Читать книгу Los cañones de Agosto - Barbara W. Tuchman - Страница 5
ОглавлениеPREFACIO
por ROBERT K. MASSIE
Durante la última semana de enero de 1962, John Glenn pospuso por tercera vez su tentativa de viajar en cohete al espacio exterior y convertirse en el primer estadounidense en orbitar alrededor de la Tierra. A Bill «Moose» Skowren, el veterano primera base de los Yankees, tras realizar una buena temporada (561 at bats, 28 home runs y 89 carreras impulsadas) se le concedió un aumento de salario de 3.000 dólares, cosa que elevó sus ingresos anuales a 35.000 dólares. Franny y Zooey ocupaba el primer lugar de la lista de las novelas más vendidas, seguida unos puestos más abajo por Matar a un ruiseñor, mientras que el apartado de obras de no ficción lo encabezaba My Life in Court, de Louis Nizer. Ésa fue también la semana en que se publicó una de las mejores obras de historia que un norteamericano haya escrito jamás en el siglo XX.
Los cañones de agosto se convirtió rápidamente en un gran éxito editorial. Los críticos no escatimaron elogios y el boca a boca hizo que decenas de miles de lectores leyeran la obra. El presidente Kennedy entregó un ejemplar al primer ministro británico Macmillan y le comentó que los dirigentes mundiales debían evitar de un modo u otro cometer los errores que condujeron al estallido de la Primera Guerra Mundial. El Comité Pulitzer, que, según lo estipulado por el creador de los galardones, no podía otorgar el Premio de Historia a una obra que no versara sobre algún tema estadounidense, encontró una solución concediéndole a la señora Tuchman el premio de la categoría de ensayo. Los cañones de agosto cimentó la reputación de la autora y, en adelante, sus libros siguieron siendo estimulantes y escritos con una prosa elegante. Pero, para que se vendieran, a la mayoría de los lectores les bastaba saber que quien lo había escrito era Barbara Tuchman.
¿Qué es lo que le da a este libro—básicamente una historia militar del primer mes de la Primera Guerra Mundial—un sello tan especial y la enorme reputación de la que goza? En él destacan cuatro cualidades: la aportación de numerosos detalles, cosa que mantiene al lector atento a los acontecimientos, casi como si se tratara de un testigo de los mismos; un estilo diáfano, inteligente, equilibrado y lleno de ingenio; y un punto de vista alejado de los juicios morales, pues la señora Tuchman nunca se dedica a sermonear o a extraer un juicio negativo de los hechos que analiza (opta por el escepticismo, no por el cinismo, y consigue no tanto que el lector sienta indignación por la maldad humana, sino que se entristezca ante el espectáculo de la locura de sus congéneres). Estas tres virtudes están presentes en todas las obras de Barbara Tuchman, pero en Los cañones de agosto hay una cuarta que hace que, una vez iniciada la lectura del libro, resulte imposible dejarla. La autora incita al lector a suspender todo conocimiento que se posea de antemano acerca de lo que va a suceder. En las páginas del libro, Barbara Tuchman sitúa ante nuestros ojos un ejército alemán enorme—tres ejércitos de campaña, dieciséis cuerpos, treinta y siete divisiones, setecientos mil hombres—que avanza a través de Bélgica con un objetivo final: París. Esta marea de soldados, caballos, piezas de artillería y vehículos discurre por los polvorientos caminos del norte de Francia, avanzando de modo implacable, a todas luces imparable, hacia la capital francesa, con el objetivo de poner punto final a la guerra en el Oeste, tal y como los generales del káiser lo habían planificado, en cuestión de seis semanas. El lector, al contemplar el avance de los alemanes, sabrá ya seguramente que no van a alcanzar su meta, que Von Kluck desviará sus tropas y que, tras la Batalla del Marne, millones de soldados de ambos bandos se agazaparán en las trincheras para dejar paso a cuatro años de carnicería. No obstante, la señora Tuchman hace gala de tanta habilidad que el lector se olvida de sus conocimientos. Rodeado por el estruendo de los cañones y el entrechocar de los sables y las bayonetas, se convierte prácticamente en un personaje más de la acción. ¿Seguirán avanzando los exhaustos alemanes? ¿Podrán resistir los desesperados franceses y británicos? El mayor mérito de la señora Tuchman es que, en las páginas de su libro, consigue revestir los acontecimientos de agosto de 1914 de tanto suspense como el experimentado por las personas que los vivieron realmente.
Cuando Los cañones de agosto apareció, en la prensa se describió a Barbara Tuchman como un ama de casa de cincuenta años de edad, madre de tres hijas y esposa de un importante médico de Nueva York. La realidad era más compleja e interesante. Tuchman descendía de dos de las familias de intelectuales y comerciantes judíos más destacadas de Nueva York. Su abuelo Henry Morgenthau senior fue embajador en Turquía durante la Primera Guerra Mundial, su tío Henry Morgenthau junior fue el secretario del Tesoro de Franklin Delano Roosevelt durante más de doce años, y su padre, Maurice Wertheim, era el fundador de un importante banco. La infancia de Barbara Tuchman transcurrió en dos hogares, primero en una mansión de piedra caliza roja, de cinco pisos de altura, situada en el Upper East Side, donde una institutriz francesa le leía en voz baja pasajes de las obras de Racine y Corneille, y posteriormente en una casa de campo en Connecticut, dotada de establos y caballos. El padre de Barbara Tuchman había prohibido mencionar el nombre de Franklin D. Roosevelt en las comidas familiares, pero un día la adolescente incumplió la norma y se le ordenó abandonar la mesa. Erguida en la silla, Barbara dijo: «Ya soy mayor para tener que dejar la mesa». Su padre se la quedó mirando perplejo, pero ella no se movió del sitio.
Cuando llegó el momento de graduarse en Radcliffe, Barbara Tuchman no asistió a la ceremonia y, en lugar de ello, prefirió acompañar a su abuelo a la Conferencia Monetaria y Económica Mundial celebrada en Londres, donde Morgenthau encabezaba la delegación estadounidense. Posteriormente pasó un año en Tokio como ayudante de investigación del Instituto de Relaciones del Pacífico, y luego empezó a escribir sus primeros textos para The Nation, que su padre había salvado de la bancarrota. A los veinticuatro años de edad cubrió la Guerra Civil española desde Madrid.
En junio de 1940, el mismo día en que las tropas de Hitler entraban en París, Barbara se casó con el doctor Lester Tuchman en Nueva York. El doctor Tuchman, que estaba a punto de partir hacia el frente de guerra, pensaba que traer hijos al mundo no tenía sentido en vista de la situación mundial por la que se atravesaba. La señora Tuchman le respondió que «si esperamos a que las cosas mejoren, tal vez nunca tendremos la oportunidad, pero si lo que realmente deseamos es tener un hijo, debemos tenerlo ahora, sin ponernos a pensar en los desmanes de Hitler». La primera de sus hijas nació nueve meses después. En los años cuarenta y cincuenta, la señora Tuchman se dedicó a criar a sus hijas y escribir sus primeros libros. Bible and Sword («La Biblia y la espada»), una historia de la creación de Israel, apareció en 1954, y en 1958 vio la luz El telegrama Zimmermann. Esta última obra, que narra el intento por parte del ministro de Asuntos Exteriores alemán de involucrar a México en la guerra contra Estados Unidos bajo la promesa de devolverle Texas, Nuevo México, Arizona y California—escrita con un estilo brillante y lleno de ironía—, constituyó la primera muestra de lo que estaba por venir.
Con el paso de los años, cuando a Los cañones de agosto le siguieron obras como The Proud of Tower (1890-1914. La torre del orgullo: Una semblanza del mundo antes de la Primera Guerra Mundial), Stilwell and the American Experience in China («Stilwell y la experiencia norteamericana en China»), A Distant Mirror (Un espejo lejano: El calamitoso siglo XIV), The March of Folly («La marcha de la locura») y The First Salute («El primer saludo»), Barbara Tuchman llegó a ser considerada casi como un tesoro nacional, y la gente no dejó de preguntarse cómo lo había logrado. Lo explicó en una serie de conferencias y ensayos (recopilados en un volumen titulado Practicing History). Según Tuchman, lo más importante es «estar enamorado del tema de estudio». En una ocasión, al describir a uno de los profesores que tuvo en Harvard, un hombre apasionado por la Constitución norteamericana, recordó que «sus ojos azules brillaban mientras impartía la lección, y yo entonces me sentaba en el borde del asiento». Explicó también que se sintió muy afligida cuando, años después, conoció a un insatisfecho estudiante de doctorado obligado a escribir una tesis sobre un tema que no le apasionaba, el cual le había sido impuesto desde el departamento por razones prácticas. ¿Cómo podía interesarle a otras personas, se preguntaba Tuchman, si no le interesaba al propio autor? Los libros de Barbara Tuchman versaban sobre personas o acontecimientos que le intrigaban. Había algo que centraba su atención, estudiaba el tema y, con independencia de que se supiera poco o mucho acerca del mismo, si notaba que su curiosidad aumentaba, seguía adelante. Finalmente, Tuchman trataba de enriquecer cada uno de sus temas de estudio con nuevos datos, nuevos enfoques y una nueva interpretación. En cuanto a ese mes de agosto en particular, llegó a la conclusión de que «El año 1914 estaba envuelto en un aura que hacía que todo aquel que la percibiera sintiera compasión por la humanidad». Una vez que logra transmitir la fascinación que siente por el tema, los lectores que se dejan llevar por la pasión y el talento de nuestra autora no pueden ya escapar al magnetismo de sus escritos.
Barbara Tuchman empezó investigando, es decir, acumulando datos. Durante toda su vida había leído mucho, pero en ese momento tenía por objetivo sumergirse en los acontecimientos de la época, ponerse en la piel de la gente cuyas vidas estaba describiendo. Leyó cartas, telegramas, diarios, memorias, documentos oficiales, órdenes militares, códigos secretos y misivas de amor. Asimismo, pasó infinidad de horas en diferentes bibliotecas: la Biblioteca Pública de Nueva York, la Biblioteca del Congreso, los Archivos Nacionales, la British Library y el Public Record Office, la Bibliothèque National, la Biblioteca Sterling de Yale y la Biblioteca Widener de Harvard. (Según recordó después, durante esos años de estudio las estanterías de la Biblioteca Widener fueron «mi bañera de Arquímedes, mi zarza ardiente, el platillo de ensayo donde descubrí mi penicilina personal. [...] Era feliz como una vaca a la que hubieran puesto a pastar en un campo lleno de tréboles frescos, y no me hubiera importado quedar encerrada allí toda la noche».) Un verano, antes de escribir Los cañones de agosto, alquiló un pequeño Renault y se dedicó a visitar los campos de batalla de Bélgica y Francia: «Vi los campos sembrados de trigo que la caballería debió de echar a perder, constaté la gran anchura del Mosa a su paso por Lieja y pude apreciar qué vista debían de tener los soldados franceses sobre el territorio perdido de Alsacia al contemplarlo desde las colinas de los Vosgos». En las bibliotecas, en los campos de batalla o en su mesa de trabajo, la fuente de la que Barbara Tuchman siempre bebía era la de los datos gráficos y específicos, que transmitirían al lector la naturaleza esencial de los protagonistas o los acontecimientos. He aquí algunos ejemplos:
El káiser: el «poseedor de la lengua más viperina de Europa».
El archiduque Francisco Fernando: «El futuro causante de la tragedia, alto, corpulento y envarado, con plumas verdes adornando su casco».
Von Schlieffen, el arquitecto del plan de guerra alemán: «De las dos clases de oficiales prusianos, los dotados de un cuello de toro y los gráciles como gacelas, pertenecía a la segunda».
Joffre, el comandante en jefe del Ejército francés: «Imponente y barrigudo en su holgado uniforme [...], Joffre parecía Santa Claus y tenía cierto aire de benevolencia e ingenuidad, dos cualidades que no formaban parte de su carácter».
Sujomlinov, el ministro de la Guerra ruso: «Astuto, indolente, amante de los placeres [...], con un rostro felino», quien, «obnubilado [...] por la hermosa esposa de veintitrés años de un gobernador de provincias, Sujomlinov se las ingenió para romper el matrimonio mediante la presentación de pruebas falsas y convertir a la joven en su cuarta esposa».
El principal objetivo de la investigación de Barbara Tuchman era, simplemente, averiguar lo que había sucedido y, en la medida de lo posible, determinar cómo percibió la gente esos acontecimientos. No le gustaban los sistemas ni los historiadores inclinados a usarlos, y se mostró enteramente de acuerdo con la siguiente afirmación de un reseñador anónimo del Times Literary Supplement: «El historiador que antepone su sistema a todo lo demás difícilmente puede evitar la herejía de preferir los hechos que mejor se amoldan a dicho sistema». Tuchman recomendaba dejar que los hechos dirigieran la investigación. «En el terreno de la historia, al principio basta con saber qué ocurrió—dijo—, sin tratar de responder demasiado pronto al “porqué” de las cosas. Creo que es más apropiado dejar el “porqué” al margen hasta el momento en que se hayan no solamente reunido los hechos, sino en que se hayan dispuesto en una secuencia lógica; para ser precisos, en frases, párrafos y capítulos. El mismo proceso de transformación de una serie de personajes, fechas, calibres de munición, cartas y discursos en un texto narrativo conduce a la postre a que el “porqué” emerja a la superficie».
El problema que entraña la investigación, por supuesto, es saber cuándo debe uno parar. «Uno se debe parar antes de haber acabado—explicó—, porque, de lo contrario, uno nunca se parará y nunca terminará». «Investigar—afirmó en una ocasión—es una actividad que siempre resulta seductora, pero ponerse a escribir requiere mucho trabajo». Sin embargo, al final empezaba a seleccionar, a destilar, a dar coherencia a los datos, a crear pautas, a construir una forma narrativa; en resumidas cuentas, a escribir. El proceso de escribir, afirmó Tuchman, es «laborioso, lento, a menudo doloroso y, a veces, agónico. Requiere reformular las ideas, revisar el texto, añadir nuevos fragmentos, cortar, volver a escribir. Pero eso proporciona una sensación de excitación, casi un éxtasis, un momento en el Olimpo». Sorprendentemente, a Barbara Tuchman le llevó años perfeccionar su famoso estilo. La tesis que escribió en Radcliffe le fue devuelta con una nota que decía: «Estilo mediocre», y su libro Bible and Sword fue rechazado en treinta ocasiones antes de encontrar editor. Con todo, no cejó en su empeño y, finalmente, dio con la fórmula adecuada: «Mucho trabajo, un buen oído y practicar constantemente».
La señora Tuchman creía ante todo en el poder de «esa magnífica herramienta al alcance de todos que es el idioma inglés». De hecho, su fidelidad estaba a menudo escindida entre el tema escogido y el instrumento utilizado para expresarlo. «En primer lugar soy una escritora cuyo objeto de estudio es la historia—afirmó—. El arte de escribir me interesa en igual medida que el arte de la historia. [...] Me siento seducida por la sonoridad de las palabras y por la interacción de sus sonidos y su sentido». A veces, cuando creía haber escrito una frase o un párrafo particularmente brillantes, deseaba compartir el hallazgo inmediatamente y telefoneaba a su editor para leérselo. El lenguaje elegante y dominado con precisión le parecía el instrumento más adecuado para darle voz a la historia. Su objetivo final era «conseguir que el lector prosiga con la lectura».
En una época marcada por la cultura de masas y la mediocridad, Barbara Tuchman era una elitista. En su opinión, los dos criterios esenciales de calidad eran «un esfuerzo intenso y una actitud honesta en cuanto al propósito. La diferencia no tiene que ver tan sólo con una cuestión de talento artístico, sino también con la intención. O lo haces bien o lo haces medio bien», dijo.
La relación que mantenía con los académicos, los críticos y los reseñadores era de cautela. No estaba doctorada. «Pienso que es lo que me salvó», dijo, pues creía que los requisitos de la vida académica convencional pueden embotar la imaginación, minar el entusiasmo y malograr el estilo. «El historiador académico—afirmó—padece las consecuencias de tener un público cautivo, primero con el director de su investigación y después con el tribunal examinador. Su principal preocupación no es lograr que el lector pase a la siguiente página». En una ocasión alguien le sugirió que tal vez disfrutaría impartiendo clases. «¿Por qué tendría que gustarme enseñar? —respondió con firmeza—. ¡Soy una escritora! ¡No quiero dar clases! ¡No podría dar clases si lo intentara!». Para Tuchman, el lugar que debe ocupar un escritor es la biblioteca o el terreno donde va a realizar la investigación, o en su mesa de trabajo, escribiendo. Como afirmó, Herodoto, Tucídides, Gibbon, MacCauley y Parkman no poseían un título de doctor.
Barbara Tuchman se sintió profundamente molesta cuando los reseñadores, en especial los pertenecientes al ámbito académico, afirmaron con desdén que Los cañones de agosto era «historia popular», queriendo decir con ello que, al venderse numerosos ejemplares de la obra, ésta no satisfacía los niveles de exigencia en cuanto a calidad. Tuchman ignoró por regla general la política, seguida por muchos escritores, de no responder nunca a las reseñas negativas, porque hacerlo solamente provoca al reseñador y le incita a cargar de nuevo las tintas. Por el contrario, ella devolvía los golpes. «Me he percatado—escribió una vez al New York Times—de que los reseñadores que no dejan escapar la oportunidad de criticar a un autor por haber pasado por encima de tal o cual cuestión, normalmente no han leído en toda su extensión el texto que están reseñando». Y en otra ocasión escribió: «Los autores de obras de no ficción entienden que los reseñadores deben hallar algún error a fin de exhibir su erudición, y nosotros esperamos ante todo saber cuál será ese error». A la postre, Tuchman consiguió ganarse el favor de la mayoría de los académicos (o, al menos, impedir que criticaran sus obras con excesiva dureza). Con el paso de los años, pronunció conferencias en muchas de las universidades más importantes del país y recibió el reconocimiento de muchas de ellas, ganó dos premios Pulitzer y se convirtió en la primera mujer en acceder al cargo de presidenta de la Academia e Instituto de las Artes y las Letras Estadounidenses en sus ochenta años de existencia.
Pese a la combatividad que mostraba en el terreno profesional, en las obras de Barbara Tuchman podía constatarse una tolerancia poco frecuente. Los engreídos, los presumidos, los codiciosos, los locos, los cobardes... a todos ellos los describió en términos humanos y, hasta donde ello era posible, les concedió el beneficio de la duda. Un buen ejemplo de esto es el análisis de por qué sir John French, quien anteriormente había sido el fiero jefe del Cuerpo Expedicionario Británico destinado en Francia, parecía renuente a enviar a sus tropas al campo de batalla: «Tanto si la causa fueron las órdenes de lord Kitchener [el ministro de la Guerra] y sus advertencias contra “las pérdidas y el despilfarro de material”, o que sir John French se percatara súbitamente de que tras el CEB no había tropas instruidas en las islas, o bien si al llegar al continente, a unos pocos kilómetros de un enemigo formidable y ante la certeza de tener que entrar en batalla, no pudo soportar el peso de la responsabilidad, o si bajo las palabras y maneras gradilocuentes de que hacía gala se habían ido deslizando de modo invisible los juicios naturales del valor [...], nadie que no haya estado en la misma situación puede juzgarlo».
Barbara Tuchman escribía historia para narrar la historia de la lucha, los logros, las frustraciones y las derrotas del ser humano, no para extraer conclusiones morales. No obstante, Los cañones de agosto ofrece algunas lecciones. En la obra el lector hallará monarcas, diplomáticos y generales locos que se lanzaron ciegamente a una guerra que nadie quería, un Armagedón que se desarrolló con la misma irreversibilidad inexorable que una tragedia griega. «En el mes de agosto de 1914—escribió Tuchman—había algo amenazador, ineludible y universal que nos involucraba a todos. Había algo en ese sobrecogedor trecho entre los planes perfectos y el error humano que hace que uno tiemble con una sensación de “Nunca digas de esta agua no beberé”». La esperanza de Tuchman era que sus lectores aprendieran la lección, evitaran esos errores y mejorasen un tanto como personas. Fueron este esfuerzo y estas lecciones lo que atrajo a presidentes y primeros ministros, así como a millones de lectores corrientes.
La familia y el trabajo dominaron la vida de Barbara Tuchman. Lo que le procuraba más placer era sentarse a una mesa y escribir. No toleraba las distracciones. Una vez, cuando ya era famosa, su hija Alma le dijo que Jane Fonda y Barbra Streisand querían que escribiera el guión de una película. Ella negó con la cabeza. «Pero, mamá—dijo Alma—, ¿ni siquiera quieres hablar con Jane Fonda?». «Oh, no—dijo la señora Tuchman—, no tengo tiempo. Tengo mucho trabajo». Escribía los primeros borradores a mano, en un bloc de notas amarillo, en cuyas hojas «anotaba todos los datos de forma desordenada, con multitud de tachaduras e indicaciones». A continuación transcribía los borradores con su máquina de escribir, a triple espacio, para después recortar los fragmentos con unas tijeras y volver a pegarlos sobre papel en una secuencia diferente. Normalmente trabajaba cuatro o cinco horas seguidas, sin interrupción. «El verano en que estaba finalizando Los cañones de agosto—recuerda su hija Jessica—trabajaba a contrarreloj y estaba desesperada por ponerse al día. [...] Para mantenerse alejada del teléfono, instaló una mesa de juego y una silla en una vieja vaquería situada junto a los establos, una habitación donde hacía frío incluso en verano. Empezaba a trabajar a las siete y media de la mañana. Mi tarea consistía en llevarle el almuerzo a las doce y media, que incluía un sándwich, un zumo V-8 y una pieza de fruta. Todos los días, cuando me aproximaba silenciosamente sobre el manto de agujas de pino que rodeaba los establos, la veía en la misma posición, siempre absorta en el trabajo. A las cinco de la tarde más o menos solía parar».
Uno de los párrafos que Barbara Tuchman escribió ese verano le costó ocho horas de trabajo y se convirtió en el pasaje más famoso de toda su obra. Es el párrafo con que da inicio Los cañones de agosto, y dice así: «Era tan maravilloso el espectáculo aquella mañana de mayo del año 1910...». Con sólo pasar unas páginas, la afortunada persona que hasta ahora no había tropezado con este libro puede empezar a leerlo.
ROBERT K. MASSIE