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Segundo centro de día

Muy pronto, decidí buscar otro centro de día y esta vez opté por un centro público. Primero, fui a visitar a la asistente social del barrio para que hiciera una valoración de la situación familiar y personal de Quimeta. Una vez decidieron que Quimeta tenía derecho a un centro de día de la Generalitat, la asistente social nos buscó uno que estaba en el barrio de la Teixonera, y no tardaron mucho en concedernos una plaza. A pesar de que estaba más lejos de su casa que el primero, estábamos encantados de llevarla allí porqué se trataba de un centro muy bien equipado, con grandes espacios, el personal necesario y de muy buen nivel. Había auxiliares, terapeuta ocupacional, fisioterapeuta, asistente social y psicóloga, y se hacían muchas actividades, por lo que Quimeta estaba muy distraída y le encantaba asistir a él.

Quimeta permaneció tres años en este centro de día, y estuvo siempre muy contenta. Ella decía que “iba al colegio” y, cada mañana, una vez se había duchado y comido el desayuno con mi ayuda, mi hermano la llevaba al centro de día. Antes de irse, se despedía de sus vecinas de la escalera, Ramona y Teresina, que eran sus amigas, y les decía muy contenta: “Adiós, me voy a La Seu d’Urgell”, o “Adiós, me voy al colegio”.

En esta época, su gran obsesión era ir a La Seu d’Urgell, el pueblo donde había vivido desde que se casara y donde siempre se sintió muy bien. Casi siempre decía que se iba a La Seu, y alguno de esos días, en los que estábamos a punto de salir y yo me encontraba haciendo otra cosa y no la controlaba, cuando me daba cuenta había sacado toda la ropa del armario y muy rápidamente la había puesto en una bolsa porque decía que se tenía que ir a La Seu d’Urgell. Entonces, cuando llegaba mi hermano para llevarla al centro de día, entre él y yo, con mucha paciencia, sacábamos la ropa de la bolsa y la volvíamos a colgar en el armario. Dentro del armario, habíamos encontrado mandarinas en estado de putrefacción que ella había escondido entre la ropa. Después de varias situaciones como esta, decidí cerrar todos los armarios con llave excepto uno, el que se encontraba en la salita. Así ella podía seguir metiendo y sacando cosas del armario y yo solo tenía que controlar uno. De esta manera, todo era más sencillo.

Quimeta se sentía muy cómoda en este centro. Cada mañana, cuando llegaba, la recibía María, una de las auxiliares del centro y mi madre estaba contentísima, porqué María era una mujer muy dulce y le daba la bienvenida con mucho amor. Llegaba alrededor de las nueve de la mañana y salía a las cinco de la tarde, aunque el centro estaba abierto hasta las seis, consideramos que era mejor que saliera una hora antes ya que si no se le haría el día muy largo y se pondría nerviosa.

Una mañana en la que acompañé a mi madre al centro de día, María me dio una bufanda de seda que Quimeta había pintado para mí. La terapeuta ocupacional hizo un taller de pintar ropa y le preguntó a quién quería regalar la bufanda. Ella contestó: “A Carme”. Y a mí me gustó mucho tanto la bufanda como el detalle de mi madre respecto a mí, por lo que me puse muy contenta. Continúo llevando esta bufanda de vez en cuando ya que para mí es una pieza muy valiosa.

Quimeta llamaba “señoritas” a las cuidadoras del centro de día, ya que -como antes he explicado- para ella ir al centro de día era ir al colegio. Allí hacía muchas actividades de dibujo, manualidades, gimnasia, etcétera. También se celebraban las fiestas del ciclo festivo: Navidad, Reyes, Carnaval y los aniversarios de los usuarios. Los familiares estábamos invitados a todas estas fiestas, y yo asistía siempre que podía. Al principio, como mi madre estaba físicamente muy bien, le encargaban que pusiera la mesa para comer con la supervisión de la auxiliar, y a ella le encantaba porque le hacía sentirse muy útil.

Llevaba a casa los trabajos que hacía con las profesionales para que yo los viera, y de vez en cuando hablaba con ella sobre ellos y la animaba a continuar haciéndolos y le decía que me gustaban mucho.

Los tres años que estuvo en el centro de día se lo pasó muy bien, y cuando se marchó de allí para ingresar en la residencia los tres hermanos lo sentimos mucho, pero en esta época mi madre ya empezaba a perder facultades y su neurólogo, el doctor Acarín, consideró que era el momento adecuado para ingresarla en una residencia.

Cuando nos fuimos, me despedí del personal del centro con tristeza y les di las gracias por todo lo que habían hecho por Quimeta.

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