Читать книгу Los cañones de Agosto - Barbara W. Tuchman - Страница 16

Оглавление

6

PRIMERO DE AGOSTO: BERLÍN

Al mediodía del sábado, primero de agosto, expiró el ultimátum que los alemanes habían presentado a Rusia sin haberse obtenido ninguna respuesta por parte de los rusos. Una hora después era enviado un telegrama al embajador alemán en San Petersburgo dándole instrucciones para que declarara el estado de guerra a las cinco de aquella tarde.1 A las cinco en punto el káiser decretó la movilización general después de haber sido mandada una orden preliminar el día anterior bajo la consigna de Kriegesgefahr (‘peligro de guerra’). A las cinco y media de la tarde el canciller Bethmann-Hollweg, absorto en un documento que sostenía en la mano y acompañado por el pequeño Jagow, el ministro de Asuntos Exteriores, bajó rápidamente las escaleras del Ministerio de Asuntos Exteriores, subió a un taxi y se dirigió rápidamente a palacio.2 Poco después el general Von Moltke, el jefe del Estado Mayor, era detenido cuando se dirigía de regreso a su despacho con la orden de movilización firmada por el káiser en su bolsillo. Un mensajero en otro coche le adelantó con órdenes de que volviera a palacio. Moltke regresó para escuchar una desesperada proposición de última hora del káiser que le hizo agolpar las lágrimas a los ojos y que hubiera podido cambiar la historia del siglo XX.

Ahora que había sonado la hora, el káiser estaba temeroso por la suerte de la Prusia oriental, a pesar de que su Estado Mayor le había prometido una ventaja de seis semanas antes de que los rusos se pudieran movilizar. «Odio a los eslavos», le había confesado un oficial austríaco. «Sé que esto es un pecado. No deberíamos odiar a nadie, pero no puedo remediarlo, los odio».3 Había hallado consuelo, sin embargo, en las noticias, que recordaban las del año 1905, de huelgas e incidentes en San Petersburgo, de la muchedumbre que arrojaba piedras contra los escaparates y de «violentas luchas callejeras entre la policía y los revolucionarios». El conde Pourtalès, su anciano embajador, que ya llevaba siete años en Rusia, había llegado a la conclusión, y la repetía frecuentemente a su gobierno, de que Rusia no lucharía por miedo a la revolución. El capitán Von Eggeling, el agregado militar alemán, continuaba con esta confianza en el año 1906, y cuando Rusia, sin embargo, se movilizó, informó de que los rusos planeaban «no una violenta ofensiva, sino un lento repliegue, como ya sucedió en el año 1812». En los errores de los diplomáticos alemanes esos juicios establecían toda una marca. Animaron al káiser, que el 31 de julio hablaba a sus oficiales del ambiente que reinaba en la corte rusa.4

En Berlín, el primero de agosto, la muchedumbre que se concentraba en las calles a millares frente al palacio estaba dominada por la tensión y la ansiedad. El socialismo, que era la tendencia a la que pertenecían la mayoría de los obreros de Berlín, se sentía dominado igualmente por el temor y el odio instintivo hacia las hordas eslavas. Aunque habían oído decir al káiser la noche anterior, desde el balcón de palacio, que existía Kriegesgefahr, que «nos han obligado a empuñar la espada», confiaban todos ellos en la débil esperanza de que Rusia mandara una respuesta. Había pasado la hora del ultimátum. Un periodista que se había mezclado con el pueblo sentía el ambiente cargado de electricidad.5 Algunos decían que Rusia había solicitado un aplazamiento. La Bolsa estaba dominada por el pánico. Aquella tarde pasó en un estado de ansiedad apenas irresistible. Bethmann-Hollweg publicó una declaración que terminaba con las siguientes palabras: «Si rueda el disco de hierro, que Dios nos ayude».6 A las cinco en punto se presentó un policía en la verja de palacio y anunció la movilización a la muchedumbre, que, obediente, entonó el himno nacional. Los coches circulaban raudos por Unter den Linden y los oficiales iban de pie en ellos ondeando pañuelos y gritando: «¡Movilización!».7 Instintivamente conversos de Marx a Marte, el pueblo los vitoreaba vivamente y volcó sus sentimientos contra supuestos espías rusos, varios de los cuales fueron golpeados y muertos durante los siguientes días.8

Una vez apretado el botón de la movilización, comenzó a girar, de un modo automático, la vasta maquinaria que había previsto el llamamiento a filas, el equipo y el transporte de dos millones de hombres. Los reservistas se presentaban en los lugares que previamente les habían sido señalados, eran embutidos en uniformes, recogían su equipo y armas, se formaban compañías y batallones, creaban las unidades de caballería, ciclistas, artillería, unidades médicas, intendencia, correo de campaña, se dirigían por el camino más rápido a los puntos de concentración cercanos a las fronteras, en donde eran formadas las divisiones, los cuerpos y los ejércitos, listos para avanzar y luchar. Sólo un cuerpo del Ejército, del total de cuarenta en las Fuerzas Armadas alemanas, requirió 170 vagones de ferrocarril para el transporte de sus oficiales, 965 para la infantería, 2.960 para la caballería, 1.905 para la artillería y 6.010 para suministros, agrupados en un total de 140 trenes y un número igual para los siguientes suministros.9 Desde el momento en que fue dada la orden, todo tenía que moverse al ritmo que previamente había sido establecido, de acuerdo con un esquema tan preciso que fijaba el número de vagones que en un período de tiempo determinado debían cruzar cada puente.

Confiados en su magnífico sistema, el segundo jefe del Estado Mayor, el general Waldersee, ni siquiera había regresado a Berlín cuando empezó la crisis, limitándose a escribirle a Jagow: «Me quedo aquí dispuesto a dar el salto. En el Estado Mayor todos estamos preparados, mientras tanto nosotros no tenemos nada que hacer». Era una orgullosa tradición heredera del viejo Moltke, el «grande», quien el día de la movilización en el año 1870 se encontraba tumbado en un sofá leyendo una novela popular, El secreto de lady Audley.10

Su envidiable calma no estaba presente aquel día en palacio. Enfrentado no ya con el espectro, sino con la realidad de una guerra de dos frentes, el káiser estaba de un humor deplorable.11 Más cosmopolita y más tímido que el arquetipo prusiano, nunca había deseado, en realidad, una guerra general. Ansiaba un mayor poderío, mayor prestigio y, sobre todo, una mayor autoridad por parte de Alemania en los asuntos mundiales, pero prefería obtener todo esto con amenazas antes que luchar con otras naciones. Deseaba la recompensa del gladiador sin tener que ir a la lucha, y cuando la perspectiva de la batalla se acercaba demasiado, como en Algeciras y en Agadir, entonces retrocedía.

Mientras se acercaba el momento final de la crisis, sus anotaciones en los márgenes de los telegramas eran cada vez más agitadas: «¡Ajá, un vulgar engaño!», «¡Rojo!», «Miente», «El señor Grey es un perro falso», «El granuja está loco o es un idiota». Cuando Rusia ordenó la movilización se dejó llevar por un estallido de ira, no contra los eslavos, sino contra su maldito tío: «El mundo se verá embarcado en la más terrible de todas las guerras, cuyo último objetivo será la ruina de Alemania. Inglaterra, Francia y Rusia han conspirado para aniquilarnos [...] ésta es la verdad desnuda de la situación creada de un modo lento pero seguro por Eduardo VII [...]. El cerco de Alemania es, por fin, un hecho consumado. Hemos metido la cabeza en la soga [...]. ¡El difunto Eduardo es más fuerte que yo vivo!».

Consciente de la sombra del difunto Eduardo, el káiser—hubiera dado la bienvenida a cualquier solución para zafarse de la obligación de tener que luchar, al mismo tiempo, contra Rusia y Francia, por no hablar ya de Inglaterra, que todavía no había abierto la boca.12

En el último instante se le presentó la ocasión. Un colega de Bethmann se le presentó rogándole que hiciera lo imposible para evitar una guerra en dos frentes y sugirió un medio para conseguirlo. Durante años había sido discutida la situación de Alsacia en favor de su autonomía como un Estado fecundo dentro del Imperio alemán. Agradaba y era aceptada por todos los alsacianos y hubiese privado a Francia de una razón para libertar a la provincia que había perdido. El 16 de julio, es decir, muy recientemente, el Congreso socialista francés había votado a favor de esta solución, pero los militares alemanes habían insistido siempre en que la provincia debía estar ocupada militarmente y que sus derechos políticos tenían que quedar subordinados a las «necesidades militares». Hasta el año 1911 no había sido acordada una Constitución y nunca una autonomía. El colega de Bethmann le proponía ahora hacer una inmediata declaración, pública y oficial, convocando una conferencia para discutir la autonomía de Alsacia.13 Esta declaración impediría que Francia pasara al ataque sin estudiar antes este último ofrecimiento. Con ello, Alemania ganaría tiempo para unir sus fuerzas contra Rusia, mientras que las fuerzas permanecerían estacionadas en el Oeste y manteniendo a Inglaterra alejada del conflicto.

El autor de esta proposición continúa anónimo y puede incluso no haber existido. No importa. La ocasión existía y es posible que el propio canciller la presentara. Pero aprovechar debidamente la ocasión requería valentía, y Bethmann, detrás de su distinguida fachada, sus oscuros ojos y sus modales imperiales, era un hombre que, como dijo Theodore Roosevelt de Taft, «era un debilucho». En lugar de ofrecer a Francia la ocasión de permanecer neutral, el gobierno alemán le mandó un ultimátum, al mismo tiempo que presentaba el ultimátum a Rusia.14 Exigía de Francia que contestara en el plazo de dieciocho horas si se mantendría neutral en el caso de una guerra germano-rusa y, en caso afirmativo, añadía que Alemania «exigiría la garantía de su neutralidad con la entrega de las fortalezas de Toul y Verdún, que serían ocupadas y devueltas una vez que hubieran terminado las hostilidades»; en otras palabras, la entrega de las llaves que abrían las puertas de Francia.

El barón Von Schoen, el embajador alemán en París, no podía decidirse a presentar aquella «brutal» demanda cuando, en su opinión, la neutralidad francesa era una enorme ventaja para Alemania; su gobierno debería ofrecer un premio en lugar de exigir una penalidad. Presentó la solicitud de neutralidad, pero los franceses, que habían interceptado y descifrado el telegrama, estaban al corriente de la exigencia alemana.15 Cuando Schoen, a las once de la mañana del primero de agosto, preguntó por la respuesta de Francia, le contestaron que Francia «actuaría de acuerdo con sus intereses».

En Berlín repiqueteó minutos después de las cinco un teléfono en el Ministerio de Asuntos Exteriores. El subsecretario Zimmermann, que contestó a la llamada, se volvió hacia el editor del Berliner Tageblatt, que estaba sentado al otro lado de la mesa, y le dijo: «Moltke quiere saber si ya puede empezar».16 En aquel momento, un telegrama de Londres que acababa de ser descifrado deshacía todos sus planes. Ofrecía la oportunidad de que si se detenía el movimiento contra Francia, Alemania podría, por fin, hacer la deseada guerra en un solo frente. Bethmann y Jagow cogieron un taxi y se dirigieron con toda rapidez a palacio.

Un telegrama, firmado por el príncipe Lichnowsky, embajador en Londres, informaba de una proposición inglesa, tal como la entendía Lichnowsky, relativa a «que en el caso de que no ataquemos Francia, Inglaterra se mantendrá neutral y garantizará la neutralidad francesa».17

El embajador pertenecía a aquella clase de alemanes que hablaban inglés y copiaban los modales ingleses, los deportes y el modo de vestir, en un obstinado esfuerzo en ser el vivo ejemplo de un caballero inglés. Otros compañeros suyos en la nobleza alemana, el príncipe de Pless, el príncipe Blücher y el príncipe Münster, se habían casado con inglesas. Durante un banquete en Berlín en 1911, en honor de un general inglés,18 el invitado de honor quedó altamente sorprendido cuando descubrió que los cuarenta invitados alemanes, entre éstos Bethmann-Hollweg y el almirante Tirpitz, hablaban perfectamente inglés. Lichnowsky se diferenciaba de los de su clase en que no sólo por sus modales, sino de todo corazón, era un anglófilo. Había llegado a Londres con el fin de hacerse apreciar personalmente y hacer apreciar a su país. La alta sociedad inglesa le había invitado frecuentemente a actos sociales durante los fines de semana. Para el embajador no podía existir una tragedia mayor que una guerra entre su país de nacimiento y su patria de adopción, y hacía todo lo que estaba en sus manos para impedirla.

Cuando el secretario de Asuntos Exteriores, sir Edward Grey, le telefoneó aquella misma mañana, durante un intervalo en la reunión del Gabinete, Lichnowsky, dominado por su propia ansiedad, interpretó lo que le dijo Grey como un ofrecimiento por parte de Inglaterra de mantenerse neutral y hacer que Francia fuera igualmente neutral en una guerra ruso-germana si, por su lado, Alemania se comprometía a no atacar a Rusia.19

En realidad no fue esto lo que dijo Grey. Lo que había ofrecido éste era la promesa de que Francia se mantendría neutral si Alemania prometía, por su parte, mantenerse neutral frente a Francia y frente a Rusia, o sea, con otras palabras, a no ir a la guerra contra ninguna de estas dos naciones en espera de los resultados de los esfuerzos que pudieran ser hechos para solventar el conflicto serbio. Después de un período de ocho años como secretario de Asuntos Exteriores, Grey había perfeccionado un modo de hablar que daba el menor significado posible a sus palabras. La habilidad de quitar todo significado a lo que decía, comentaba uno de sus colegas, se había convertido en un hábito para él. No era difícil que por teléfono, y temeroso por la inminente tragedia, Lichnowsky interpretara mal las palabras de Grey.

El káiser se aferraba a la solución que le ofrecía Lichnowsky para lanzarse a una guerra de un solo frente. Los minutos contaban. La movilización rodaba ya inexorable hacia la frontera francesa. El primer acto hostil, la ocupación de un nudo ferroviario en Luxemburgo, cuya neutralidad habían garantizado las cinco grandes potencias, entre ellas Alemania, había sido prevista para una hora más tarde. Tenía que ser detenido, detenido en el acto. Pero ¿cómo? ¿Dónde estaba Moltke? Moltke había abandonado el palacio. Un ayudante fue enviado en su busca haciendo sonar violentamente la bocina para detenerle. Y Moltke regresó a palacio.

El káiser volvía a ser el de siempre, el Supremo, el Señor de la Guerra, dominado por una nueva idea, con nuevos planes y disposiciones. Le leyó el telegrama a Moltke y dijo en son de triunfo: «Ahora podemos ir a la guerra sólo contra Rusia. ¡Destinaremos todo nuestro Ejército al Este!».

Consternado ante la perspectiva de que la maravillosa maquinaria de la movilización fuera detenida, Moltke se negó a rajatabla. Durante los últimos diez años, primero como ayudante de Schlieffen y, luego, como su sucesor, el trabajo de Moltke había consistido en forjar los planes para cuando llegara aquel día, Der Tag, para el que habían sido concentradas todas las energías alemanas, el día en que empezaría la marcha en pos del dominio final de Europa. Eso pesaba sobre él como una responsabilidad opresiva.

Alto, pesado, calvo y habiendo cumplido ya los sesenta y seis años, Moltke generalmente presentaba una expresión de profundo disgusto que impulsaba al káiser a llamarle «der traurige Julius»,20 ‘el triste Julio’, a pesar de que su verdadero nombre era Helmut. Era de delicada salud, por lo que tomaba unas curas cada año en Carlsbad, y la sombra de su gran tío siempre pesaba sobriamente sobre su persona. Desde su ventana en el edificio de ladrillo rojo en la Königsplatz, en donde vivía y trabajaba, contemplaba cada mañana la estatua ecuestre de su homónimo, el héroe de 1870 y, conjuntamente con Bismarck, el arquitecto del Imperio alemán. El sobrino era un mal jinete que solía caerse del caballo en las maniobras y, lo que era peor aún, un discípulo de la Ciencia Cristiana con cierta afición también por el antroposofismo y otros cultos. Por esta debilidad un oficial prusiano era considerado «blando» y, lo que es peor aún, pintaba, tocaba el violonchelo, llevaba el Fausto de Goethe en su bolsillo y había comenzado la traducción de Peleas y Melisenda, de Maeterlinck.21

Introspectivo y vacilante por naturaleza, le dijo al káiser cuando fue nombrado para el cargo en 1906: «No sé cómo saldré adelante en caso de guerra, pues soy un crítico muy severo de mí mismo». Sin embargo, no era, ni personal ni políticamente, un hombre tímido. En 1911, disgustado por la retirada de Alemania durante la crisis de Agadir, le escribió a Conrad von Hötzendorf informándole de que presentaría la dimisión si la situación empeoraba, que desorganizaría al Ejército «y nos colocaremos bajo la protección de Japón, porque entonces podremos ganar dinero sin ser molestados por nadie y convertirnos en unos perfectos imbéciles». No vaciló ni un instante en replicar al káiser y le dijo «con sincera brutalidad»22 en 1900 que su expedición a Pekín era una «loca aventura», y cuando le fue ofrecido el cargo de jefe del Estado Mayor, le preguntó al káiser «si esperaba ganar dos veces el gordo en la misma lotería»..., un pensamiento que, sin duda alguna, había influido en Guillermo en la elección de otro Moltke. Se negó a aceptar el cargo hasta que el káiser dejara de interferir en todos los simulacros bélicos, lo que convertía a éstos en una comedia. Y lo sorprendente es que el káiser obedeció.

Ahora, en la noche del primero de agosto, Moltke no estaba de humor para que el káiser interfiriera de nuevo en los asuntos militares, ni para que pusiera obstáculos a los planes que ya habían sido aprobados y estaban en marcha. Mandar dar media vuelta a un millón de hombres en el mismo momento en que se ponían en marcha, requería más nervios de acero que los que podía exhibir Moltke en aquellos momentos. Veía cómo todos sus planes se derrumbaban, cómo irían los suministros por un lado y los soldados por otro, y quedarían compañías sin oficiales, divisiones sin plana mayor, y los 11.000 trenes que habían de partir en intervalos de diez minutos se verían sumidos en la mayor confusión de la historia militar.

«Majestad, no se puede hacer», replicó Moltke en aquellos momentos. «El despliegue de millones de hombres no puede ser improvisado. Si Vuestra Majestad insiste en mandar todo el Ejército al Este, no será un ejército dispuesto a entrar en batalla, sino un desorganizado grupo de hombres armados que no podrá contar con suministros de ninguna clase. Estas disposiciones han requerido una labor muy minuciosa durante un año...», y Moltke guardó un breve silencio después de haber pronunciado estas palabras, para añadir la base de todo gran error alemán, la frase que provocó la invasión de Bélgica y la guerra submarina contra Estados Unidos, la frase inevitable de los militares cuando intervienen en la política: «... y lo que está dispuesto, no puede ser alterado».

Verdaderamente hubiese podido ser alterado. El Estado Mayor alemán, aunque forjaba los planes desde el año 1905 para atacar Francia, había conservado en sus archivos, que había revisado cada año hasta 1913, un segundo plan contra Rusia en el que todos los trenes rodaban en dirección este.

«No construyáis más fortalezas, construid ferrocarriles»,23 había ordenado el viejo Moltke, que había expuesto su estrategia sobre un mapa de los ferrocarriles e insistido en el dogma de que los ferrocarriles eran la clave de toda guerra. En Alemania, el sistema de ferrocarriles estaba bajo control militar y un oficial del Estado Mayor estaba destinado en cada una de las líneas. No podía ser tendida ni cambiada ninguna vía sin permiso del Estado Mayor. Las maniobras anuales mantenían a los oficiales, destinados en los ferrocarriles, en contacto constante con la misión que se les había confiado. Se decía que los mejores cerebros que salían de la Academia Militar eran destinados a la sección de ferrocarriles, y que terminaban en un sanatorio mental.24

Cuando el «no puede ser alterado» de Moltke fue revelado después de la guerra en sus memorias, el general Von Staab, jefe de la División de Ferrocarriles, quedó tan indignado por lo que él consideraba un reproche contra su sección que escribió un libro para demostrar que sí hubiera podido haberse hecho.25 En numerosos mapas y gráficos demostró cómo, si se le hubiese consultado el 1 de agosto, hubiera podido transportar cuatro de los siete ejércitos al frente del Este, y esto antes del 15 de agosto dejando tres ejércitos para defender el frente del Oeste. Matthias Erzberger, el diputado del Reichstag y jefe del Partido del Centro, católico, nos ha dejado otro testimonio. Dijo que el propio Moltke, seis meses después de aquella noche, declaró que «el grueso de nuestro Ejército hubiese debido haber luchado antes en el Este para aniquilar el rodillo ruso, limitando las operaciones en el Oeste a impedir un ataque enemigo contra nuestras fronteras».26

Pero la noche del primero de agosto, Moltke, que se aferraba a su plan fijo, no tuvo el valor, ni los nervios, para introducir cambios. «Su tío me hubiera dado una respuesta diferente», le dijo el káiser, muy amargado. Este reproche «me hirió profundamente—escribió Moltke años después—: Nunca pretendí ser igual que el viejo mariscal de campo». Sin embargo, continuó negándose. «Mi protesta de que era completamente imposible mantener la paz entre Francia y Alemania cuando ya los dos países se habían movilizado, no causó la menor impresión. Todos los presentes estaban cada vez más excitados y sólo yo mantenía mi punto de vista».

Finalmente, cuando Moltke convenció al káiser de que los planes de movilización ya no podían ser alterados, el grupo que incluía a Bethmann y Jagow redactó un telegrama dirigido a Inglaterra lamentando que los movimientos contra Francia no pudiesen ser modificados, pero ofreciendo la garantía de no cruzar la frontera francesa antes del 3 de agosto a las siete de la tarde, lo que no les obligaba a nada, puesto que el cruce de la frontera no había sido previsto para una fecha anterior. Jagow despachó un telegrama a su embajador en París instándole a que hiciera todo lo posible para que «Francia se mantuviera cruzada de brazos por el momento». Francia ya había decretado la movilización a las cuatro de aquella tarde. El káiser añadió un telegrama personal al rey Jorge explicándole que, por «razones técnicas», la movilización debía seguir su curso, pero si «Francia ofrece la neutralidad que ha de ser garantizada por la Marina y el Ejército inglés, como es lógico me abstendré de atacar Francia y destinaré mis tropas a otra parte. Confío en que Francia no se pondrá nerviosa».27

Faltaban pocos minutos para las siete, la hora prevista para que la División 160 entrara en Luxemburgo. Bethmann insistió excitado en que, en ninguna circunstancia, las tropas alemanas habían de invadir Luxemburgo mientras no se recibiera la respuesta de Inglaterra. En el acto el káiser, sin consultar previamente con Moltke, ordenó a su ayudante de campo que telefoneara y telegrafiara a la División 160 en Tréveris para cancelar la orden de atacar. Moltke se vio nuevamente defraudado en sus planes. Los ferrocarriles de Luxemburgo eran esenciales para la ofensiva a través de Bélgica contra Francia. «En aquel momento tuve la sensación de que me partían el corazón».

A pesar de todas sus súplicas, el káiser se negó a ceder. Al contrario, añadió una frase final a su telegrama al rey Jorge: «Las tropas, antes de atravesar la frontera, van a ser detenidas por teléfono y telégrafo prohibiéndoseles cruzar la frontera hacia Francia». En cierto modo decía la verdad, puesto que el káiser no podía decirle a Inglaterra cuál había sido su intención original y que lo que le detenía en aquellos momentos era la violación de un país neutral. En este caso hubiera tenido que reconocer también su intención de violar Bélgica, lo que hubiese sido considerado como un casus belli por Inglaterra.

«Desmoralizado», escribió Moltke más tarde por lo que le pasó aquel día, que había de ser el más culminante de su carrera. Regresó al Estado Mayor «y estallé en amargas lágrimas de desesperación». Cuando su ayudante le presentó para su firma la orden escrita anulando el movimiento hacia Luxemburgo, «arrojé mi pluma sobre la mesa y me negué a firmar». Firmar aquella orden, después de la movilización, anulando todos los preparativos que él había hecho tan meticulosamente, se hubiese tomado como una «vacilación e indecisión». «Haga usted lo que quiera con este telegrama—le dijo a su ayudante—, pero yo no lo firmo».

Estaba todavía sumido en sus pensamientos, a las once de la noche, cuando lo llamaron de nuevo a palacio. Moltke encontró al káiser en su dormitorio, vestido de acuerdo con las circunstancias, con un capote militar sobre su camisón de dormir. Había recibido un nuevo telegrama de Lichnowsky, en el que, después de una segunda conversación con Grey, reconocía su error y telegrafiaba ahora tristemente: «La proposición positiva de Inglaterra se refiere al conjunto, no al detalle».

«Haga usted ahora lo que mejor le parezca», le dijo el káiser, y se metió de nuevo en la cama. Moltke, el comandante en jefe que había de dirigir ahora una campaña que iba a decidir el destino de Alemania, quedó terriblemente impresionado. «Aquélla era mi primera experiencia bélica», escribió años más tarde. «Nunca me recuperé de la impresión del incidente. Algo en mi interior se partió y jamás volví a ser el de antes».

Y tampoco el mundo, hubiera podido añadir. La orden telefónica que el káiser había mandado a Tréveris no llegó a tiempo. A las siete en punto, tal como había sido previsto, fue cruzada la primera frontera de la guerra y el mérito correspondió a una compañía de infantería del Regimiento 69 mandada por el teniente Feldmann. Al otro lado de la frontera luxemburguesa, en las laderas de las Ardenas, a unas doce millas de Bastogne, en Bélgica, había una pequeña ciudad conocida por los alemanes con el nombre de Ulflingen. El ganado pastoreaba por sus campos, pero en sus calles empedradas no se veía una sola brizna de paja, ni siquiera en tiempos de siega, puesto que esto hubiera ido en contra de las leyes de limpieza del Gran Ducado. Al pie de la ciudad había una estación de ferrocarril y una oficina de telégrafos en donde se cruzaban las líneas de Alemania y Bélgica. Éste era el objetivo alemán que la compañía del teniente Feldmann, que llegó en camiones, conquistó como primer objetivo.

Con su acostumbrada falta de tacto, los alemanes habían elegido para violar Luxemburgo un lugar llamado Trois Vierges.28 Las tres vírgenes representaban la fe, la esperanza y la caridad, pero la historia encarnó en ellas a Luxemburgo, Bélgica y Francia.

A las siete y media llegó un segundo destacamento en camiones, con toda probabilidad como respuesta al mensaje del káiser, dando orden al primer grupo de dar marcha atrás alegando «que había ocurrido un error». Mientras tanto, el ministro de Estado, Eyschen, ya había telegrafiado la noticia a Londres, París y Bruselas, así como mandado una nota de protesta a Berlín. A medianoche, Moltke anulaba la orden del káiser y a finales del día siguiente, 2 de agosto, M-1 según el plan alemán, todo el Gran Ducado era ocupado por las tropas alemanas.

Una pregunta ha atormentado a los historiadores desde entonces: ¿qué hubiese sucedido si los alemanes se hubieran dirigido contra el Este en 1914 mientras permanecían a la defensiva contra Francia? El general Von Staab demostró que esta inversión hubiese sido factible. Haberse vuelto contra Rusia era técnicamente posible. Pero saber si era posible impedir el ataque contra Francia para cuando llegara Der Tag es otra cuestión muy diferente.

A las siete en punto en San Petersburgo, a la misma hora en que los alemanes entraban en Luxemburgo, el embajador Pourtalès, con sus ojos azules inyectados en sangre, presentó con mano temblorosa la declaración de guerra alemana a Sazonov, el ministro de Asuntos Exteriores ruso.

—¡La maldición de las naciones caerá sobre ustedes!—exclamó Sazonov.

—Defendemos nuestro honor—replicó el embajador alemán.

—Su honor no está en juego. Pero hay una justicia divina.

—Esto es verdad—murmuró—. Una justicia divina, una justicia divina.

Pourtalès se acercó a la ventana, se apoyó contra la misma y estalló en lágrimas.

—Éste es el fin de mi misión—dijo cuando se sintió de nuevo con fuerzas para hablar.

Sazonov le golpeó amistosamente en el hombro, se abrazaron y Pourtalès se dirigió a la puerta, que apenas logró abrir debido al temblor de su mano, y murmuró:

—Adiós, adiós.

Esta escena tan emotiva nos ha sido transmitida por Sazonov con artísticos comentarios del embajador francés, Paléologue, sin duda alguna por lo que le contara Sazonov.29 Pourtalès informa de que solicitó por tres veces una respuesta al ultimátum, y cuando Sazonov por tercera vez respondió en sentido negativo, le entregó la nota de acuerdo con las instrucciones recibidas.

¿Por qué motivo había de entregar la nota? El almirante Von Tirpitz, el ministro de la Marina, había preguntado la noche anterior, «basándose más en el instinto que en la razón», por qué si Alemania no tenía la intención de invadir Rusia, era necesario declarar la guerra a Rusia y cargar con el odio hacia el agresor.30 Esta pregunta era muy pertinente, puesto que el objetivo de Alemania era cargar toda la culpa de la guerra sobre Rusia, con el fin de convencer al pueblo de que estaba luchando a la defensiva y, sobre todo, obligar a Italia a cumplir su compromiso de la Triple Alianza.

Italia estaba obligada a entrar en la guerra al lado de sus aliados sólo en el caso de una guerra defensiva, y se temía que aprovechara la primera oportunidad para cambiar de bando. Bethmann quedó altamente confuso y desconcertado ante el problema. Previno que si Austria se negaba a cualquiera de las concesiones serbias, «sería muy difícil cargar la culpa de una conflagración europea sobre Rusia», y «esto nos colocaría a los ojos de nuestro pueblo en una situación muy delicada».31 Pero no le hicieron caso. Cuando llegó el día de la movilización, el protocolo alemán exigía que la guerra fuera declarada con todas las de la ley. Según Tirpitz, los jurisconsultos del Ministerio de Asuntos Exteriores alegaron que esto era lo que procedía hacer en aquel caso. «Fuera de Alemania no saben apreciar estas ideas», dijo patéticamente.

En Francia sí sabían apreciarlas.

Los cañones de Agosto

Подняться наверх