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4. El crecimiento agrario

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Las economías agrarias preindustriales eran incapaces de generar un crecimiento autosostenido. A partir de una relación tierra-población favorable se conseguía incrementar la productividad durante un cierto tiempo y, consecuentemente, el crecimiento económico, pero a largo plazo el propio crecimiento de la población imponía una productividad decreciente por dos razones: a) la utilización de tierras de menor calidad y, por lo tanto, de rendimientos cada vez menores, y b) el hecho de añadir trabajo marginal sobre la propia tierra tiene, a partir de un cierto nivel, unos rendimientos marginales decrecientes. Por lo tanto, el crecimiento de la población, que en un primer momento es un factor de incremento de la productividad, a largo plazo la reduce (Bois, 1976 y 1988; Kriedte, 1982). El resultado es la alternancia de fases de crecimiento y de regresión paralelas y relacionadas con los ciclos de crecimiento y estancamiento de la población, a los cuales ya nos hemos referido. No obstante, hay que tener presente que cada momento de crisis comporta cambios en la orientación de la economía y la aplicación de nuevas tecnologías que hacen que el punto de partida y el de llegada se sitúen a niveles cada vez más altos. Por lo tanto, no hay crecimiento autosostenido, pero sí una tendencia general creciente. Solo la difusión de la revolución agrícola inglesa, hecho paralelo a la Revolución Industrial e interrelacionado con esta, permitirá un crecimiento agrario autosostenido, pese a que este es un proceso que hoy en día todavía no ha tenido lugar a escala mundial. La base principal del crecimiento agrario a lo largo de la etapa preindustrial es la mejora de las herramientas y los conocimientos, obtenida y difundida muy lentamente a partir de la acumulación de experiencias, la especialización y la introducción de nuevos cultivos (Persson, 1988).

La especialización depende del mercado, aspecto que estudiaremos más adelante: cuando hay posibilidades de intercambiar productos, un grupo humano (familia, pueblo...) puede dejar de preocuparse por la obtención de productos imprescindibles pero costosos de obtener, que pueden ser cambiados por otros productos para los cuales se disponga de ventajas comparativas (por ejemplo, se puede dejar de producir vino y obtenerlo en el mercado a cambio de lana, o a la inversa). Por regla general, el cereal básico queda fuera de este intercambio: se prefiere garantizar su abastecimiento, aunque producirlo tenga un coste superior al corriente en el mercado, que correr el peligro de no poder disponer de él o de tener que adquirirlo a precios excesivamente elevados en los años de mala cosecha. Así, la lógica básica del crecimiento agrario preindustrial consiste en asegurar la alimentación de la familia a lo largo del año y dedicar la tierra y el trabajo sobrantes, si los hay, a la obtención de algún producto comercializable. De estos, los más habituales eran, además de los cereales, el vino, las fibras textiles (lino, cáñamo) y los productos ganaderos (quesos, pieles, lana), aunque en algunos territorios concretos tenían también mucha importancia otros productos como el azafrán o las plantas tintóreas.

La introducción de nuevos cultivos tiene dos momentos principales, con distintos orígenes. Así, durante la Edad Media se trata principalmente de plantas procedentes de Oriente, aclimatadas a través del mundo musulmán, y con gran abundancia de frutas y hortalizas (naranja, melocotón, melón, alcachofa, berenjena...), aunque el producto más importante desde el punto de vista comercial sería el azúcar. Durante la Edad Moderna se introducen sobre todo plantas procedentes de América. La más importante en un primer momento es el maíz, cereal de verano, de gran rendimiento en las zonas húmedas, que se expandió a partir del siglo XVII por el norte de la península Ibérica, el sur de Francia, el valle del Po y varias zonas del este de Europa, convirtiéndose en gran parte de ellas en el principal cereal panificable. A largo plazo fue todavía más importante la patata, de adopción más tardía pero que proporciona más calorías por unidad de superficie que cualquier cereal. Sin embargo, la patata no pasó del consumo animal al humano hasta la segunda mitad del siglo XVIII y, sobre todo, en el siglo XIX: las grandes hambrunas que acompañaron a las guerras de la Revolución y del Imperio (1792-1814) acostumbraron a los hombres a consumir un producto antes reservado básicamente a los cerdos.

Sin embargo, no debe olvidarse que la producción para el mercado y la introducción de nuevos productos requieren condiciones favorables tanto desde el punto de vista de la obtención (tipo de tierra y de clima) como de la distribución (facilidad de acceso a los mercados), y a menudo exigían importantes inversiones de capital o cambios institucionales, hechos que explican que su difusión fuera lenta y limitada.

Introducción a la historia económica mundial (2ª ed.)

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