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ESCENA X

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Dichos y Venancio

Eulogio (Después de una pausa.)—¿Qué?... ¿Se sabe si se han nivelao ya los presupuestos?

Venancio.—¡Qué sé yo!... ¡Señó Ulogio, yo no sé qué tié esa mujer para mí! ¿Usté ve que la he visto?... ¡Misté cómo me he quedao!

Eulogio (Le toca la mano.)—¡Frapé!...

Venancio.—¡Un mármol!

Eulogio.—¡Anda, siéntate, marmolillo!...

Venancio (Dándole un pan.)—Tome usté lo suyo, que me falta repartir en dos u tres casas todavía.

Eulogio.—No tengas prisa, hombre, que tenemos que hablar tendidamente.

Venancio.—Nosotros... ¿De qué?...

Eulogio.—¡Pus... de ella!

Venancio (Con rapidez.)—¿De ella?... ¿Qué?... ¡Ande usté!...

Eulogio.—¡Venancio, vamos claros! ¿Tú deseas reirte de las aves que topan?

Venancio.—¿Yo?... Bueno, explíquese usté mejor, porque...

Eulogio.—¿Tú quieres a la Isidra?...

Venancio.—¿Quererla? ¡Es poco! Más que eso, señó Ulogio, ya lo sabe usté...

Eulogio.—Entonces, claro, con ese genio que tienes estás aguardando a que la chica un día se enfade, te saque de tu casa y te deposite judicialmente... ¿verdad?

Venancio.—Yo callo... porque... porque sé lo que es el mundo.

Eulogio.—¿Tú?... ¿Tú qué vas a saber? ¡Tú eres un mixto de pardillo y jilguero! ¡El mundo!... ¿Quieres saber lo que es mundo?... ¡Pues oye, y sácate una copia! El mundo, Venancio, en lo referente al amor, es talmente una zapatería: la juventuz es el escaparate, las mujeres son el calzao y el hombre, el parroquiano. Las mujeres, como el calzao, ca una tié una piel distinta... las tiés dende becerro (que Dios nos libre), hasta el charol más fino y reluciente. Ahora, que la mujer es un calzao que tié el defezto de que no lo hacen a la medida. ¿Qué tié que hacer el hombre?... Pues mirar por el escaparate y escoger a ojo, y decir aquel calzao es el mío, y entrar y disputárselo al sursum curda... ¿Me entiendes?... Bueno, tú has encontrao lo que te gusta, pues entra a cogerlo, cuéstete lo que te cuéstete, y cásate pronto, porque mira, chico, el hombre que no se casa, u sea el que no va calzao como Dios manda, tié que andar con chanclas toa su vida... y pa eso más vale que te coja un Miura, crémelo.

Venancio.—¡Pero es que ese calzao que usté me aconseja es de una piel mu fina para mí!

Eulogio.—¡Quita, primo! ¡La Isidra te está que ni pintá! ¿Y sabes por qué?

Venancio.—¿Por qué?

Eulogio.—¡Porque te la he puesto yo en la horma!

Venancio.—Pero, ¿qué está usté diciendo?

Eulogio.—Que la he hablao de ti y que te espera. ¿Lo quiés más claro? ¡Y que es preciso que la hables en seguida!

Venancio.—¿Yo?... Pero... ¡usté me está volviendo tarumba, señó Ulogio! ¿Ella a mí?...

Eulogio.—¡Sí, señor!... ¡Lo de Epifanio se ha acabao, y vas a hablarla, pero, cómo, ahora mismito! ¡Voy a llamarla!

Venancio.—¡No! ¡Eh! ¡Estese usté quieto!... ¡Ahora no! ¿Qué voy a decirla yo ahora? (Deteniéndole.)

Eulogio.—¿Que qué vas a decirla?... Pues te arrimas a ella y la viertes estas frases en la oreja izquierda: “Isidra, aquí dentro tengo un corazón pa usté, y allá arriba un cuartito y un pedazo de pan pa los dos: ¿usté gusta?”

Venancio.—¿Y si me dice que no tié gana?

Eulogio.—¡La das un vermú; miá tú éste! Además, ¡hoy la pués caer en gracia!

Venancio.—¿Cómo?...

Eulogio.—Regalándole, como obsequio, por su santo, dos tiestos de claveles iguales que aquellos. (Señala al balcón de la Baltasara.)

Venancio.—¿Pa qué?

Eulogio.—Tú obedece y calla, que yo me entiendo, y aguarda, que voy a llamarla.

Venancio.—¡No! (Deteniéndole.) ¡Por Dios!... ¡Hoy no! ¡No la llame usté, que no tendría valor!... ¡Otro día!...

Eulogio.—¡Qué otro día!... ¡Ahora mismo!... (Llamando.) ¡Isidra!...

Venancio.—¡No! ¡Por Dios! ¡Que si me la veo delante me muero! ¡No!...

Eulogio.—¡Tú te callas!... ¡Isidra!... (Volviendo a llamar.)

Venancio.—¡No!

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