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UNOS FUNERALES
Era tan maravilloso el espectáculo aquella mañana de mayo del año 1910, en que nueve reyes montaban a caballo en los funerales de Eduardo VII de Inglaterra, que la muchedumbre, sumida en un profundo y respetuoso silencio, no pudo evitar lanzar exclamaciones de admiración. Vestidos de escarlata y azul y verde y púrpura, los soberanos cabalgaban en fila de a tres, a través de las puertas de palacio, luciendo plumas en sus cascos, galones dorados, bandas rojas y condecoraciones incrustadas de joyas que relucían al sol. Detrás de ellos seguían cinco herederos al trono, y cuarenta altezas imperiales o reales, siete reinas, cuatro de ellas viudas y tres reinantes, y un gran número de embajadores extraordinarios de los países no monárquicos. Juntos representaban a setenta naciones en la concentración más grande de realeza y rango que nunca se había reunido en un mismo lugar y que, en su clase, había de ser la última. La conocida campana del Big Ben dio las nueve cuando el cortejo abandonó el palacio, pero en el reloj de la Historia era el crepúsculo, y el sol del viejo mundo se estaba poniendo, con un moribundo esplendor que nunca se vería otra vez.
En el centro de la primera fila cabalgaba el nuevo rey, Jorge V, flanqueado a su izquierda por el duque de Connaught, el único hermano superviviente del difunto rey, y a su derecha figuraba un personaje al cual, según reseña del The Times, «corresponde el primer lugar entre todos los extranjeros que asisten al funeral», y que «incluso cuando las relaciones han sido más tensas, no ha perdido nunca su popularidad entre nosotros»: Guillermo II, emperador de Alemania. Montado sobre un caballo gris, luciendo el uniforme escarlata de mariscal de campo británico, llevando el bastón de este rango, el káiser presentaba una expresión, con su famoso bigote con las guías hacia arriba, que resultaba «grave, por no decir severa».1 De las varias emociones que agitaban su pecho tan susceptible poseemos algunas indicaciones en sus cartas: «Me siento orgulloso de considerar este lugar mi hogar y de ser miembro de esta familia real»,2 escribió a su casa, después de haber pasado una noche en el castillo de Windsor, en las antiguas habitaciones de su madre. Los sentimentalismos y la nostalgia evocadas en estas ocasiones melancólicas en que convivía con sus familiares ingleses se mezclaban con el orgullo de su supremacía entre los potentados allí congregados y el profundo alivio por la desaparición de su tío del escenario europeo. Había llegado para enterrar a Eduardo, su tormento; Eduardo, el archiconspirador, tal como lo consideraba Guillermo, del bloqueo de Alemania; Eduardo, el hermano de su madre, al que no podía engañar, ni impresionar, cuyo obeso cuerpo arrojaba una sombra entre Alemania y el sol. «Es el diablo. ¡No os podéis imaginar lo diabólico que es!».3
Este veredicto, anunciado por el káiser antes de una cena a la que asistían trescientos invitados, en Berlín, en el año 1907, tuvo su origen en uno de los viajes que Eduardo emprendió por el continente con planes claramente señalados de cercarlo. Había pasado una provocadora semana en París, había visitado, sin ninguna razón aparente, al rey de España, que acababa de casarse con su sobrina, y había terminado haciendo una visita al rey de Italia con la evidente intención de disuadirle de su Triple Alianza con Alemania y Austria. El káiser, poseedor de la lengua más viperina de Europa, se había dejado llevar nuevamente por sus impulsos y había hecho uno de aquellos comentarios que, de un modo periódico, durante los veinte últimos años de su reinado, agotaban los nervios de los diplomáticos.
Afortunadamente, aquel diablo que pretendía bloquear Alemania había muerto y había sido sustituido por Jorge, que, tal como le confesó el káiser a Theodore Roosevelt pocos días antes del funeral, era «muy buen muchacho» (tenía cuarenta y seis años; por lo tanto, era seis años más joven que el káiser). «Es un inglés de pies a cabeza y odia a todos los extranjeros, pero eso no tiene importancia, siempre que no odie a los alemanes más que a los otros extranjeros».4 Al lado de Jorge, Guillermo cabalgaba confiado, saludando, a su paso, a los regimientos de los dragones reales, de los cuales era coronel honorario. En cierta ocasión había distribuido fotografías suyas luciendo el uniforme de este regimiento y con la inscripción encima de su firma: «Espero mi hora».5 Aquel día había llegado su hora, era soberano supremo en Europa.
Detrás de él cabalgaban los dos hermanos de la reina viuda Alexandra, el rey Federico de Dinamarca y el rey Jorge de Grecia, su sobrino, el rey Haakon de Noruega, y tres reyes que habían de perder sus tronos: Alfonso de España, Manuel de Portugal y, luciendo un turbante de seda, el rey Fernando de Bulgaria, que irritaba a los otros soberanos haciéndose llamar «zar» y que guardaba en una caja las insignias reales de emperador de Bizancio en espera del día en que pudiera reunir bajo su cetro los antiguos dominios bizantinos.6
Maravillados ante esos «espléndidos príncipes montados», tal como los describió The Times, pocos observadores prestaban atención al noveno rey, el único que había de alcanzar grandeza como hombre. A pesar de ser un hombre alto y un perfecto jinete, Alberto, rey de los belgas, al que no le gustaba la pompa de las ceremonias reales, obligado a cabalgar junto a aquellos compañeros, se sentía embarazado y ausente. Tenía treinta y cinco años y hacía solamente un año que había subido al trono. Incluso posteriormente, cuando su rostro fue más conocido como símbolo de heroísmo y tragedia, todavía encontramos en él esta expresión ausente, como si su mente estuviera sumida en otros problemas.
El futuro causante de la tragedia, alto, corpulento y envarado, con plumas verdes adornando su casco, el archiduque Francisco Fernando de Austria, heredero del anciano emperador Francisco José, cabalgaba a la derecha de Alberto, y a su izquierda otro heredero que no llegaría a subir al trono, el príncipe Yusuf, heredero del sultán turco. Detrás de los reyes seguían las altezas reales: el príncipe Fushimi, hermano del emperador de Japón, el gran duque Miguel, hermano del zar de Rusia; el duque de Aosta, vestido de azul claro con verdes plumas, hermano del rey de Italia; el príncipe Carlos, hermano del rey de Suecia; el príncipe Enrique, consorte de la reina de Holanda, y los príncipes reales de Serbia, Rumania y Montenegro. Este último, el príncipe Danilo, «un amable y extremadamente apuesto joven de deliciosos modales», se parecía al amante de la Viuda Alegre por más de un motivo, ya que, para consternación de los funcionarios británicos, había llegado la noche anterior acompañado por «una encantadora joven de grandes atractivos personales», a quien presentó como la dama de honor de su esposa, que le había acompañado a Londres para hacer ciertas compras.7
Seguía un regimiento de miembros de menor rango de la realeza: los grandes duques de Mecklenburg-Schwerin, Mecklenburg-Strelitz, Schleswig-Holstein, Waldeck-Pyrmont de Coburgo, Sajonia-Coburgo y Sajonia-Coburgo Gotha, de Sajonia, Hesse, Württemberg, Baden y Baviera; este último, el príncipe heredero Rupprecht, había de mandar muy pronto un ejército alemán en el campo de batalla. Figuraba también en el cortejo el príncipe de Siam, un príncipe de Persia, cinco príncipes de la antigua casa real francesa de Orleans, un hermano del jedive de Egipto, que lucía un fez bordado en oro, el príncipe Tsia-tao, de China, con un manto bordado de color azul claro y cuya antigua dinastía había de permanecer todavía durante dos años en el trono, y el hermano del káiser, el príncipe Enrique de Prusia, que representaba la Marina de Guerra alemana, de la que era comandante en jefe. Entre tanta munificencia había tres caballeros vestidos de paisano: el señor Caston-Carlin, de Suiza, el señor Pichon, ministro de Asuntos Exteriores francés, y el ex presidente Theodore Roosevelt, enviado especial de Estados Unidos.
Eduardo, objeto de esta reunión sin precedentes de naciones, había sido llamado frecuentemente el «Tío de Europa», un título que, en lo que hacía referencia a las casas gobernantes en Europa, podía ser tomado literalmente. Era el tío no sólo del káiser Guillermo sino también, por la hermana de su esposa, la emperatriz viuda María de Rusia, del zar Nicolás II. Su sobrina Alix era la zarina, su hija Maud era reina de Noruega, otra sobrina, Ena, era reina de España, y una tercera sobrina, María, sería pronto reina de Rumania. La familia danesa de su esposa, además de sentarse en el trono de Dinamarca, había educado al zar de Rusia y proporcionado reyes a Grecia y Noruega. Otros parientes, los descendientes de los nueve hijos e hijas de la reina Victoria, estaban desperdigados por las cortes de Europa.
No eran única y exclusivamente los sentimientos personales o lo inesperado y el choque de la muerte de Eduardo—ya que la opinión pública sólo estaba enterada de que había estado enfermo durante un día y de que había muerto al siguiente—la causa de las profundas muestras de condolencia al paso del féretro. Se trata, en realidad, de un tributo a las grandes dotes de Eduardo como un rey muy social que había prestado servicios muy valiosos a su patria. Durante los nueve años de su breve reinado, el férreo aislamiento de Inglaterra había cedido, bajo presión, a una serie de «entendimientos» y acuerdos, que, sin embargo, no eran alianzas, pues Inglaterra no era partidaria de ligarse, de un modo definitivo, con dos viejos enemigos, Francia y Rusia, y con una nueva potencia en el firmamento, Japón. Este cambio de equilibrio se manifestaba en todo el orbe y afectaba las relaciones de todos los Estados entre sí. A pesar de que Eduardo nunca inició o influyó en la política de su país, su diplomacia personal ayudó a hacer posible este cambio.
Cuando era niño lo llevaron a visitar Francia, y le dijo a Napoleón III: «Posee usted un bonito país. Me gustaría ser hijo suyo».8 Esta preferencia por todo lo francés, en contraste, o tal vez como protesta contra el favoritismo por todo lo alemán de su madre, lo dominó profundamente, y a la muerte de su madre haría un mayor uso de esta preferencia. Cuando Inglaterra, irritada por el reto que representaba el Programa Naval alemán del año 1900, decidió olvidar las viejas rencillas con Francia, las grandes dotes de Eduardo como Roi Charmeur lograron allanar el camino. En 1903 se fue a París, a pesar de los consejos de sus políticos de que una visita oficial sería recibida muy fríamente. A su llegada la muchedumbre estaba silenciosa y tensa, excepto unos cuantos gritos de «Vivent les Boers!» y «Vive Fashoda!» que el rey ignoró. A un preocupado ayudante de campo que le musitó: «Los franceses no nos quieren», le replicó: «¿Y por qué habrían de querernos?», y continuó saludando y sonriendo desde su coche.9
Durante cuatro días se presentó al público, pasó revista a las tropas en Vincennes, asistió a las carreras en Longchamps, a una representación de gala en la Ópera, un banquete oficial en el Elíseo, una comida en el Quai d’Orsay y, en el teatro, inclinó la opinión a su favor cuando, mezclándose con el público en un entreacto, dirigió galantes cumplidos en francés a una famosa actriz en el vestíbulo. En todas partes dirigió graciosos y prudentes discursos sobre su amistad y admiración por todo lo francés, su «gloriosa tradición», su «hermosa ciudad», por la cual confesó una admiración «basada en muchos y bellos recuerdos», su «sincero placer» por la visita que efectuaba, su firme creencia de que antiguos malentendidos habían sido «felizmente superados y apartados a un lado», de que la mutua prosperidad de Francia e Inglaterra estaban íntimamente relacionadas entre sí, y reafirmó su amistad entre los dos países. Cuando abandonó la ciudad, gritó la muchedumbre: «Vive notre roi!». Nunca se había observado en Francia un cambio de actitud tan rotundo como con ocasión de la visita del monarca inglés. Había conquistado el corazón de todos los franceses, tal como informó un diplomático belga. El embajador alemán era de la opinión de que la visita del rey era «un asunto muy enojoso, y de que el acercamiento anglo-francés era el resultado de una aversión general contra Alemania». Al cabo de un año, y después de haber realizado los ministros una gran labor solventando todas las disputas, este acercamiento se convirtió en la Entente anglo-francesa, que fue firmada en abril de 1904.
Alemania hubiera podido llegar a una entente con Inglaterra si sus dirigentes, que creían ver doblez en los ingleses, no hubieran rechazado las insinuaciones del secretario de Colonias, Joseph Chamberlain, en 1899, y de nuevo, en 1901. Ni el oscuro Holstein, que dirigía los asuntos exteriores de Alemania entre bastidores, ni el elegante y erudito canciller, el príncipe Bülow, ni el propio káiser, estaban seguros de la razón de sus sospechas contra Inglaterra y tampoco estaban convencidos de si había algo pérfido en sus pretensiones. El káiser siempre deseó llegar a un acuerdo con Inglaterra, siempre que se pudiera llegar al mismo sin dar la impresión de que él lo deseaba. En cierta ocasión, influenciado por el ambiente inglés y los sentimentalismos familiares con motivo de los funerales de la reina Victoria, le confesó a Eduardo este deseo. «Ni una rata podría moverse en Europa sin nuestro permiso», manifestó, pues así era como él preveía una alianza anglo-germana.10 Pero tan pronto los ingleses mostraban señales de acercamiento, él y sus ministros cambiaban de rumbo, sospechando algún truco. En el temor de que les pudieran engañar en la mesa de conferencias, preferían mantenerse alejados y dedicar toda su atención y esfuerzos a una Marina de Guerra cada vez más poderosa para obligar a Inglaterra a aceptar sus condiciones.
Bismarck había aconsejado a los alemanes que se contentaran con ser una potencia terrestre, pero sus sucesores no eran, ni individual ni colectivamente, unos Bismarck. Habían perseguido unos objetivos claramente limitados, pero andaban tras unos horizontes más ambiciosos, sin tener una idea clara de lo que deseaban. Holstein era un Maquiavelo sin una política decidida y que actuaba basándose, única y exclusivamente, en un solo principio: recelar de todo el mundo. Bülow no tenía principios de ninguna clase: era un hombre tan escurridizo, se lamentaba su colega el almirante Tirpitz, que, comparado con una anguila, era una sanguijuela.11 El desconcertante, inconstante y siempre imaginativo káiser se fijaba un objetivo diferente a cada hora y practicaba la diplomacia como un ejercicio de movimiento continuo.
Ninguno de ellos creía que Inglaterra pudiera llegar alguna vez a un entendimiento con Francia, y todas las advertencias fueron rechazadas, incluso por el propio Holstein, como «ingenuas»,12 y de un modo más tajante aún por el barón Eckhardstein, consejero de la embajada alemana en Londres. Durante una cena en Marlborough House, en 1902, Eckhardstein había visto desaparecer al embajador francés Paul Cambon, en la sala de billares, acompañado de Chamberlain, sumidos ambos políticos en una «animada conversación» que duró veintiocho minutos, y las pocas palabras que llegaron a sus oídos—en las memorias del barón no se dice si la puerta estaba abierta o estaba escuchando por la cerradura—fueron «Egipto» y «Marruecos».13 Más tarde fue invitado a pasar a la sala de trabajo de Eduardo, en la que el rey le ofreció un cigarro Uppman de 1888 y le dijo que Inglaterra estaba a punto de llegar a un acuerdo con Francia sobre todas las cuestiones en litigio.
Cuando la Entente se convirtió en un hecho, la ira de Guillermo fue tremenda. Pero mucho más rotundo aún era el triunfo de Eduardo en París. El Reise-Kaiser (el ‘emperador viajero’), como era llamado por la frecuencia de sus viajes, gozaba de las entradas ceremoniosas en las capitales extranjeras, y, sobre todo, deseaba visitar París, la inconquistable.14 Había estado en todas partes, incluso en Jerusalén, en donde había sido necesario ampliar las puertas de Jaffa para permitir su entrada a caballo. Pero París, el centro de lo que era maravilloso, de todo aquello que deseaba, que representaba todo lo que no era Berlín, permanecía cerrada a él. Deseaba escuchar las aclamaciones de los parisienses y recibir el Grand Cordon de la Legión de Honor y hacer entender claramente a los franceses su imperial deseo. Pero la invitación no llegaba. Entraba en Alsacia y hacía discursos glorificando la victoria del año 1870, presidía desfiles militares en Metz, Lorena, pero tal vez sea ésta una de las historias más tristes. El káiser llegó a los ochenta y dos años y murió sin haber estado en París.
La envidia hacia las naciones más viejas le atormentaba. Se lamentó delante de Theodore Roosevelt de que la nobleza inglesa en sus viajes por el continente nunca visitara Berlín y siempre fueran a París.15 Se sentía humillado. «Durante todos estos años de mi reinado, mis colegas, los monarcas de Europa, no han prestado la menor atención a lo que yo digo. Muy pronto, con mi gran flota respaldando mis palabras, serán más respetuosos», le dijo al rey de Italia.16 Estos mismos sentimientos conmovían a toda la nación, que sufría, lo mismo que su emperador, por la falta de reconocimiento. Llenos de energía y ambición, conscientes de su fuerza, alimentados por Nietzsche y Treitschke, se sentían poderosos para gobernar y estaban molestos ante el hecho de que el mundo no reconociera esta superioridad. «Hemos de asegurar el nacionalismo alemán y el espíritu germano en todo el mundo obligando a que se guarde el respeto que nos deben... y que no nos han demostrado hasta ahora», escribió Bernhardi, el portavoz del militarismo.17 Verdaderamente sólo veía un medio para alcanzar este objetivo. Otros Bernhardi, de menor categoría, trataban de ganarse este aprecio y este respeto con amenazas y demostraciones de fuerza. Exigían su «lugar al sol» y proclamaban las virtudes de la espada. Según el concepto alemán, la máxima habitual del señor Roosevelt para tratar con sus vecinos era: «Habla suavemente y ten al lado un buen garrote». Pero cuando los alemanes esgrimían un arma, cuando el káiser ordenó a sus tropas que partieran hacia China para enfrentarse con la rebelión de los bóxers como unos auténticos hunos de Atila (fue suya la comparación de los alemanes con los hunos),18 cuando las sociedades pangermanas y las ligas navales se multiplicaban y se reunían en congresos para invitar a otras naciones a reconocer sus «legítimas aspiraciones»19 en pro de la expansión, y las otras naciones respondían con alianzas, entonces gritaban en Alemania «Einkreisung!» (‘¡Cerco!’). Y el grito «Deutschland gänzlich einzukreisen» resonó durante toda la década.20
Eduardo continuaba con sus visitas por el extranjero: Roma, Viena, Lisboa, Madrid... y no sólo para visitar a otros monarcas. Cada año tomaba los baños en Marienbad, en donde podía cambiar sus impresiones con el Tigre de Francia, nacido el mismo año que él, y que había sido primer ministro cuatro de los años en los que Eduardo fue rey. El señor Clemenceau compartía la opinión de Napoleón de que Prusia había «nacido de una bala de cañón» y veía esta bala de cañón volar en su dirección. Trabajaba, planeaba, maniobraba a la sombra de una idea fija: que «las ansias alemanas de poder... habían fijado como su ambición la exterminación de Francia». Le decía a Eduardo que cuando llegara el momento en que Francia precisara de ayuda, el poder marítimo de Inglaterra no sería suficiente, y le recordaba que Napoleón había sido derrotado en Waterloo y no en Trafalgar.21 El rey, cuyas dos pasiones en la vida eran ir vestido de un modo correcto y disfrutar de una compañía no ortodoxa, pasaba por alto lo primero y admiraba al señor Clemenceau.
En 1908, y con gran disgusto de sus súbditos, Eduardo visitó al zar a bordo de su yate imperial en Reval. Los imperialistas ingleses consideraban a Rusia como el antiguo enemigo de Crimea y más recientemente como la amenaza que se cernía sobre la India, mientras que para los liberales y los laboristas Rusia era el país del látigo, de los pogromos y de la revolución ahogada en sangre del año 1905, y el zar, en opinión del señor Ramsay Macdonald, era «un vulgar asesino».22 Esta aversión era recíproca. Rusia detestaba la alianza de Inglaterra con Japón y la odiaba como la potencia que había frustrado las ambiciones históricas de Rusia sobre Constantinopla y los estrechos. Nicolás II mezcló, en cierta ocasión, dos prejuicios favoritos en una simple afirmación: «Un inglés es un zhid [‘judío’]».23
Pero los viejos antagonismos no eran tan fuertes como las nuevas presiones, y ante la insistencia de los franceses, que tenían mucho interés en que sus dos aliados llegaran a un acuerdo, fue firmada en 1907 la Convención anglo-rusa. Se precisaba de un toque personal de real amistad para dejar a un lado cualquier recelo, y por este motivo Eduardo embarcó para Reval. Sostuvo largas conversaciones con el ministro de Asuntos Exteriores ruso, Isvolsky, y bailó el vals de «La viuda alegre» con la zarina, hasta el punto de hacerla reír, siendo el primer hombre en conseguir semejante hazaña desde que la desgraciada mujer colocara sobre sus sienes la corona de los Romanov.24 No se trataba de un hecho tan frívolo como pueda parecer a simple vista, puesto que la verdad es que el zar gobernaba Rusia como un auténtico autócrata y él mismo estaba bajo la completa influencia de su esposa. Era una mujer hermosa, histérica y recelosa que odiaba a todo el mundo, con la excepción de los miembros de su familia y a unos pocos fanáticos o charlatanes lunáticos que ofrecían consuelo a su alma desesperada. El zar, un hombre de mediana inteligencia y mal educado, estaba hecho, según opinión del káiser, «para vivir en una finca en la que se pudiera dedicar al cultivo de nabos».25
El káiser consideraba al zar dentro de su propia esfera de influencia, y trataba, por medio de unos hábiles esquemas, de hacerle abandonar la alianza francesa, que había sido la consecuencia de la falta de habilidad del propio Guillermo. La máxima de Bismarck, «amistad con Rusia», y el Tratado de Seguridad de Bismarck con los rusos, había llevado a Guillermo y a Bismarck muy lejos durante su primer y peor acto de gobierno. Alejandro III, el zar alto, fuerte y grave de aquellos días, había dado rápidamente media vuelta en el año 1892 y había concertado una alianza con la Francia republicana, incluso a costa de mantenerse firme cuando interpretaban la «Marseillaise». Además, despreciaba a Guillermo, al que consideraba «un garçon mal élevé»,26 y a quien miraba por encima del hombro. Desde el momento en que Nicolás subió al trono, Guillermo trató de reparar aquel mal paso que había dado escribiéndole al zar largas cartas, en inglés, dándole consejos, hablándole de chismorreos políticos, dirigiéndose a él llamándole «querido Nicky» y firmando «tu querido amigo, Willy». «Una república atea, manchada por la sangre de los nobles, no era buena compañía para mí. Nicky, te doy mi palabra, la maldición de Dios ha caído para siempre sobre este pueblo», le dijo al zar.27 El verdadero interés de Nicolás estribaba, tal como le señalaba Guillermo, en un Drei-Kaiser Bund, una liga de los tres emperadores de Rusia, Austria y Alemania. Sin embargo, recordando el desprecio con que le había tratado el viejo zar, no podía por menos de patrocinar un poco a su hijo. Golpeaba amistosamente a Nicolás en el hombro y le decía: «El consejo que te doy son más discursos y más desfiles».28 Y ofreció mandarle tropas alemanas para proteger a Nicolás contra sus rebeldes súbditos, lo que irritaba a la zarina, que odiaba cada vez más a Guillermo después de cada una de estas visitas.
Cuando fracasó, a causa de las circunstancias, en alejar a Rusia de Francia, el káiser urdió un ingenioso tratado obligando a Rusia y Alemania a ayudarse mutuamente en caso de ataque, un tratado que el zar, al firmarlo, tenía que comunicar a los franceses e invitarles a unirse al mismo. Después de los desastres de Rusia en su guerra contra Japón, una guerra que el káiser había considerado necesaria, y los levantamientos revolucionarios que siguieron cuando el régimen se encontraba en un punto difícil, invitó al zar a una entrevista secreta, sin la presencia de ministros, en Björkö, en el golfo de Finlandia. Guillermo sabía perfectamente que Rusia no podía acceder a aquel tratado sin violar la confianza con Francia, pero creía que la firma de dos soberanos era todo lo que se precisaba para borrar todas las dificultades. Nicolás firmó. Guillermo estaba entusiasmado. Había reparado su fatal error, había asegurado la espalda de Alemania y había roto el cerco. «Las lágrimas se agolparon en mis ojos», le escribió a Bülow. Y estaba firmemente convencido que su abuelo Guillermo I, que había muerto murmurando unas palabras sobre una guerra en dos frentes, fijaba contento su mirada en él. Estaba seguro de que su tratado era el golpe maestro de la diplomacia alemana, y sin duda lo hubiera sido si no hubiese sido cancelado. Cuando el zar regresó a palacio con el pacto, sus ministros, después de una lectura del mismo, indicaron horrorizados que, comprometiéndose a unirse a Alemania en una posible guerra, había repudiado su alianza con Francia, un detalle que, sin duda, «había escapado a la atención de Su Majestad bajo el influjo de la elocuencia del emperador Guillermo».29 El Tratado de Björkö sólo tuvo un día de vida.
Y ahora se entrevista Eduardo con el zar en Reval. Al leer el informe del embajador alemán sobre esta entrevista y al sugerir que Eduardo deseaba realmente la paz, el káiser escribió furioso, al margen: «Miente. Desea la guerra, pero seré yo quien habrá de empezarla».30
El año terminó con el más explosivo faux paus de toda la carrera del káiser: una entrevista concedida al Daily Telegraph expresando sus puntos de vista sobre la situación, y sobre quién había de luchar contra quién, unos comentarios que no sólo enojaron a sus vecinos, sino también a sus súbditos. El disgusto público fue tan manifiesto que el káiser se metió en cama, estuvo enfermo tres semanas y pasó mucho tiempo antes de que se presentara en público.31
Desde entonces no había tenido lugar ningún nuevo estallido. Los dos últimos años de la década durante los cuales Europa disfrutó de una bien ganada siesta fueron los más tranquilos. El año 1910 fue pacífico y próspero. Todavía no había surgido la segunda crisis de Marruecos, ni la Guerra de los Balcanes. Un nuevo libro, La gran ilusión, de Norman Angell, que acababa de ser publicado, trataba de demostrar que la guerra era imposible. Gracias a unos argumentos convincentes y unos ejemplos irrefutables, Angell demostraba que, en la presente interdependencia financiera y económica de las naciones, el vencedor sufriría tanto como el vencido, por lo que una guerra no entrañaba ya ninguna ventaja ni beneficio, y, por lo tanto, ninguna nación cometería la locura de iniciar una guerra. Traducido a once idiomas, La gran ilusión se convirtió rápidamente en libro de culto. En las universidades de Manchester, Glasgow y otras ciudades industriales, se formaron más de cuarenta grupos de estudio de firmes creyentes que se dedicaban a propagar su dogma. El más firme seguidor de Angell era un hombre de gran influencia en la política militar, el amigo y consejero del rey, el vizconde Esher, presidente del Comité de Guerra, encargado de la reorganización del Ejército británico después de su deficiente actuación durante la guerra contra los boers. Lord Esher pronunció conferencias basándose en La gran ilusión, tanto en Cambridge como en la Sorbona, tratando de demostrar cómo «los nuevos factores económicos prueban claramente la locura de las guerras agresivas». Una guerra en el siglo XX sería de tal magnitud, afirmaba, que sus inevitables consecuencias de desastre comercial, ruina financiera y sufrimientos individuales eran tan evidentes que la hacían completamente inconcebible. Le dijo a un grupo de oficiales en el United Service Club, entre los que figuraba el jefe del Estado Mayor, sir John French, que, debido a los vínculos entre las naciones, la «guerra se hacía más difícil e improbable cada día que pasaba».32
«Alemania acepta tan entrañablemente como la propia Gran Bretaña la doctrina de Norman Angell», afirmaba lord Esher, firmemente convencido de lo que decía. No sabemos hasta qué punto el káiser y el príncipe heredero aceptaron estos puntos de vista después de haberles regalado sendos ejemplares de La gran ilusión.33 No tenemos pruebas de que mandara un ejemplar al general Von Bernhardi, que en 1910 estaba escribiendo un libro titulado Alemania y la próxima guerra, que publicó en el año siguiente y que había de ejercer una influencia tan grande como el libro de Angell, pero desde un punto de vista completamente opuesto. Tres de los capítulos, «El derecho a hacer la guerra», «El deber de hacer la guerra» y «Potencia mundial o hundimiento», resumen toda su tesis. Como oficial de caballería, a los veintiún años de edad, en 1870, Bernhardi había sido el primer alemán en cabalgar por debajo del Arco de Triunfo cuando los alemanes entraron en París.34 Desde entonces, las banderas y la gloria le habían interesado menos que la teoría, la filosofía y la ciencia de la guerra aplicadas a la «misión histórica de Alemania», otro de los capítulos de su libro. Había sido jefe de la Sección de Historia Militar en el Estado Mayor, era uno de los miembros intelectuales de aquel cuerpo de esforzados pensadores y duros trabajadores y autor de un libro clásico sobre caballería antes de escribir sobre Clausewitz, Treitschke y Darwin, escritos que reunió en un libro que había de convertir su nombre en un sinónimo de Marte.
La guerra, afirmaba, «es una necesidad biológica, es poner en práctica la ley natural sobre la que se basan todas las restantes leyes de la Naturaleza, la ley de la lucha por la existencia». «Las naciones—escribió—han de progresar o hundirse, no pueden detenerse en un punto muerto, y Alemania ha de elegir entre ser una potencia mundial o hundirse para siempre». Entre las naciones, Alemania figuraba, «a todos los efectos sociopolíticos, a la cabeza de todo progreso en la cultura, pero está confinada en unos límites demasiado estrechos, y, en consecuencia, poco naturales. No puede alcanzar sus elevados fines morales sin un creciente poder político, una mayor esfera de influencia y nuevos territorios. Este creciente poder político, que será la base de nuestra importancia y que estamos autorizados a reclamar, es una necesidad política y el primer y más importante deber del Estado». En sus propias declaraciones, Bernhardi anunciaba: «Aquello que deseamos alcanzar es por lo que hemos de luchar». Y desde aquí iba hasta la consecuencia final: «La conquista ha de convertirse, por tanto, en una ley de necesidad».
Después de probar la «necesidad» (la palabra preferida de los pensadores militaristas alemanes) Bernhardi continuaba estudiando el método. Una vez reconocido el derecho a hacer la guerra, el siguiente paso estribaba en llevarla a un final triunfal. Para una guerra victoriosa, el Estado había de lanzarla en el «momento más favorable» por elección propia, ya que disfrutaba del «reconocido derecho [...] de hacer uso de este privilegio por iniciativa propia». Por lo tanto, la guerra ofensiva se convertía en otra «necesidad» y de ello resultaba otra consecuencia: «Es de nuestra incumbencia [...] pasar a la ofensiva y asestar el primer golpe». Bernhardi no compartía las preocupaciones del káiser de no cargar con el «odio» del agresor. Ni tampoco se sentía inhibido en decir dónde habían de asestar el primer golpe: «Es completamente inconcebible que Alemania y Francia puedan negociar sus problemas. Francia debe ser aniquilada de tal modo que nunca pueda cruzarse en nuestro camino. Francia debe ser aniquilada de una vez como potencia mundial».
El rey Eduardo no vivió para leer el libro de Bernhardi. En enero de 1910 le mandó al káiser, como de costumbre, sus felicitaciones de cumpleaños, y, como regalo, un bastón de paseo antes de partir para Marienbad y Biarritz. Pocos meses después, había muerto.
«Hemos perdido el fundamento de nuestra política exterior», dijo Isvolsky cuando se enteró de la noticia. Era una hipérbole, puesto que Eduardo era simplemente el instrumento, no el arquitecto, de la nueva situación política creada en Europa. En Francia la muerte del rey causó «profunda emoción» y «sincera consternación», según Le Figaro. París, decía, lamentaba la pérdida de un «gran amigo» tan profundamente como lo pudieran sentir en Londres. Las farolas y los escaparates en la Rue de la Paix estaban decorados de negro, igual que Piccadilly, retratos orlados de negro del difunto rey aparecían en las ciudades de provincias de Francia como a la muerte de un gran ciudadano francés. En Tokio, y en recuerdo de la alianza anglo-japonesa, colgaban de las ventanas banderas inglesas y niponas entrelazadas, con lazo negro. En Alemania, cualesquiera que fueran los sentimientos, se observó en todo momento un proceder muy correcto. Todos los oficiales del Ejército y de la Marina fueron obligados a llevar luto durante ocho días y los navíos de la Marina dispararon las salvas de ordenanza e izaron las banderas a media asta. El Reichstag se puso en pie para escuchar un mensaje de condolencia leído por su presidente, y el káiser se entrevistó personalmente con el embajador británico en una visita que duró hora y media.35
En Londres, durante la semana siguiente, la familia real estuvo atareada recibiendo a los reales invitados en la Estación Victoria. El káiser llegó en su yate, el Hohenzollern, escoltado por cuatro destructores ingleses. Echó anclas en el Támesis y recorrió el último trecho del viaje hasta Londres en tren, llegando a la Estación Victoria como un príncipe más. Extendieron una alfombra escarlata en el andén y en el corredor hasta el lugar en que había de subir a su coche. Cuando su tren entró en la estación, en el momento en que el reloj señalaba las doce, la silueta familiar del emperador alemán bajó del tren para ser saludado por su primo, el rey Jorge, a quien besó en ambas mejillas. Después del almuerzo fueron juntos a Westminster Hall, en donde estaba expuesto el cadáver de Eduardo.36 Una tormenta la noche anterior y la lluvia de toda la mañana no habían desperdigado a los silenciosos y pacientes súbditos de Eduardo que esperaban su turno para visitar la sala. Aquel día, jueves 19 de mayo, la fila de los que esperaban se alargaba cinco millas. Era el día en que la Tierra había de pasar por la cola del cometa Halley, cuya aparición recordaba la tradición que era sinónimo de desgracia. ¿Acaso no había anunciado la conquista de los normandos? El que la desgracia hiciera acto de presencia en momentos como aquéllos, hizo que los redactores de los periódicos se inspirasen en los versos de Julio César:
Cuando mueren los pordioseros, no se ven cometas, pero el mismo cielo sopla cuando mueren los príncipes.
En la sala, el féretro estaba expuesto majestuosamente, cubierto por la corona, esfera y cetro. Montando la guardia, en sus cuatro ángulos, había cuatro oficiales, cada uno de ellos de diferentes regimientos del Imperio en la actitud tradicional de los oficiales que guardan un féretro, la cabeza inclinada y las manos con guantes blancos cruzadas sobre la empuñadura de una espada. El káiser estudió todos los detalles con interés profesional. Quedó profundamente impresionado, y años después recordaba todos los detalles de la escena con su «maravilloso ambiente medieval».37 Vio cómo los rayos del sol se filtraban a través de las estrechas ventanas góticas que iluminaban las joyas de la corona, y asistió al relevo de la guardia junto al féretro. Después de depositar su ramo de flores rojas y blancas sobre el féretro, se arrodilló al lado del rey Jorge, oró silenciosamente y, al ponerse nuevamente en pie, cogió la mano de su primo en un apretón sincero y viril. Este gesto, que fue ampliamente comentado, causó una inmejorable impresión.
Públicamente, su forma de proceder fue perfecta, pero en privado no pudo resistir la tentación de urdir nuevos planes. Durante una cena, ofrecida por el rey aquella noche en Buckingham Palace en honor de los setenta visitantes reales y embajadores especiales, se llevó a un rincón al señor Pichon, de Francia, y le propuso que, en el caso de que Alemania se embarcara en una guerra contra Inglaterra, Francia se pusiera a favor del bando alemán.38 Teniendo en cuenta la ocasión y el lugar, este comentario imperial causó un profundo desconcierto, que obligó a sir Edward Grey, el secretario de Asuntos Exteriores inglés, a observar: «Los demás soberanos son mucho más silenciosos».39 El káiser negó posteriormente haber dicho nada por el estilo, ya que afirmó haberse limitado a hablar sobre Marruecos y otros «asuntos políticos».40 El señor Pichon declaró, muy discretamente, que el lenguaje del káiser había sido «amistoso y pacífico».41
A la mañana siguiente, en el cortejo, en donde no se le ofrecía la ocasión de poder hablar, el comportamiento de Guillermo fue ejemplar. Mantuvo su caballo una cabeza detrás del corcel del rey Jorge, y a Conan Doyle, corresponsal especial en aquella ocasión, se le antojó «tan noble que Inglaterra habrá perdido algo de su antigua tradición de amistad si hoy mismo no le encierra de nuevo en sus corazones».42 Cuando el cortejo llegó a Westminster Hall, fue el primero en saltar del caballo, y cuando llegó el carruaje en el que iba la reina Alexandra, «corrió hacia la portezuela con tal agilidad que llegó antes que los criados reales». Pero al comprobar que la reina bajaba del carruaje por el otro lado, Guillermo dio rápidamente la vuelta al frente de los criados, llegando antes que ellos, y ayudó a bajar a la viuda y la besó con el afecto de un querido sobrino. Afortunadamente, el rey Jorge llegaba en aquel mismo instante para rescatar a su madre, sabiendo que ésta odiaba al káiser, tanto personalmente como por lo de Schleswig-Holstein. Aunque Guillermo sólo tenía ocho años de edad cuando Alemania se apoderó de los ducados de Dinamarca, nunca se lo había perdonado ni a él ni a su país. Cuando su hijo, durante una visita a Berlín en el año 1890, fue nombrado coronel honorario de un regimiento prusiano, le escribió: «De modo que mi hijo Jorge se ha convertido en un auténtico y vivo soldado alemán de casaca azul... ¡No creía vivir para llegar a ver una cosa así! Pero no importa... Ha sido tu desgracia y no tu culpa».43
Los tambores redoblaron amortiguados y se oyó el quedo sonido de las gaitas cuando el féretro, envuelto en la bandera real, fue sacado por un grupo de soldados de la Marina de Guerra, cubiertos con sombreros de paja. Las hojas de los sables relucieron al sol cuando la caballería adoptó la posición de firmes. A la señal de cuatro agudos silbatos, los marineros subieron el féretro sobre el furgón militar pintado en púrpura, rojo y blanco. El cortejo fue avanzando entre filas inmóviles de granaderos que, como rojos muros, contenían al público, una muchedumbre que no emitía un solo sonido. Londres nunca había estado tan poblada, tan silenciosa. Al lado y detrás del furgón militar, que era conducido por la Royal Horse Artillery, marchaban los sesenta y tres ayudantes de campo de Su Majestad, todos ellos coroneles, capitanes de navío o pares, entre los que figuraban cinco duques, cuatro marqueses y trece condes. Los tres mariscales de campo ingleses, lord Kitchener, lord Roberts y sir Evelyn Wood, cabalgaban juntos. Les seguían seis almirantes de la Marina, y detrás de éstos, completamente solo, el gran amigo de Eduardo, sir John Fisher, el violento y excéntrico antiguo primer lord del Almirantazgo, con su curiosa cara de mandarín. Marchaban a continuación destacamentos de todos los famosos regimientos, los Coldstreams, los Gordon Highlanders, la Household Cavalry, los Horse Guards y Lancers y Royal Fusiliers, los brillantes húsares y dragones de las unidades de caballería alemana, rusa y austríaca, de los cuales Eduardo había sido coronel honorario, y los almirantes de la Marina de Guerra alemana. Para algunos observadores, este despliegue de fuerzas militares resultaba un poco exagerado en los funerales de un hombre que había merecido el apodo de «El Pacificador».
Su caballo, con la silla vacía y las botas vuelta abajo, conducido por dos caballistas y el terrier César, añadían una nota de sentimiento personal. Seguía la pompa de Inglaterra: los Poursuivants of Arms, en sus tabardos medievales, Silver Stick in Waiting, White Staves, caballerizos mayores, arqueros de Escocia, jueces con peluca y túnicas negras, y el lord Chief Justice, con su túnica escarlata, obispos con la púrpura eclesiástica, alabarderos de la Guardia con sombreros de terciopelo negro y cuellos blancos isabelinos, una escolta de trompeteros y el desfile de los reyes seguidos por la reina viuda y su hermana, la emperatriz viuda de Rusia, y otros doce coches en que iban las reinas, ladies y potentados orientales.
A lo largo de Whitehall, Mall, Piccadilly y el Parque, hasta la estación de Paddington, en donde el féretro había de seguir en tren hasta Windsor para su entierro, avanzaba lentamente el largo cortejo. La banda de los Royal Horse Guards interpretaba la marcha fúnebre de Saúl. Después del funeral, lord Esher escribió en su diario: «Nunca se ha conocido un dolor tan intenso. Todos los viejos amigos que han marcado las sendas de nuestras vidas parecen haber desaparecido».44