor, después de haber obtenido la independencia para favorecer el estudio de la moderna ciencia militar, quedó, a partir del año 1908, subordinado de nuevo al Ministerio de la Guerra, y el ministro era el único que tenía acceso directo al zar. Cortada su iniciativa y su poder, no halló a un jefe capaz, ni siquiera la consistencia de un jefe de segunda categoría. Durante los seis años anteriores a 1914, seis diferentes jefes del Estado Mayor se fueron sucediendo, modificando cada uno de ellos, a su manera, los planes de campaña y de organización y sin obrar en ningún momento de un modo sistemático.

A pesar de que Sujomlinov dejaba el trabajo en manos de otros, no permitía ninguna libertad de ideas. Aferrándose de un modo obstinado a las teorías absolutistas y a las antiguas glorias, alegaba que las anteriores derrotas de Rusia se habían debido a errores de los oficiales con mando y no a la falta de instrucción, preparación o suministros. Con insistente creencia en la supremacía de la bayoneta sobre las balas, no hizo ningún esfuerzo para mandar construir fábricas de armamento para incrementar la producción de granadas, fusiles y munición. Ningún país, y esto siempre se descubre cuando ya han estallado las hostilidades, está jamás suficientemente bien provisto de munición. La deficiencia de granadas y bombas en Inglaterra había de convertirse en un escándalo nacional. La deficiencia inglesa en todo, desde la artillería pesada hasta las botas para los soldados, significó un escándalo ya antes de empezar la guerra, pero en Rusia Sujomlinov ni siquiera gastó los fondos que le concedía el gobierno para la fabricación de munición. Rusia comenzó la guerra con 850 granadas por cañón, frente a una reserva de 2.000 a 3.000 granadas por cañón en los ejércitos occidentales, a pesar de que el propio Sujomlinov había dado su consentimiento, en el año 1912, a un promedio de 1.500 granadas por cañón. Las divisiones de infantería rusas contaban con siete cañones de campaña, contra los catorce de las divisiones alemanas. El Ejército ruso poseía, en conjunto, sesenta baterías de artillería pesada y el Ejército alemán, 381. A las advertencias de que se trataría de un duelo entre fusiles y artillería, Sujomlinov respondía con desdén.24

Mayor sólo que su aversión contra las «tácticas de armas de fuego» era el desprecio que sentía Sujomlinov contra el gran duque Nicolás, que era ocho años más joven que él y representaba la tendencia reformadora en el seno del Ejército.25 Un metro noventa de alto, delgado, cabeza viril, barba puntiaguda y unas botas tan altas como la panza de un caballo, el gran duque era un personaje galante e impresionante. Después de la Guerra Ruso-japonesa había sido llamado a reorganizar el Ejército como jefe de un Consejo de la Defensa Nacional. Su objetivo era el mismo que el del Comité Esher después de la Guerra de los Bóers, pero, a diferencia del modelo inglés, pronto sucumbió a la indolencia y los mandarines. Los reaccionarios, que estaban resentidos con el gran duque por su participación en el Manifiesto Constitucional, y que temían su popularidad, consiguieron que el Consejo fuera disuelto en el año 1908. Como oficial de carrera que había prestado servicio como inspector general de la Caballería durante la guerra japonesa, y que conocía personalmente a casi todo el cuerpo de oficiales, pues cada oficial tenía que presentarse a él como comandante de la región de San Petersburgo antes de pasar a ocupar un nuevo cargo, el gran duque era el personaje más admirado en el Ejército.

Y esto no se debía a un éxito específico, sino a que su autoridad y su modo de ser inspiraban confianza y fe en los soldados y devoción o celos en sus compañeros.

Brusco, e incluso duro, en sus maneras hacia los oficiales, era considerado fuera de la corte como el único «hombre» de la familia real.26 Los soldados campesinos que nunca le habían visto contaban historias en que figuraba como una especie de personaje legendario de la Santa Rusia en la lucha con la «pandilla alemana» y la corrupción palaciega. Los ecos de estos sentimientos no contribuían a su popularidad en la corte, sobre todo por parte de la zarina, que odiaba a Nikolasha, puesto que éste despreciaba a Rasputín. «No tengo la menor fe en N.», le escribió a su esposo. «Sé que es inteligente y, habiendo procedido contra un hombre de Dios, su obra no puede ser bendecida o sus consejos ser buenos». Continuamente sugería que conspiraba para obligar a abdicar al zar y, aprovechándose de su popularidad en el Ejército, ocupar el trono.27

Los recelos reales le habían impedido ocupar el mando supremo durante la guerra con Japón y, como consecuencia, se salvó de la desgracia que siguió. En toda futura guerra sería imposible prescindir de él: durante los planes de antes de la guerra fue designado para asumir el mando en el frente contra Alemania, mientras que el propio zar actuaría de comandante en jefe con un jefe de Estado Mayor para dirigir las operaciones. En Francia, donde estuvo en varias ocasiones el gran duque para tomar parte en las maniobras, cayó bajo la influencia de Foch, cuyo optimismo compartía plenamente, y era extraordinariamente festejado, tanto por su magnífica presencia, que era todo un símbolo del poder de Rusia, como por su aversión hacia todo lo alemán.28 Alegremente repetían los franceses los comentarios del príncipe Kotzebue, el ayudante del gran duque, que decía que su superior estaba convencido de que sólo en el caso de que Alemania fuera aniquilada de un modo definitivo y dividida, de nuevo, en pequeños Estados, cada uno de éstos felices con su pequeña corte, podía confiar el mundo en vivir en paz.29 Una amiga no menos enamorada de Francia era la esposa del gran duque, Anastasia, y también su hermana Militza, que estaba casada con el hermano del gran duque, Pedro. Hijas del rey Nikita de Montenegro, su pasión por Francia estaba en proporción directa con su odio natural hacia Austria. En el curso de una fiesta real durante los últimos días de julio de 1914, los «ruiseñores de Montenegro»,30 como Paléologue solía llamar a las dos princesas, se le unieron haciendo comentarios sobre la crisis. «Va a estallar la guerra [...] y no va a quedar nada de Austria [...] ustedes volverán a Alsacia-Lorena [...] nuestros ejércitos se reunirán en Berlín». Una de las hermanas le enseñó al embajador una cajita incrustada de joyas en que llevaba tierra de Lorena, en tanto que la otra le contó que había plantado semillas de cardos de Lorena en su jardín.

En caso de guerra, el Estado Mayor ruso había elaborado dos planes de campaña y la elección definitiva se tomaría cuando se supiera lo que pensaba hacer Alemania. Si Alemania lanzaba su fuerza principal contra Francia, Rusia lanzaría su fuerza principal contra Austria. En este último caso cuatro ejércitos lucharían contra Austria y dos ejércitos, contra Alemania.31

El plan para el frente alemán preveía una formación de dos cuñas en la Prusia oriental, a cargo del primer y del segundo ejércitos rusos. El primero había de avanzar en dirección norte y el segundo, al sur de la barrera formada por los lagos de Masuria. Puesto que el primero, o ejército de Vilna, como también se le llamaba por su concentración en esta zona, contaba con una línea de ferrocarril directa, sería el primero en ponerse en marcha. Debía partir con dos días de antelación sobre el segundo (o ejército de Varsovia) y dirigirse contra los alemanes «con el objetivo de atraer sobre sí el mayor número de fuerzas enemigas». Mientras tanto, el segundo ejército había de rodear el obstáculo de los lagos desde el sur y, avanzando tras los alemanes, cortarles la retirada hasta el río Vístula. El éxito de este envolvimiento dependía de una última colaboración entre los dos ejércitos a fin de impedir que los alemanes pudieran atacar a alguno de los dos por separado. El enemigo tenía que ser atacado de un «modo enérgico y decidido, donde y cuando dieran con él». Una vez rodeado y aniquilado el Ejército alemán, seguiría la marcha sobre Berlín, situado a 150 millas más allá del Vístula.32

El plan alemán no preveía la renuncia a la Prusia oriental. Era un país de ricas granjas y extensos campos de pastoreo en donde se criaba el ganado de Holstein, cerdos y aves, y en el que las famosas Trakehnen suministraban remontas para el Ejército alemán y las grandes fincas eran propiedad de los junker, que, con gran horror de una institutriz inglesa empleada por uno de ellos, disparaban contra los zorros en lugar de perseguirlos adecuadamente a caballo.33 Más hacia el este, cerca de Rusia, estaba el país de las «aguas tranquilas y los negros bosques», bosques de pinos y muchos pantanos y ríos. Su región más famosa era el bosque de Rominten, el coto de caza de los Hohenzollern, al borde de la frontera rusa, en donde el káiser cazaba cada año, con sus pantalones bombachos y su sombrero adornado con plumas.34 Aunque los indígenas no eran teutones, sino eslavos, la región era gobernada por los alemanes, con algunas interferencias polacas, desde hacía setecientos años, cuando la Orden de los Caballeros Teutónicos se estableció allí en el año 1225. A pesar de la derrota, en 1410, por los polacos y lituanos en una gran batalla en un pueblo llamado Tannenberg, los caballeros habían permanecido en el país transformándose en los junkers. En Königsberg, la principal ciudad de la provincia, el primer soberano Hohenzollern había sido coronado rey de Prusia en el año 1701.

Con tales tradiciones, con sus costas bañadas por el Báltico, con su «ciudad de los reyes», en donde habían sido coronados los reyes de Prusia, la Prusia oriental no era una región que los alemanes abandonaran fácilmente. A lo largo del río Angerapp, que corre por la laguna de Insterburg, habían sido preparadas, cuidadosamente, posiciones defensivas, mientras que en los pantanos de las regiones más orientales habían sido construidas carreteras que limitarían a un enemigo a sus estrechos canales. Además, el conjunto de la Prusia oriental estaba surcado por una red de ferrocarriles que prestarían al ejército defensor la ventaja de la movilidad y un rápido transporte de un frente a otro, para poder detener el avance del enemigo por una de las dos alas.

Cuando fue adoptado el «Plan Schlieffen», en su origen, los temores por la suerte de la Prusia oriental habían sido menores, puesto que Rusia tenía que mantener potentes fuerzas en el Lejano Oriente en guardia contra Japón. La diplomacia alemana, a pesar de su fama de torpe, confiaba en anular el tratado anglo-japonés, considerado por Alemania como una alianza no natural, y mantener a Japón neutral como constante amenaza contra la retaguardia rusa.35

El especialista del Estado Mayor alemán en los asuntos rusos era el teniente coronel Max Hoffmann, cuya labor era averiguar el probable plan de campaña ruso en una posible guerra contra Alemania. Con cuarenta años, Hoffmann era un oficial alto, de pesada constitución y con la cabeza pelada, lo que daba la impresión de que era calvo. Usaba gafas con montura oscura y arqueaba las cejas en un estudiado movimiento. Cuidaba y se sentía muy orgulloso de sus pequeñas manos y del impecable planchado de sus pantalones. Aunque era indolente, era un hombre de muchos recursos, ya que a pesar de ser un mal jinete, un pésimo espada, un glotón y un gran bebedor, era un hombre de ideas rápidas y buen juicio. Era amable y feliz, astuto y no respetaba a nadie. Cuando estaba al mando de un regimiento, antes de la guerra, solía beber vino y consumir salchichas durante toda la noche en el club de oficiales hasta las siete de la mañana, en que se iba a mandar su compañía durante el desfile, y regresaba luego al club para continuar comiendo salchichas y beberse medio litro de vino del Mosela antes del desayuno.36

Después de graduarse en la Academia del Estado Mayor en 1898, Hoffmann había prestado servicio como intérprete en Rusia durante seis meses, y luego estuvo durante cinco años en la sección rusa del Estado Mayor a las órdenes de Schlieffen, antes de ser destinado como observador alemán a la Guerra Ruso-japonesa. Cuando un general japonés se negó a concederle permiso para asistir a una batalla desde una cercana colina, la etiqueta y la cortesía cedieron ante aquel carácter propio de los alemanes, cuya expresión resulta tan difícil a veces para otros. «¡Es usted un piel amarilla, un individuo por civilizar, si no me permite subir a esa colina!», le gritó Hoffmann al general en presencia de otros agregados extranjeros y, por lo menos, un corresponsal. Miembro de una raza que no es inferior a los alemanes en lo que a la importancia que se confieren a sí mismos se refiere, el general le gritó a su vez: «¡Nosotros, los japoneses, pagamos por esta información militar con nuestra sangre y no tenemos la intención de compartirla con otros!».37

A su regreso al Estado Mayor a las órdenes de Moltke, Hoffmann reanudó su labor sobre el plan de campaña ruso. Un coronel del Estado Mayor ruso había vendido una primera versión del plan a un alto precio en 1902, pero, desde entonces, y de acuerdo con las memorias no siempre exactas de Hoffmann, el precio había vuelto a subir muy por encima de los fondos destinados al servicio de información militar alemán.38 La región de la Prusia oriental, sin embargo, hacía evidente por sí misma la dirección de la ofensiva rusa: había de dar la vuelta a los lagos de Masuria. El estudio que Hoffmann hizo del Ejército ruso y los factores que determinaban su movilización y transporte permitían a los alemanes jugar con el factor del tiempo. El Ejército alemán, inferior en número, podía elegir una de las dos alternativas clásicas para hacer frente a un enemigo superior en número que avanzaba por dos alas: replegarse o atacar una de las alas antes que la otra. La fórmula dictada por Schlieffen era atacar «con todas las fuerzas disponibles contra el primer ejército ruso que se pusiera al alcance de los alemanes».39

Los cañones de Agosto

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