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ОглавлениеLos veranos en La Seu d’Urgell
Desde que se le manifestó la enfermedad, mi madre tenía la obsesión de irse a La Seu d’Urgell, el pueblo donde había vivido tras su boda. Por ello, a los tres hermanos nos pareció aconsejable que ella pudiera ir en verano como siempre había hecho, ya que siempre le había gustado mucho y lo consideraba su pueblo de adopción.
Los tres hermanos creíamos que era muy positivo para nuestra madre recordar su pasado, especialmente el tiempo que había vivido en La Seu, un lugar al que ella quería mucho. Por ello, nos organizamos para que cada hermano pudiera acompañarla cada año durante quince días, y de esta manera Quimeta podía pasar allí un mes y medio.
En La Seu d’Urgell tenemos la casa familiar, donde hemos vivido toda la familia desde que yo tenía seis años hasta que nos mudamos, primero a Canarias y después a Barcelona. Es una casa con jardín y huerto que Quimeta siempre ha disfrutado mucho. Cuando llegaba, le gustaba ir a ver el huerto y a sus vecinas, especialmente a Angeleta y Montse. Las visitaba continuamente durante el día: “¿A dónde vas Quimeta?”, le preguntaba yo, y algunas veces ella me respondía: “A La Seu”. Y otras: “Voy a despedirme de Angeleta”. Cuando llegaba a casa de Angeleta le decía: “Vengo a despedirme porque me voy a La Seu”. Angeleta la invitaba a sentarse pero Quimeta estaba allí muy poco tiempo, ya que, como en esta época estaba muy inquieta, siempre quería irse. Tanto Angeleta como Montse tenían mucha paciencia con ella y la trataban con mucho cariño, siempre dispuestas a atenderla; y a Quimeta le encantaba ir a su casa.
A veces, mi madre iba al huerto ya que le gustaba pasearse por allí. Una vez, le perdí la pista y no sabía dónde estaba, no la encontraba por ninguna parte. Me dirigí hacia el huerto y la encontré allí, tendida en el suelo boca abajo, inmóvil. Al parecer, se había caído y no sabía levantarse, ni tampoco pedir ayuda. Y, como siempre que ocurría algo así, yo me ponía muy triste porque la veía muy indefensa y frágil, incapaz de pedir auxilio.
En La Seu los tres hermanos la hacíamos caminar mucho. Nos pasábamos las tardes paseando con ella y a Quimeta le encantaba. Íbamos al paseo que está en el centro del pueblo, al parque olímpico, al castillo, a Castellciutat, al paseo del camino Ral, etcétera. Siempre acabábamos en la terraza de algún bar, tomando una naranjada que era lo que siempre nos pedía Quimeta.
Durante el paseo, encontrábamos a mucha gente conocida. Algunos de ellos sabían que mi madre estaba enferma y otros no, pero Quimeta siempre les hablaba dando la apariencia de que dominaba la situación, porque en esa época -como ya he comentado antes-, mi madre sabía disimular muy bien y quienes no sabían nada -al tratarse de conversaciones cortas y como mi madre tenía un tono de voz convincente-, creían que ella se encontraba perfectamente.
Para los tres hermanos, las estancias en La Seu con mi madre no eran fáciles: teníamos que estar pendientes de ella todo el día, ya que en cualquier momento podía hacer algún disparate. Una de las veces en las que yo estaba con Quimeta, fue al baño. Cuando salió, entré yo y me lo encontré lleno de excrementos por las paredes. Limpiarlo fue triste y poco agradable; definitivamente, no se la podía dejar sola ni un momento. Otra de las veces en que mi hermana pasaba unos días sola con mi madre, tuvo unos problemas graves en la vista y se pasaron muchas horas en el Centro de Atención Primaria, yendo de un médico a otro. Quimeta se ponía muy nerviosa en las consultas de los médicos, porque casi siempre le hacían esperar y ella no podía quedarse quieta.
Cuando yo estaba con ella en La Seu, acostumbrábamos a ir a comprar al mercado los martes y los sábados por la mañana, que había mercado y se podían encontrar productos agrícolas frescos de los agricultores de los alrededores, y a ella siempre le había gustado ir. Un día, estaba en una tienda haciendo cola, esperando que me atendieran, y mi madre no se estaba quieta ni un solo momento. Una señora que estaba en la cola se dirigió a mí y me dijo: “La compadezco, realmente, su madre es muy inquieta”. Yo le contesté: “Sí, no es fácil”. Pero dentro de mí también pensé que ya estaba acostumbrada a esta actitud de mi madre y que ya no me afectaba demasiado, ya que para mí se trataba de un comportamiento normal, pues me había habituado a su hiperactividad y la aceptaba sin ponerme demasiado nerviosa; únicamente, intentaba seguirle la corriente y, si su desasosiego era muy grande, buscaba alguna solución que la ayudara a calmarse.