Читать книгу Los cañones de Agosto - Barbara W. Tuchman - Страница 6
ОглавлениеPRÓLOGO
El origen de esta obra se remonta a dos libros que escribí anteriormente, centrados ambos en la Primera Guerra Mundial. El primero era Bible and Sword, acerca de los orígenes de la Declaración Balfour de 1917, confeccionada en previsión de la entrada de los británicos en Jerusalén en el transcurso de la guerra contra Turquía en Oriente Próximo. Como centro y lugar de origen de la religión judeocristiana—y también de la musulmana—, aunque en ese momento se trataba de una cuestión que no suscitaba demasiada preocupación, la toma de la Ciudad Santa se consideró un acontecimiento importante que requería un gesto a la altura de las circunstancias y que proporcionara un fundamento moral adecuado. Para atender dicha necesidad se ideó una declaración oficial que reconociera Palestina como el hogar nacional de los habitantes originales, no como resultado de una ideología proclive al semitismo, sino como consecuencia de otros dos factores: la influencia de la Biblia en la cultura británica, en especial del Antiguo Testamento, y una doble influencia, ese preciso año, de lo que el Manchester Guardian llamó «la insistente lógica de la situación militar en los bancos del Canal de Suez»; en definitiva, Bible and Sword («La Biblia y la espada»).
El segundo de los libros que antecedieron a Los cañones de agosto fue El telegrama Zimmermann, sobre la propuesta del entonces ministro de Exteriores alemán, Arthur Zimmermann, de convencer a México, así como a Japón, para que declarara la guerra a Estados Unidos, bajo la promesa de una futura restitución de los territorios de Arizona, Nuevo México y Texas. La inteligente idea de Zimmermann consistía en mantener a Estados Unidos ocupado en el continente americano a fin de impedir que se involucrara en la guerra que tenía lugar en Europa. Sin embargo, Alemania logró justamente lo contrario cuando el telegrama sin hilos enviado al presidente de México fue descodificado por los británicos y transmitido al gobierno norteamericano, que acto seguido lo publicó. La propuesta de Zimmermann suscitó la ira del pueblo estadounidense y precipitó la entrada del país en la guerra.
Siempre he pensado, en el curso de mi relación con la historia, que 1914 fue, por decirlo así, el momento en que el reloj dio la hora, la fecha en que concluyó el siglo XIX y dio inicio nuestra era, «el terrible siglo XX», como Churchill lo llamó. Al buscar el tema para un libro, tuve la impresión de que 1914 se ajustaba a lo que estaba buscando, aunque no sabía por dónde empezar ni qué estructura utilizar. No obstante, mientras estaba dándole vueltas al asunto, ocurrió un pequeño milagro. Mi agente me llamó para preguntarme lo siguiente: «¿Te gustaría hablar con un editor que quiere que escribas un libro sobre 1914?». Me quedé atónita a medida que mi agente me formulaba la pregunta, pero no hasta el punto de no poder responderle: «Bien, sí, me gustaría». La verdad es que me sentía bastante turbada por el hecho de que alguien hubiera tenido la misma idea, pero el hecho de que esa persona, al ocurrírsele la idea, hubiera pensado en mí me llenaba de satisfacción.
Se trataba de un británico, Cecil Scott, de la Macmillan Company, quien, lamentablemente, ya ha fallecido. Como me dijo más tarde, cuando nos reunimos, lo que quería era un libro acerca de lo que sucedió realmente en la Batalla de Mons, la primera ocasión en que el CEB (Cuerpo Expedicionario Británico) entró en combate en 1914; la batalla puso a prueba hasta tal punto la capacidad de combate de los alemanes que dio lugar a leyendas sobre la posibilidad de una intervención sobrenatural. Esa semana, tras entrevistarme con el señor Scott, tenía previsto irme a esquiar unos días, así que me llevé a Vermont un maletín lleno de libros sobre los inicios de la Gran Guerra.
Regresé a casa con el propósito de escribir un libro sobre la huida del Goeben, el acorazado alemán que, tras zafarse de los cruceros británicos que lo persiguieron por el Mediterráneo, había llegado a Constantinopla y había conseguido que Turquía—y con ella todo el Imperio otomano de Oriente Próximo—entrara en la guerra, cosa que determinó el curso de la historia en toda esa zona hasta nuestros días. Explicar la odisea del Goeben me parecía algo natural, puesto que se había convertido en una historia familiar (yo tenía dos años de edad cuando sucedió). Asimismo, el acontecimiento se produjo cuando, junto con mi familia, estaba cruzando el Mediterráneo en dirección a Constantinopla para visitar a mi abuelo, quien por entonces era el embajador estadounidense en la capital otomana. Los miembros de mi familia a menudo explicaban que, desde el barco, pudimos ver la humareda de los disparos que efectuaban los cañones de los cruceros británicos y la posterior huida a toda máquina del Goeben. Después, al llegar a Constantinopla, fuimos los primeros en informar a las autoridades y a los diplomáticos de la capital del drama que habíamos presenciado en alta mar. Cuando mi madre explicó que el embajador alemán la había sometido a un duro interrogatorio antes de que pudiera desembarcar e ir a saludar a su padre, tuve conciencia por vez primera, casi de primera mano, del brusco proceder de los alemanes.
Casi treinta años más tarde, cuando regresé de Vermont y le expliqué al señor Scott que ésa era la historia de 1914 sobre la que quería escribir, me dijo que no le interesaba. Todavía tenía la mente puesta en Mons: ¿cómo había conseguido el CEB rechazar a los alemanes?, ¿era cierto que habían visto a un ángel sobre el campo de batalla?, ¿cuál era la base de la leyenda del Ángel de Mons, a fin de cuentas tan importante en el frente occidental? La verdad es que yo todavía me sentía más inclinada a escribir sobre el Goeben que sobre el Ángel de Mons, pero el hecho de que un editor estuviera tan interesado en publicar un libro sobre 1914 era lo que para mí tenía realmente importancia.
Abordar la guerra en toda su extensión me parecía algo que escapaba a mi capacidad, pero el señor Scott insistió en que podía hacerlo, y cuando elaboré el plan de ceñirme al primer mes de la guerra, que contenía el germen de todo lo acontecido posteriormente, incluidos los episodios del Goeben y de la Batalla de Mons—con tal de satisfacer las preferencias de ambos—, el proyecto empezó a parecer factible.
Pese a todo, cuando tuve que enfrentarme a todos esos cuerpos del Ejército numerados con cifras romanas y a los flancos derecho e izquierdo, no tardé en sentirme una ignorante en la materia y en creer que debería haber estudiado durante diez años en la Academia del Estado Mayor antes de escribir un libro de este tipo. Esa sensación la noté con especial intensidad cuando tuve que explicar cómo habían conseguido los franceses, que estaban a la defensiva, recuperar el territorio de Alsacia justo al principio de la conflagración. De hecho, esto no acabé de entenderlo nunca, pero decidí pasar de puntillas sobre el tema y tratar otra cuestión, una artimaña que se aprende en el proceso de escribir historia (camuflar un poco los hechos cuando uno no lo entiende todo). Véanse, si no, las altisonantes y equilibradas frases que a veces escribía Gibbon, las cuales, si se analizan con detenimiento, a menudo carecen de sentido, pero uno acaba ignorando ese hecho ante la maravillosa estructuración de las mismas. Yo no soy Gibbon, pero he aprendido a valorar el esfuerzo de adentrarme en materias que no me resultan familiares, en lugar de regresar a un terreno del que ya se conocen las fuentes primarias y todos los personajes y circunstancias. Ciertamente, optar por esto último hace que el trabajo sea mucho más fácil, pero impide la emoción del descubrimiento y la sorpresa, que es el motivo por el que me gusta adentrarme en un tema que no conozco con vistas a escribir un libro sobre el mismo. Puede que esto no resulte del agrado de los críticos, pero a mí me satisface. Aunque antes de publicar Los cañones de agosto los críticos apenas me conocían y no gozaba de la reputación necesaria entre ellos para disfrutar automáticamente de una buena acogida, el libro se recibió de forma muy calurosa. Clifton Fadiman escribió lo siguiente en el boletín del Club del Libro del Mes: «Uno debe ser precavido ante las grandes palabras. No obstante, es harto probable que Los cañones de agosto se convierta en un clásico de la literatura histórica. Posee unas virtudes que prácticamente lo emparentan con las obras de Tucídides: inteligencia, concisión y un distanciamiento mesurado. Los cañones de agosto trata de los días que precedieron y siguieron al estallido de la Primera Guerra Mundial, un objeto de estudio que, como los de Tucídides, va más allá del limitado alcance de la mera narrativa. Y es que, con una prosa sólida y muy trabajada, este libro establece los momentos históricos que han conducido de modo inexorable a la situación actual. Sitúa nuestra terrible época en una larga perspectiva, y sostiene que si la mayoría de los hombres, las mujeres y los niños del mundo van a morir abrasados a causa de las bombas atómicas, la génesis de esa aniquilación seguramente deberá buscarse en las bocas de los cañones que hablaron en agosto de 1914. Esto que acabo de escribir puede parecer una simplificación extrema de lo sostenido en la obra, pero describe la tesis de la autora, que expone con absoluta sobriedad. Tuchman está convencida de que el punto muerto del terrible mes de agosto determinó el curso posterior de la guerra y los términos de la paz, la configuración del período de entreguerras y las condiciones de la segunda gran conflagración».
A continuación, Fadiman describía a los principales personajes de la obra. Al respecto decía que «una de las características que distinguen a un buen historiador es su capacidad para arrojar luz sobre los seres humanos en la misma medida que sobre los acontecimientos», y entre esos personajes destacaba a los siguientes: el káiser, el rey Alberto y los generales Joffre y Foch, entre otros, tal y como yo había tratado de describirlos, cosa que me dio la impresión de haber logrado lo que me proponía. Me sentí tan halagada por las palabras de Fadiman—por no mencionar la comparación con Tucídides—que me sorprendí llorando, una reacción que nunca he vuelto a experimentar. Lograr que alguien entienda perfectamente lo que uno ha escrito quizá sólo puede esperarse que ocurra una vez en la vida.
Supongo que lo más importante a la hora de escribir la introducción a una edición conmemorativa es saber si la relevancia histórica del libro se mantiene intacta. Yo pienso que así es. No creo necesario modificar ni una sola línea.
Aunque la parte más conocida del libro es la escena inicial del funeral de Enrique VII, el párrafo final del epílogo condensa el significado de la Gran Guerra en nuestra historia. Aunque puede resultar presuntuoso por mi parte decir algo así, pienso que ello se explica tan bien como en cualquiera de los manuales que conozco acerca de la Primera Guerra Mundial.
Poco después de los elogiosos comentarios de Fadiman pude leer una asombrosa predicción en Publishers Weekly, la biblia del mundo editorial. «Los cañones de agosto—decía—será la obra de no ficción más vendida durante la temporada de invierno», e, inspirada por esta rotunda afirmación, la publicación se dejaba llevar por una cierta excentricidad al afirmar que el libro «captará la atención del público estadounidense y le infundirá un renovado entusiasmo por los momentos eléctricos de este ignorado capítulo de la historia [...]». No creo que yo hubiera escogido el término «entusiasmo» para referirme a la Gran Guerra, o que alguien pueda sentir «entusiasmo» por los «momentos eléctricos», o que tenga sentido llamar a la Primera Guerra Mundial, que tiene la lista de referencias bibliográficas más larga de la Biblioteca Pública de Nueva York, un «capítulo ignorado» de la historia, pese a todo lo cual me sentí muy agradecida por la calurosa bienvenida que PW le dispensaba a Los cañones de agosto. Recuerdo que, mientras escribía el libro, en momentos de desaliento le preguntaba al señor Scott: «¿Quién va a leer esto?», y él me respondía: «Al menos dos personas: usted y yo mismo». Esa observación no resultaba muy alentadora, y por eso las palabras publicadas en PW me parecieron más asombrosas aún. Como pudo verse posteriormente, sus predicciones eran acertadas. Los cañones de agosto empezó a cosechar un gran éxito de ventas, y mis hijas, a quienes destiné los ingresos en concepto de derechos de autor y derechos de venta en el extranjero, desde entonces han ido recibiendo cheques con sumas nada despreciables. Cuando se tiene que dividir entre tres, la cantidad puede que no sea muy grande, pero es bueno saber que, treinta y seis años después, el libro todavía sigue llegando a las manos de nuevos lectores.
Con esta nueva edición me siento feliz de que pueda darse a conocer a las nuevas generaciones, y espero que al llegar a la mediana edad no haya perdido su encanto o, más precisamente, su interés.
BARBARA W. TUCHMAN