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LA SOMBRA DE SEDÁN
El general De Castelnau, segundo jefe del Estado Mayor francés, fue visitado en el Ministerio de la Guerra cierto día del año 1913 por el gobernador militar de Lila, el general Lebas, que llegó para protestar contra la decisión del Estado Mayor de abandonar Lila como ciudad fortificada. Situada a diez millas de la frontera belga y a cuarenta del Canal de la Mancha, Lila estaba en el camino que seguiría cualquier ejército invasor que cruzara Flandes. En respuesta a la solicitud del general Lebas, el general De Castelnau extendió un mapa y midió la distancia con una regla desde la frontera alemana a Lila a través de Bélgica. La densidad normal de tropas requeridas para una ofensiva victoriosa, le recordó a su visitante, era de cinco o seis por metro. Si los alemanes se extendían más allá del oeste de Lila, remarcó Castelnau, entonces sólo dispondrían de dos por metro.1
«¡Les partiremos por la mitad! El ejército en activo alemán puede disponer de veinticinco cuerpos, alrededor de un millón de hombres en el frente del Oeste... Mire, calcúlelo usted mismo—le dijo a Lebas, alargándole la regla—. Si llegan hasta Lila, tanto mejor para nosotros», terminó con una sonrisa sardónica.2
La estrategia francesa no ignoraba la amenaza de un envolvimiento por medio de un ala derecha alemana. Por el contrario, el Estado Mayor francés creía que mientras los alemanes hicieran más fuerte su ala derecha, más débil sería su centro y el ala izquierda, en donde el Ejército francés podría lanzar un fuerte ataque. La estrategia francesa dejó de lado la frontera belga y dedicó toda su atención a este fin. En tanto los alemanes sólo pensaban en el largo rodeo para envolver el flanco francés, éstos planeaban una ofensiva de dos fases por el centro y a la izquierda, a ambos lados de la zona fortificada alemana de Metz, y, al obtener la victoria en este sector del frente, cortar el ala derecha alemana por su base. Se trataba de un plan muy osado nacido del ansia de recuperación de Francia de la humillación sufrida en Sedán.
Según las cláusulas de paz dictadas por Alemania en Versalles en 1871, Francia había sufrido una amputación, había sido obligada a pagar indemnizaciones y a ser ocupada. Entre las cláusulas impuestas figuraba un desfile de las tropas alemanas por los Campos Elíseos. Y este desfile tuvo lugar por una avenida decorada con banderas negras y vacía completamente. En Burdeos, en donde la Asamblea francesa ratificó las cláusulas de paz, los diputados de Alsacia y Lorena abandonaron la sala con lágrimas en los ojos, dejando atrás su protesta: «Proclamamos el derecho de los alsacianos y lorenos de ser eternamente miembros de la nación francesa. Juramos en nuestro nombre, en nombre de nuestros constituyentes, nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos, que exigiremos, por todos los tiempos y por todos los medios, este derecho frente al usurpador».3
La anexión, aun en contra de la opinión de Bismarck, que la consideraba el talón de Aquiles en el nuevo Imperio alemán, era exigida por el viejo Moltke y su Estado Mayor. Insistieron y convencieron al emperador de que las provincias fronterizas con Metz, Estrasburgo y los Vosgos habían de ser anexionadas por Alemania para evitar, de una vez para siempre, que pudieran ser designadas por Francia para una guerra defensiva. Pretendían exigir de Francia una indemnización de cinco mil millones de francos para hundir a Francia por toda una generación y destinar un ejército a la ocupación del país hasta que hubiera sido pagada esta indemnización. Haciendo un enorme esfuerzo, los franceses lograron reunir esta cantidad en el curso de tres años, a partir de los cuales comenzó su recuperación.
Continuaba la sombra de Sedán, una sombra muy negra en el recuerdo de todos los franceses: «N’en parlez jamais: pensez-y toujours», había aconsejado Gambetta.4 Durante cuarenta años sólo pensaban en «aquello». «Aquello» lo representaba todo en la política exterior francesa. Durante los primeros años después de 1870, el instinto y la debilidad militar dictaron una política de estrategia de fortalezas. Francia se defendía tras una línea de fortificaciones comunicadas entre sí. Dos líneas fortificadas, Belfort-Epinal y Toul-Verdún, guardaban el frente oriental, y una, Maubeuge-Valenciennes-Lila, la mitad occidental de la frontera belga. Los huecos dejados tenían que canalizar las fuerzas de invasión extranjeras.
Tras este muro, tal como insistió Victor Hugo en uno de sus más vibrantes llamamientos, «Francia sólo tendrá que pensar en reconstruir sus fuerzas, concentrar sus energías, alimentar su sagrada ira, llamar a filas a su joven generación para formar un ejército del pueblo, trabajar sin descanso, estudiar los métodos y habilidades del enemigo y ser de nuevo la gran Francia, la del año 1792, la Francia que exponía sus ideas con la punta de su espada. Y llegará el día en que será irresistible. El día en que volverá a apoderarse de Alsacia-Lorena».5
Francia prosperó de nuevo, pero bajo las luchas internas, el realismo, el boulangismo, el clericalismo, las huelgas y, finalmente, el devastador asunto Dreyfus, continuaba ardiendo la sagrada ira, sobre todo en el Ejército. Lo único que mantenía unidos a todos los miembros del Ejército, tanto si pertenecían a la vieja guardia o eran republicanos, jesuitas o masones, era la mystique d’Alsace. Las miradas de todos estaban fijas en la línea azul de los Vosgos. Un capitán de infantería confesó, en el año 1912, que solía conducir a sus hombres en patrullas de exploración secreta hasta las cumbres desde donde podían divisar la ciudad de Colmar. «Al regreso de estas expediciones secretas, nuestros hombres se sentían dominados por una incontrolable emoción».6
En su origen, Alsacia había sido disputada tanto por Alemania como por Francia, hasta que durante el reinado de Luis XIV fue anexionada al país galo de acuerdo con el Tratado de Westfalia de 1648. Después de que se anexionase Alemania, Alsacia y parte de Lorena en 1870, durante el gobierno de Bismarck, éste aconsejó conceder a sus habitantes la máxima autonomía y estimular todo lo posible su localismo, pues cuanto más alsacianos se consideraran, tanto menos franceses se sentirían. Pero sus sucesores no tuvieron en cuenta nunca este consejo. Jamás tomaron en consideración los deseos de sus nuevos súbditos, no hicieron el menor esfuerzo por ganarse sus simpatías, administraron las provincias como Reichsland o ‘territorio imperial’ a las órdenes de funcionarios alemanes como si se tratara de colonias africanas, logrando con ello disgustar a la población hasta que les fue conferida una Constitución en el año 1911. Pero entonces ya era demasiado tarde. La Administración alemana sufrió un rudo golpe con el asunto De Zabern, en el año 1913, que empezó cuando, después de un intercambio de insultos entre la población indígena y los soldados alemanes, un oficial alemán golpeó a un zapatero inválido con su sable. El caso terminó en una exposición pública de la política alemana en el Reichsland, en un creciente sentimiento hostil a Alemania en todo el mundo y en el simultáneo triunfo del militarismo en Berlín, en donde el oficial De Zabern se convirtió en un héroe, felicitado por el príncipe heredero.
La Alemania de 1870 no había alcanzado aún su objetivo final. El Día de Alemania en Europa, cuando el Imperio alemán había sido proclamado en la Sala de los Espejos en Versalles, no había llegado aún a su fin. Francia no había sido aniquilada, el Imperio francés continuaba extendiéndose por África del Norte e Indochina, y el mundo del arte y de la belleza continuaba postrándose a los pies de París. Los alemanes sentían una terrible envidia por el país que acababan de conquistar. «Vivir como Dios en Francia» continuaba siendo uno de los dichos más populares entre los alemanes. Al mismo tiempo, consideraban que Francia era un país decadente en su cultura y debilitada por su democracia. «Es completamente imposible para un país que ha tenido cuarenta y dos ministros de la Guerra en cuarenta y tres años, poder luchar de un modo efectivo», anunció el profesor Delbrück, el más célebre entre todos los historiadores alemanes.7 Considerándose a sí misma superior en espíritu, fuerza y energía, en la industria y en las virtudes nacionales, Alemania alegaba que se merecía el dominio de Europa. La obra de Sedán había de ser completada.
Viviendo a la sombra de esta obra no completada, Francia, que resurgía en espíritu y fuerza, se cansaba de estar eternamente en guardia, exhortada por sus gobernantes a ponerse a la defensiva. A finales de siglo su espíritu se rebeló contra treinta años de actitud defensiva con su consiguiente sentimiento de inferioridad. Francia sabía que físicamente era más débil que Alemania. Tenía menos población y su índice de natalidad era inferior. Precisaba de un arma para tener mayor confianza en sí misma y poder sobrevivir. Un arma de la que careciera Alemania. La «idea armada» cumplía esta necesidad. La fe en su poder convenció a Francia de que el espíritu humano no necesitaba, a fin de cuentas, someterse a las fuerzas predestinadas de la evolución que Schopenhauer y Hegel habían declarado irresistibles. El nuevo concepto francés quedó expresado en las palabras de Bergson como el élan vital, el espíritu todo conquistador. El espíritu de Francia sería el factor compensador. Su voluntad de victoria, su élan, permitiría a Francia vencer a su enemigo. Su genio estaba en su espíritu, el espíritu de la gloire, del año 1792, de la incomparable «Marseillaise», el espíritu de la heroica caballería del general Margueritte y su carga en Sedán, cuando incluso Guillermo I, mientras contemplaba la batalla, no pudo por menos de exclamar: «Oh, les braves gens!».8
La fe en el fervor de Francia, en el furor gallicae, reanimó la fe de Francia en sí misma en la generación de después del año 1870. Fue este fervor el que desplegó sus banderas, hizo redoblar sus tambores y armó a sus soldados, y sería el que llevaría a Francia a la victoria en el caso de que volviese a verse mezclada en una guerra.
Traducido a términos militares, el élan vital de Bergson se convirtió en la doctrina de la ofensiva, y la atención que merecía la frontera belga fue cediendo gradualmente en favor de un deslizamiento progresivo de gravedad hacia el este, hacia el punto en donde una ofensiva francesa pudiera ser lanzada para romper el frente alemán a través del Rin. Para los alemanes la maniobra de envolvimiento a través de Flandes conducía hacia París; para los franceses no llevaba a ninguna parte. Sólo podían llegar a Berlín por el camino más corto. Cuanto más se decantaba el modo de pensar del Estado Mayor en favor de la ofensiva, tanto mayor era el número de fuerzas que concentraba en el punto de ataque y tanto menos fuerzas dejaban para defender la frontera belga.
Mientras que la filosofía militar francesa había cambiado, la geografía francesa era igual. Los factores geográficos de sus fronteras continuaban siendo aquellos que habían determinado los alemanes en el año 1870. Las demandas territoriales de Alemania, le había explicado Guillermo I a la emperatriz Eugenia, «no tienen otro objetivo que hacer retroceder el punto de partida desde el que los ejércitos franceses pudieran atacarnos en el futuro». Y, al mismo tiempo, hacían avanzar los puntos de partida desde los cuales Alemania podía atacar a Francia. En tanto su geografía obligaba a Francia a adoptar una estrategia defensiva, su historia y su desarrollo, entre 1870 y 1914, dirigían su mente hacia la ofensiva.
La doctrina de la ofensiva tenía su origen en la École Supérieure de la Guerre, la Academia Militar, la sede de la elite intelectual del Ejército, cuyo director, el general Ferdinand Foch, era el forjador de la teoría militar de la época. La mente de Foch, al igual que un corazón, contenía dos válvulas: la primera alimentaba el espíritu de la estrategia y la segunda hacía circular el sentido común. Por un lado, Foch predicaba una doctrina de voluntad expuesta en su famoso aforismo: «La voluntad de conquista es la primera condición de la victoria», o, de un modo más concreto: «Victoire, c’est la volonté», y «Una batalla ganada es una batalla en la que nos negamos a confesar que hemos sido derrotados».9
En la práctica, esto había de convertirse en la famosa orden en el Marne para lanzarse al ataque cuando la situación exigía el repliegue. Su oficialidad de aquellos días siempre recordaría sus gritos de «¡Atacar! ¡Atacar!» mientras hacía violentos gestos y corría de un lado a otro como si sufriera descargas eléctricas. Cuando más tarde le preguntaron por qué había avanzado en el Marne cuando técnicamente había sido derrotado, contestó: «¿Por qué? No lo sé. Debido a mis hombres, porque tenían voluntad. Y, además... Dios estaba con nosotros».
Aunque había estudiado a fondo a Clausewitz, Foch no creía, como los sucesores alemanes de Clausewitz, en el esquema de una batalla estudiada de antemano en todos los detalles. Todo lo contrario, creía en la necesidad de una adaptación continua y una improvisación de acuerdo con las circunstancias que se fueran presentando. «El reglamento es muy bueno a la hora de la instrucción, pero en los momentos de peligro no puede hacerse uso del mismo», solía decir. «Hemos de aprender a pensar». Y pensar significaba dejar libertad a la iniciativa, permitir que lo imponderable ganara sobre lo material, exponer, en todo momento, la voluntad y el poder sobre las circunstancias. Pero la idea de que sólo la moral podía conquistar y vencer, prevenía Foch, era un «concepto muy infantil».
Pero no se entretenía mucho en sus elucubraciones metafísicas y pensaba en el acto en sus conferencias y los libros que publicó antes de la guerra, Les principes de la guerre y La conduite de la guerre, en los cuales exponía los factores clásicos de la táctica, el despliegue de las avanzadillas, la necesidad de la sûreté o ‘protección’, los elementos logísticos, la necesidad de obediencia y disciplina. Casi todas sus enseñanzas quedaban resumidas en otro aforismo que hizo familiar durante la guerra: «De quois s’agit’il?» (‘¿Dónde está la esencia del problema?’).
A pesar de su elocuencia cuando hablaba de la táctica, fue la mística voluntad de conquista lo que cautivó la mente de sus discípulos. En cierta ocasión, en 1908, cuando Clemenceau había pensado en Foch, que entonces era profesor, para el cargo de director de la Academia Militar, un agente privado a quien envió a escuchar sus conferencias le informó profundamente consternado: «Ese oficial enseña la metafísica de un modo tan abrupto que convertirá en idiotas a sus discípulos». A pesar de que Clemenceau nombró a Foch para el cargo, había, sin embargo, cierta realidad en el informe del agente. No por el hecho de que fueran enseñanzas tan obtusas, sino por el hecho de que precisamente eran tan atractivas, y los principios de Foch formaron escuela en Francia. Fueron asimilados con especial entusiasmo por un «ardiente y brillante oficial», el coronel Grandmaison, quien en su calidad de director del Troisième Bureau o Sección de Oneraciones, pronunció en 1911 dos conferencias en la Academia Militar con efectos tranquilizadores.
El coronel Grandmaison había asimilado única y exclusivamente la cabeza y no los pies de los principios de Foch. Exponiendo su élan, sin su sûreté, expresó una filosofía militar que electrizó a sus oyentes. Esgrimió ante sus sorprendidos ojos una «idea armada» que trataba de demostrarles cómo podría ganar Francia una guerra. Lo esencial era la offensive à outrance (‘ofensiva a ultranza’). Sólo así podía alcanzarse la batalla decisiva de Clausewitz, que «es el acto esencial de la guerra», y que, «una vez iniciada, debe ser llevada a buen término, sin segundas intenciones, hasta el límite de la resistencia humana». El tomar la iniciativa era la condición sine qua non. Unas disposiciones preconcebidas basadas en un juicio dogmático de lo que haría el enemigo eran completamente prematuras. La libertad de acción se consigue única y exclusivamente imponiendo nuestra voluntad al enemigo. «Todas las órdenes del mando deben estar inspiradas en la voluntad de tomar y conservar la iniciativa». La defensiva queda olvidada, abandonada, descartada, pues su única posible justificación era ocasional «economía de fuerzas en ciertos puntos con vistas a que participaran en el ataque principal».
Los efectos de estas palabras en el Estado Mayor fueron profundos y durante los dos años siguientes los preceptos fueron tenidos en cuenta en las nuevas regulaciones de campaña para la dirección de la guerra y en un nuevo plan de campaña, el «Plan 17», que fue adoptado en mayo de 1913. Tras pocos meses de haber pronunciado Grandmaison sus conferencias,10 el presidente de la República, Fallières, anunció: «Sólo la ofensiva se adapta al temperamento de los soldados franceses [...]. Estamos decididos a marchar directamente sobre el enemigo sin ninguna clase de vacilaciones».11
Los nuevos planes de campaña aprobados por el gobierno en octubre de 1913, como el documento fundamental para la instrucción y la dirección del Ejército francés, se anunciaban con toques de trompeta: «El Ejército francés, que vuelve a sus tradiciones, desde este momento no admite otra ley que el ataque». Seguían ocho mandamientos que hacían referencia a la «batalla decisiva», a la «ofensiva sin vacilaciones de ninguna clase», «a la valentía y tenacidad», «a la destrucción de la voluntad del adversario».12 Con toda la pasión de la ortodoxia que trataba de aniquilar la herejía, los planes descartaban y abandonaban por completo toda labor defensiva. «Solamente la ofensiva—proclamaba—conduce a resultados positivos». Su Séptimo Mandamiento decía: «Las batallas están por encima de las luchas morales. La derrota es inevitable tan pronto como deja de existir la voluntad de conquista. El éxito no lo consigue el que ha padecido menos, sino aquel cuya voluntad es la más fuerte».
En ningún punto de los ocho mandamientos se hacía la menor referencia a lo que Foch llamaba la sûreté. Las enseñanzas se resumían en la palabra favorita del cuerpo de oficiales franceses, le cran, ‘el nervio’. Lo mismo que la juventud emprendió la marcha bajo una bandera que lucía el nombre de Excelsior, el Ejército francés fue a la guerra, en el año 1914, bajo una bandera que llevaba el nombre de Cran.
En 1911, el mismo año en que el coronel Grandmaison pronunció sus conferencias, se hizo un último esfuerzo para obligar a Francia a una estrategia defensiva, y este esfuerzo realizado en el Consejo Supremo de Guerra fue hecho, ni más ni menos, que por el comandante en jefe, el general Michel. En su calidad de vicepresidente del Consejo, cargo que llevaba ínsita la función de comandante en jefe en caso de guerra, el general Michel era el oficial decano en el Ejército. En un informe que reflejaba precisamente el modo de pensar de Schlieffen, sometió su opinión sobre la probable línea de ataque alemán y sus propósitos concretos con relación al ala derecha alemana.
A causa de las dificultades naturales y de las fortificaciones francesas a lo largo de la frontera común con Alemania, argüía, los alemanes no podían confiar en ganar una rápida y decisiva batalla en Lorena. Ni tampoco marchando a través de Luxemburgo y el extremo más cercano a Bélgica, al este del Mosa, conseguían espacio suficiente para su estrategia favorita de envolvimiento. Sólo aprovechándose de «todo el conjunto del territorio belga», dijo, podían lanzar los alemanes aquella ofensiva «inmediata, brutal y decisiva» que habían de descargar sobre Francia antes de que las fuerzas de sus aliados acudieran en su ayuda. Señaló que desde hacía muchos años los alemanes ambicionaban el gran puerto belga de Amberes y esto les proporcionaba una razón adicional para atacar a través de Flandes. Propuso hacer frente a Alemania a lo largo de la línea Verdún-Namur-Amberes con un ejército francés de un millón de hombres cuya ala izquierda, al igual que la derecha de Schlieffen, rozara el Canal con su manga.
El plan del general Michel no sólo era esencialmente defensivo, sino que dependía de una proposición que era anatema para sus compañeros. Para hacer frente al número de soldados que creía que los alemanes destinarían a través de Bélgica, el general Michel propuso doblar los efectivos fronterizos franceses adscribiendo un regimiento de reserva a cada uno de los regimientos en activo. Si hubiera propuesto admitir a Mistinguett entre los Inmortales de la Academia Francesa probablemente no hubiese levantado más clamor y disgusto.
«Les réserves, c’est zéro!»13 era el dogma clásico del cuerpo de oficiales francés. Los hombres que habían terminado su instrucción en el servicio militar y que figuraban entre los veintitrés y los treinta y cuatro años quedaban clasificados como reservistas. Al ser movilizadas, las promociones más jóvenes completaban las unidades regulares del Ejército para que contaran con fuerzas de guerra, mientras que el resto de los varones eran incluidos en regimientos de reserva, brigadas o divisiones según distritos geográficos locales. Eran considerados aptos única y exclusivamente para las obligaciones de retaguardia o para ser destinados a las fortalezas, e incapaces, a causa de la falta de oficiales instruidos o de la reserva, para ser destinados como regimientos de primera línea. El desprecio del ejército regular por las reservas, un desdén que era compartido por los partidos de la derecha, era mayor aún estando la nación en armas. Mezclar a los reservistas con las divisiones en activo equivaldría a clavar un puñal en la garganta del ejército de primera línea. Sólo el ejército activo, decían, puede intervenir en la defensa del territorio.
Los partidos de la izquierda, por otro lado, y en recuerdo del general Boulanger, asociaban el Ejército a coups d’état y creían en el principio según el cual toda la nación debía contribuir en el esfuerzo bélico como la única salvaguarda de la República. Eran de la opinión de que unos cuantos meses de instrucción capacitaban a cualquier ciudadano para ir a la guerra y se oponían de un modo rotundo al aumento a tres años del servicio militar. El Ejército exigió esta reforma en el año 1913, no sólo para hacer frente al Ejército alemán, sino porque cuantos más hombres estuvieran bajo las armas en un momento dado, tanto menos habría de confiarse en las unidades de reserva. Después de largos y enojosos debates fue aprobada la ley de tres años en 1913.
El desprecio hacia las reservas quedó aumentado por la nueva doctrina ofensiva, ya que se creía que sólo podía ser inculcada a las tropas en activo. Para realzar el lanzamiento irresistible del attaque brusquée, simbolizado por la bayoneta calada, la cualidad esencial era el élan, y el élan no podía suponerse en unos hombres que vivían entregados por completo a la vida civil y que tenían responsabilidades familiares. Los reservistas mezclados con las tropas activas crearían «ejércitos de decadencia», incapaces de sentir la sed de la conquista.
Se sabía que unos sentimientos parecidos dominaban al otro lado del Rin. El káiser había repetido en innumerables ocasiones: «No queremos padres de familia en el frente».14 En el Estado Mayor francés era un dogma que los alemanes no mezclarían las unidades de la reserva con las unidades en activo, y esto llevó a la creencia de que los alemanes no contarían con hombres suficientes en la línea del frente para hacer dos cosas al mismo tiempo: establecer una potente ala derecha a través de un extenso territorio belga al oeste del Mosa y mantener fuerzas suficientes por parte de los franceses a través del Rin.
Cuando el general Michel presentó su plan, el ministro de la Guerra, Messimy, lo calificó de «comme une insanité».15 Como presidente del Consejo Superior de Guerra no sólo intentó anularlo, sino que también consultó con otros miembros del Consejo sobre la conveniencia de sustituir a Michel.16
Messimy, un hombre exuberante, enérgico y casi violento, de grueso cuello, cabeza redonda, brillantes ojos de campesino, lentes y una voz muy potente, era un antiguo oficial profesional. En 1899, cuando era capitán de cazadores a la edad de treinta años, se había licenciado en el Ejército como protesta contra la negativa de estudiar de nuevo el caso Dreyfus. En aquel ambiente tan apasionado, el cuerpo de oficiales, que tradicionalmente se sentía separado del pueblo, apretó sus filas e insistió en que admitir la posibilidad de la inocencia de Dreyfus, después de su condena, sería destruir el prestigio y la infalibilidad del Ejército. Messimy decidió entonces dedicarse a la carrera política con el fin de «reconciliar al Ejército con la nación».17 Examinó el Ministerio de la Guerra en busca de mejoras. Al descubrir un número de generales «incapacitados no sólo para dirigir tropas, sino incluso para seguirlas»,18 adoptó el sistema de Theodore Roosevelt de ordenar a todos los generales que dirigieran las maniobras montados a caballo. Cuando esto provocó protestas de determinados generales que a causa de su edad habrían de licenciarse del Ejército, Messimy replicó que éste era precisamente el objetivo que él perseguía. Fue nombrado ministro de la Guerra en junio de 1911, después de una serie de cuatro ministros en cuatro meses, y al día siguiente de tomar posesión de su cargo se enfrentó con la presencia del cañonero alemán Panther frente a Agadir, lo que precipitó la segunda crisis en Marruecos. En espera de la movilización en cualquier momento, Messimy se dijo que el generalísimo previsto para el mando, el general Michel, era «incapaz, indeciso» y que «se derrumbaría bajo el peso de la responsabilidad que en un momento dado pudiera caer sobre él».19 Messimy estaba firmemente convencido de que en el cargo que ocupaba representaba un «peligro nacional». La «loca» propuesta de Michel fue el pretexto para librarse de él.
Michel, sin embargo, se negó a marcharse antes de que su plan fuera presentado al Consejo, entre cuyos miembros figuraban los más relevantes generales de Francia: Gallieni, el gran colonialista; Pau, el veterano manco de 1870; Joffre, el ingeniero silencioso; y Dubail, el ejemplo de la valentía que llevaba el quepis ladeado sobre un ojo con el chic exquis del Segundo Imperio.20 Todos ellos habían de ocupar puestos de mando en 1914 y dos de ellos fueron ascendidos a mariscales de Francia. Pero ninguno dio su apoyo al plan de Michel. Uno de los oficiales del Ministerio de la Guerra que estuvo presente en la reunión dijo: «No hay necesidad de discutirlo. Michel está mal de la cabeza».21
Tanto si este veredicto representaba o no el punto de vista de todos los presentes, pues Michel alegó, más tarde, que el general Dubail se había mostrado en un principio de acuerdo con él, lo cierto es que Messimy, que en ningún momento ocultó la hostilidad al plan, se ganó el visto bueno del Consejo. Quiso el destino que Messimy fuera un hombre de mucho carácter, al contrario que Michel. Estar en lo cierto y ser ignorado es cosa que no olvidan las personas que ocupan posiciones de responsabilidad, pero Michel pagó caras sus presunciones. Fue nombrado comandante militar de París, en donde en un momento crucial demostró, en efecto, que era un hombre «incapaz e indeciso».
Messimy, después de haber abandonado por completo la herejía del plan defensivo de Michel, hizo todo lo que estuvo en su poder en el Ministerio de la Guerra para equipar al Ejército, para que éste se pudiera lanzar a una brillante ofensiva, pero se vio defraudado en su ambición más acariciada: la necesidad de reformar el uniforme francés. Los ingleses habían adoptado el caqui después de la guerra con los bóers, y los alemanes estaban a punto de efectuar el cambio del azul prusiano al gris de campaña. Pero en 1912 los soldados franceses continuaban luciendo las chaquetas azules, el quepis y los pantalones rojos que habían llevado en 1830, cuando los fusiles sólo alcanzaban doscientos pasos y los ejércitos que luchaban con las filas cerradas no tenían necesidad del camuflaje. Cuando visitó el frente de los Balcanes en el año 1912, Messimy vio las ventajas que tenían los búlgaros con sus uniformes parduscos y volvió a Francia decidido a reducir la visibilidad del Ejército francés. Pero su proyecto de embutir a sus soldados en uniformes grises y azules o grises y verdes levantó un sinfín de protestas. El orgullo del Ejército era intransigente a renunciar a sus pantalones rojos, del mismo modo que aceptaba las armas pesadas a disgusto. De nuevo el prestigio del Ejército se encontraba en un callejón sin salida. Vestir a los soldados franceses en un color sucio, poco glorioso, declaraban los altos oficiales del Ejército, sería ceder ante las presiones de los Dreyfus y los masones. Borrar «todo lo que es colorido, todo lo que presta su alegre aspecto a los soldados—escribió el Echo de París—, es ir en contra tanto del gusto francés como de la función militar». Messimy insistió en que pudiera muy bien darse el caso de que ambos ya no fueran sinónimos, pero sus contrarios no cedieron. Durante una reunión parlamentaria, un antiguo ministro de la Guerra, el señor Etienne, habló por Francia:
—¿Eliminar los pantalones rojos?—gritó—. ¡Nunca! Le pantalon muge, c’est la France!
«Esta ciega e imbécil preferencia por el más visible de todos los colores tendrá crueles consecuencias», escribió más tarde Messimy.22
Mientras tanto, todavía en plena crisis de Agadir, tenía que proceder al nombramiento de otro generalísimo en lugar de Michel. Decidió conferir más responsabilidad al cargo combinándolo con el de jefe del Estado Mayor y aboliendo el cargo de jefe del Estado Mayor en el Ministerio de la Guerra, que era ocupado por el general Dubail. El sucesor de Michel tendría todas las riendas del poder reunidas en sus manos.
La primera elección de Messimy recayó en el austero y brillante general Gallieni, que se negó a aceptarlo alegando que, habiendo contribuido a la caída de Michel, ahora sentía escrúpulos en sucederle. Además, sólo le quedaban dos años de servicio activo y opinaba que el nombramiento de un «colonialista» provocaría disgustos en el ejército metropolitano; «une question de bouton»,23 dijo, llevándose el dedo índice a su insignia. El general Pau, a quien le correspondía por turno, puso como condición que se le permitiera nombrar a los generales que ocuparían los cargos más altos, lo que, teniendo en cuenta sus puntos de vista reaccionarios, amenazaba con establecer una barrera entre un Ejército de derechas y una nación republicana. Agradeciendo su honestidad, el gobierno se negó a aceptar esta condición. Messimy consultó con Gallieni, que le sugirió a su antiguo subordinado en Madagascar, «un frío y metódico trabajador con una mente lúcida y precisa».24 En consecuencia, el cargo, fue ofrecido al general Joseph-Jacques-Césaire Joffre, que entonces tenía cincuenta y nueve años de edad, antiguo jefe del Cuerpo de Ingenieros y actual jefe de los Servicios de Retaguardia.
Imponente y barrigudo en su holgado uniforme, con rostro carnoso adornado por unos bigotes pesados casi blancos y unas pobladas cejas, piel rosada y juvenil, serenos ojos azules y una mirada cándida y tranquila, Joffre parecía Santa Claus y tenía cierto aire de benevolencia e ingenuidad, dos cualidades que no formaban parte de su carácter, precisamente. No descendía de una familia de caballeros, no se había graduado en St. Cyr, sino en la menos aristocrática, aunque no menos científica, École Polytechnique, y no había estado en la Academia Militar para recibir una instrucción militar superior. Como oficial del Cuerpo de Ingenieros que cuidaba de temas tan poco románticos como las fortificaciones y los ferrocarriles, formaba parte de una sección del Ejército cuyos oficiales pocas veces eran elegidos para cargos más elevados. Era el mayor de once hijos de un pequeño fabricante burgués de barriles de vino en los Pirineos franceses. Su carrera militar se había distinguido por un silencioso cumplimiento y una gran eficacia en todos los cargos que había desempeñado como comandante de una compañía en Formosa, en Indochina, en Sudán y Tombuctú, como oficial de Estado Mayor en la Sección de Ferrocarriles en el Ministerio de la Guerra, como profesor en la Escuela de Artillería, como oficial de fortificaciones a las órdenes de Gallieni en Madagascar de 1900, a 1905, como general de división en 1905, al mando de un Cuerpo de Ejército en 1908, y como director de la Retaguardia y miembro del Consejo de Guerra desde 1910.
No se le conocían relaciones clericales, monárquicas o de otra índole, había estado lejos del país durante el caso Dreyfus, su reputación de buen republicano era tan intachable como sus bien cuidadas manos y era un hombre sereno y flemático. Su característica más relevante era su habitual silencio, lo que en otros hombres hubiera podido ser tomado como timidez o desprecio hacia los demás, pero que en Joffre inspiraba confianza. Le quedaban todavía cuatro años antes de ser licenciado por alcanzar la edad correspondiente.
Joffre tenía plena conciencia de una deficiencia suya: no estaba al corriente del intrincado trabajo de un Estado Mayor. Un caluroso día de julio, cuando dejaron abiertas las puertas en el Ministerio de la Guerra que daban a la Rue St. Dominique, unos oficiales vieron en su despacho al general Pau cogiendo a Joffre por un botón de su guerrera. «Bien, cher ami —le decía—, le daremos a De Castelnau. Él conoce todo lo referente a la labor en el Estado Mayor... todo marchará sobre ruedas».25
Castelnau, que se había graduado tanto en St. Cyr como en la Academia Militar, procedía, como D’Artagnan, de Gascuña, donde se dice que se educan hombres de sangre ardiente y cerebro frío. Tenía la desventaja de estar emparentado con un marqués, de haberse relacionado con los jesuitas y de hacer gala de un catolicismo personal que él practicaba tan públicamente que durante la guerra se ganaría el apodo de «le capucin botté», ‘el monje con botas’. Sin embargo, gozaba de una larga experiencia en el Estado Mayor. Joffre hubiese preferido a Foch, pero sabía que Messimy sentía un inexplicable prejuicio contra este último.26 Tal como era su costumbre, escuchó los comentarios de Pau y los aceptó.
«¡Ay!», se lamentó Messimy cuando Joffre solicitó el nombramiento de Castelnau como lugarteniente suyo. «Levantará usted una tormenta en los partidos de la izquierda y se creará muchos enemigos».27 Sin embargo, con el consentimiento del presidente y del primer ministro, que «puso una cara de desconcierto y consternación», ambos nombramientos merecieron la aprobación oficial. Un general que ambicionaba un cargo para él mismo previno a Joffre contra De Castelnau, diciendo que éste le desplazaría: «Castelnau no», replicó Joffre. «Lo necesito durante seis meses, luego le daré el mando de un Cuerpo de Ejército». Pero luego quedó demostrado que De Castelnau era un oficial realmente incapacitado y Joffre le dio el mando de una división en lugar de un Cuerpo de Ejército.
La suprema confianza de Joffre en sí mismo quedó demostrada al año siguiente cuando su ayudante, el comandante Alexandre, le preguntó si temía que la guerra pudiera estallar pronto.
—Sí, lo temo—replicó Joffre—. Siempre lo he creído. Estallará: lucharé y venceré. Siempre he conseguido lo que me he propuesto... como en Sudán. Y volverá a ser así.
—Esto significaría el bastón de mando de mariscal para usted.
—En efecto—asintió Joffre, con lacónica ecuanimidad.28
Bajo la égida de un personaje tan poco comunicativo, el Estado Mayor se dedicó, a partir del año 1911, a revisar los reglamentos de campaña, reeducando a la tropa en su espíritu y forjando un nuevo plan de campaña para sustituir el «Plan 16». La mente rectora del Estado Mayor, Foch, había sido ascendido y desde la Academia Militar había pasado a ocupar un mando; su último destino fue Nancy, donde, como solía decir, «la frontera del año 1870 cortaba como una cicatriz el pecho del país».29 Allí, guardando la frontera, estaba al mando del XX Cuerpo, que muy pronto había de hacerse famoso. Había dejado atrás, sin embargo, una «capilla», como eran llamadas las camarillas en el Ejército francés, de un número de discípulos que formaban un círculo alrededor de su persona. Y también había dejado atrás un plan estratégico, que fue lo que se convirtió en el marco del «Plan 17». Completado en abril de 1913, fue adoptado sin discusión o consulta, conjuntamente con los nuevos reglamentos de campaña por el Consejo Supremo de Guerra en el mes de mayo. Fueron dedicados los siguientes dieciocho meses a reorganizar el Ejército sobre la base del plan, preparando todas las instrucciones y órdenes de movilización, transportes, servicios de suministros, destinos y concentraciones. En febrero de 1914 estaba listo para ser distribuido en secciones a los generales de los cinco ejércitos en que estaban divididas las Fuerzas Armadas francesas.
La idea original, tal como fue expuesta por Foch, era: «Hemos de llegar a Berlín pasando por Maguncia»,30 o sea, cruzando el Rin en Maguncia, a 130 millas al noroeste de Nancy. Este objetivo, sin embargo, era única y exclusivamente una idea, un plan. A diferencia del «Plan Schlieffen», el «Plan 17» no contenía un objetivo principal y tampoco un esquema explícito de las operaciones. No era un plan de operaciones, sino un plan de desarrollo con estudio de varias posibles líneas de ataque para cada ejército, según cuáles fueran las circunstancias, pero sin un objetivo concreto. Puesto que, en esencia, era un plan de respuesta, una respuesta al ataque alemán, cuyas rutas de avance no podían ser claramente fijadas por los franceses, tenía por necesidad que ser, tal como expuso Joffre, «a posteriori y oportunista».31 Su intención era clara: «¡Atacar!». Por todo lo demás, sus disposiciones eran muy flexibles.
Una breve directriz general de cinco frases, clasificadas como secretas, fue lo único que se enseñó a todos los generales que habían de llevar el plan a la práctica, pero sin concederles el derecho a discutirla. Y, en realidad, ofrecía muy poco para una discusión. «Sean cuales fueran las circunstancias, es intención del comandante en jefe avanzar con todas las fuerzas al encuentro de los ejércitos alemanes». El resto de la directriz general indicaba única y exclusivamente que la acción francesa consistía en dos ofensivas mayores, una a la izquierda y la otra a la derecha de la zona fortificada alemana en Metz-Thionville. La primera, a la derecha o «sur de Metz», avanzaría directamente hasta esta ciudad a través de la antigua frontera de Lorena, mientras que una operación secundaria en Alsacia estaba prevista para asentar el ala derecha francesa en el Rin. La ofensiva a la izquierda o «norte de Metz» avanzaría en dirección norte o, en el caso de que el enemigo violara territorio neutral, en dirección nordeste, por Luxemburgo y las Ardenas belgas, pero este movimiento sería llevado a la práctica solamente en caso de ordenarlo el comandante en jefe. El propósito general, aunque esto no se decía en ninguna parte, era cruzar el Rin, aislando al mismo tiempo el ala derecha invasora alemana desde detrás.
Para este fin, el «Plan 17» desplegaba cinco ejércitos franceses a lo largo de la frontera entre Belfort y Alsacia hasta Hirson, a una tercera parte del camino, aproximadamente, de la frontera franco-belga. Los restantes dos tercios de la frontera belga, desde Hirson hasta el mar, quedaban sin defensa. Era precisamente a lo largo de esta franja donde el general Michel había planeado defender Francia. Joffre encontró su plan en la caja fuerte de su oficina cuando sucedió a Michel. Concentraba el centro de gravedad de las fuerzas francesas en esta extrema sección izquierda de la línea, que, en cambio, Joffre dejaba al descubierto. Era un plan prematuramente defensivo, no permitía tomar la iniciativa, y Joffre, después de un meticuloso estudio, lo calificó como una «locura».32
El Estado Mayor francés, a pesar de que recibía mucha información a través del Deuxième Bureau, el servicio de información militar francés, que señalaba un poderoso envolvimiento del ala derecha alemana, creía que los argumentos contra esta maniobra eran más convincentes que su misma evidencia. No creían que los alemanes pudieran cruzar Flandes, a pesar de que les había sido expuesta una primera versión del «Plan Schlieffen» por un oficial del Estado Mayor alemán. Durante el curso de tres entrevistas con un oficial de información francés en Bruselas, Niza y París, el oficial alemán se presentó con la cabeza vendada, dejando sólo una abertura que revelaba unos bigotes grises y unos ojos de mirada penetrante.33 Los documentos que entregó, a cambio de una cantidad de dinero muy elevada, revelaban que los alemanes planeaban cruzar Bélgica por Lieja, Namur, Charleroi, e invadir Francia a lo largo del valle del Oise pasando por Guise, Noyon y Compiègne. La ruta era correcta para el año 1914, puesto que los documentos eran auténticos. El general Pendezac, que entonces era el jefe del Estado Mayor francés, opinaba que la información «correspondía perfectamente con la actual tendencia de la estrategia alemana, que enseña la necesidad de un vasto envolvimiento»,34 pero muchos de sus colegas eran de opinión contraria. No creían que los alemanes pudieran movilizar suficientes hombres para una maniobra de tal escala y sospechaban que la información podía ser una trampa para alejar a los franceses de la zona del ataque efectivo. Los planes franceses eran obstaculizados por una serie de dudas, y una de las mayores la representaba Bélgica. Para la mente francesa era evidente que los alemanes oligarían a entrar en la guerra a Inglaterra si violaban el territorio belga y ocupaban Amberes. ¿Era lógico pensar que los alemanes obligaran a entrar en la guerra a Inglaterra? ¿No era «más lógico» suponer que se basarían de nuevo en el plan del viejo Moltke y atacarían Rusia antes de que los rusos pudieran terminar su lenta movilización?
En su intento de adoptar el «Plan 17» a una de las varias hipótesis de la estrategia alemana, Joffre y Castelnau creían que lo más probable era una gran ofensiva enemiga a través de la meseta de Lorena. Creían que los alemanes violarían el extremo del territorio belga al este del Mosa. Calculaban las fuerzas alemanas en el frente del Oeste sin las reservas, en la línea del frente, en veintiséis cuerpos de Ejército. Castelnau decidió que era por completo «imposible» que estas fuerzas pudieran extenderse al otro extremo del Mosa. «Y yo tenía la misma opinión», escribió Joffre.35
Jean Jaurès, el gran jefe socialista, pensaba de un modo diferente. En su batalla contra la ley de los tres años insistió, en sus discursos y en su libro L’Armée nouvelle, en que la guerra del futuro sería de un ejército de masas en la que intervendrían todos los ciudadanos. Esta guerra era la que estaban preparando los alemanes, y si Francia no hacía uso de todos sus reservistas en el frente, estaría sumida en una terrible inferioridad.
Fuera de la capilla de los protectores del «Plan 17» había otros técnicos militares que abogaban firmemente por la defensiva. El coronel Grouard, en su libro La guerre eventuelle, publicado en 1913, escribió: «Es, sobre todo, en la ofensiva alemana a través de Bélgica donde deberíamos fijar toda nuestra atención. Por lo que se puede prever, podemos afirmar, sin vacilaciones de ninguna clase, que si nos lanzamos a la ofensiva desde un principio seremos derrotados. Pero si Francia prepara una defensa contra el ala derecha alemana todas las ventajas estarían a nuestro favor».
En 1913 el Deuxième Bureau reunió suficiente información sobre el destino que los alemanes pensaban dar a sus reservas hasta el punto de que ya era imposible para el Estado Mayor francés ignorar este factor crucial.36 Una crítica de Moltke sobre las maniobras alemanas en el año 1913, indicando que las reservas serían empleadas en el sentido ya conocido ahora, fue a parar también a manos de los franceses. El comandante Melotte, el agregado militar belga en Berlín, observó e informó de que los alemanes llamaban a filas, en 1913, a un número anormal de reservistas, por lo que dedujo que estaban formando un cuerpo de la reserva para cada uno de los cuerpos en activo. Pero los autores del «Plan 17» no se dejaron convencer. Rechazaban las pruebas que apoyaban la teoría de mantenerse a la defensiva, puesto que sus corazones y sus esperanzas, así como también sus enseñanzas y estrategia, se decantaban firmemente por la ofensiva. Se persuadían a sí mismos diciendo que los alemanes tenían intención de usar las reservas exclusivamente para proteger las líneas de comunicaciones y destinarlas a los «frentes pasivos» y como tropas de ocupación. Rechazaban la defensa de la frontera belga, insistiendo en que si los alemanes extendían su ala derecha hasta Flandes dejarían el centro tan indefenso que los franceses, tal como argumentara Castelnau, «podrían partirlo por la mitad». Una potente ala derecha alemana proporcionaría a los franceses la ventaja numérica sobre el centro y la izquierda alemana. Éste es el significado de la clásica frase de Castelnau: «¡Tanto mejor para nosotros!».
Cuando el general Lebas abandonó en cierta ocasión la Rue St. Dominique, le dijo a un diputado por Lila que le acompañaba: «Él tiene tres estrellas en la bocamanga y yo, dos. ¿Cómo puedo discutir con él?».37