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Prólogo

Es este un buen libro. A través de su texto, el lector vivirá -como propia-, la experiencia de Carme Aràjol cuidando de su madre, Quimeta, enferma de Alzheimer. Está escrito de manera sencilla y no olvida nada. Desde la historia de Quimeta cuando era una niña hasta su madurez, las dificultades de la vida y la enfermedad de Alzheimer que sufrió durante años. Tuvo la suerte de contar con una familia entregada que la mimó hasta el final. Y al seguir el libro se puede ir sistematizando la vivencia familiar de una persona que se sumerge en la demencia.

Cuando comienza la enfermedad, es frecuente que la familia la afronte con sensación de extrañeza, ya que cuesta comprender cómo aquella persona querida va cambiando su manera de ser. Unas veces hace cosas raras y otras parece como si se rompiera la confianza que daba vida al vínculo familiar. Incluso algunas familias tienen la sensación de que aquel abuelo o abuela, que está cambiando, hace cosas con la intención de molestar, o que les toma el pelo. Las dificultades iniciales de memoria se pueden interpretar como que el abuelo o la abuela no se fija en las cosas porque no quiere. Incluso, en algunos casos, se piensa que son personas caprichosas y que no quieren hacer caso a lo que se les dice.

Por ello, es importante conseguir un diagnóstico precoz para que los familiares comprendan que no son caprichos, sino que lo que sucede es que aquella persona está enferma y es víctima de una degeneración de las células de su cerebro; un deterioro mental, en ocasiones acompañado de trastornos de conducta.

El deterioro mental acostumbra a iniciarse por problemas de memoria, seguido de dificultades en la orientación, tanto en el tiempo como en el espacio. Y, más adelante, llegan las dificultades para reconocer objetos, primero, y después a las personas, se extravían las piezas de ropa de vestir... Y, a medida que va evolucionando la enfermedad, esta también afecta al lenguaje y se va perdiendo el léxico y la sintaxis, y se va avanzando así hacia la invalidez plena de la persona afectada en la fase terminal.

Cuando se trata de trastornos de conducta, las dificultades de convivencia familiar lo hacen todo más difícil. El enfermo cambia el régimen alimenticio, hace cosas inusuales, expresa deseos que están fuera de lugar, se vuelve testarudo, desconfía de todo el mundo, se resiste a la higiene, o tienen expresiones sexuales inapropiadas.

Es cierto que el diagnóstico precoz no es fácil, ya que no tenemos una prueba de fiabilidad absoluta; por lo cual, durante la vida del enfermo el diagnóstico es de probabilidad. Se entiende, por tanto, que los médicos sean cautos al realizar el diagnóstico ya que la certeza absoluta no existe, hasta que después de la defunción se hace un estudio microscópico del cerebro. Aunque esta práctica no está generalizada.

Con el diagnóstico de probabilidad las familias empiezan un nuevo camino. La comprensión se acompaña de tristeza. A menudo aparece la sensación de que hay dos mundos separados e incluso enfrentados, el del enfermo y el de la familia; ésta se siente apartada, hace esfuerzos que no se ven recompensados y aparece la frustración del dar sin recibir.

En otras circunstancias, se puede llegar a situaciones difíciles de resolver: ¿quién ha de tomar las decisiones, el paciente, el cónyuge, los hijos?. Carme Aràjol lo describe con gran lucidez, buscando siempre el equilibrio posible entre lo que ella cree que debe hacerse y la actitud colaboradora o no de su madre, tanto si es por la comida, la higiene o para salir a la terraza de la residencia.

El libro es una reflexión intimista de las relaciones, a menudo complejas, entre una madre y su hija o, quizás, al revés, de la hija hacia la madre. Relaciones que habitualmente pasan momentos fáciles y otros complicados. En cualquier caso, la autora lo sabe explicar muy bien. Sabe separar el codo a codo de estas relaciones cuando su madre tenía las ideas claras, como también cuando su mente estaba ofuscada por la enfermedad. Me atrevería a decir que, si bien la parte fundamental del libro es la atención a un familiar enfermo a lo largo de los años, la autora también ha sabido incluir la reflexión sobre la eterna comunión familiar entre padres e hijos, con las habituales subidas y bajadas.

Además, Carme Aràjol se refiere a los aspectos concretos y prácticos que hay que tener presentes cuando se está a cargo del cuidado de un familiar con demencia. Me refiero a cómo sabe explicar las necesidades de logística, la tramitación de ayudas, la selección del centro de día y, después, la elección de la residencia; así también como los aspectos relacionados con la protección patrimonial, cuando el familiar puede ser engañado por otras personas. Son aspectos que los médicos no siempre incluimos en nuestros consejos y que son muy importantes, tanto para el interesado como para la familia. En este sentido, el libro también cumple la función de guía y de cómo cuidar a una persona con demencia.

Tampoco olvida la importancia del ejercicio físico y de la estimulación cognitiva para los enfermos de Alzheimer, y expone la experiencia propia de cómo consiguió que su madre siguiera un programa completo de estimulación, ejercicio, mantenimiento de hábitos y costumbres higiénicas.

Aquí me permito remarcar que hay muchos trabajos científicos que apoyan la importancia de los ejercicios físico, mental y social para conseguir que se retarde la evolución de la enfermedad de Alzheimer. Por otro lado, parece que también tiene influencia la actitud frente a la vida y la sociedad, de forma que son favorables las actitudes compasivas y, por el contrario, el espíritu rencoroso tiene influencia negativa. Sin olvidar que la compasión debe empezar por uno mismo. Es negativo recriminar a los demás y a uno mismo por hechos pasados.

La demencia va avanzando lenta pero inexorablemente. Quimeta pasa poco a poco de los olvidos a la dificultad para reconocer a otras personas. La hija se adapta a la nueva situación; no le gusta, pero se conforma, y sabe mantener la fuerza de la alegría en las relaciones con su madre. Es un detalle importante que la enferma no se sienta incomprendida y también para la hija. Mantener el buen estado de ánimo es una gran ayuda para soportar el progresivo alejamiento del enfermo, que deja de reconocer al familiar, lo ignora, cada vez habla menos, no puede quejarse de dolores posturales y no demuestra ningún interés por los demás, ni agradecimiento o complicidad por las atenciones que recibe.

En las etapas avanzadas de la demencia es difícil mantener la fortaleza de espíritu para afrontar la despersonalización del familiar enfermo y seguir a su lado. Finalmente, después del mutismo y la imposibilidad de levantarse de la cama, se entra en un estado vegetativo hasta la muerte. El familiar es testigo mudo de todo el desastre: hasta dónde ha llegado aquella persona querida que era viva y activa, que se reía, se enfadaba, explicaba cosas, y que cuando éramos pequeños nos había cuidado con amor. Ahora es solo un fantasma de sí misma que se acerca lentamente a la muerte.

Las propias palabras de Carme Aràjol son más elocuentes:

“Cada vez mi madre me da menos motivos que me llenen de alegría, que me hagan gracia. A pesar de que las personas que no estaban acostumbradas a tratar este tipo de enfermos no valoraban las pequeñas reacciones de mi madre, yo sí que las valoraba y me llenaban de felicidad y energía sus reacciones de niña, tan simpáticas, a pesar de que fueran muy incoherentes, y, en cambio, ahora está todo el día con los ojos cerrados, ensimismada en su propio mundo, donde cada vez se encuentra mejor.

Ahora, cuando llego la sigo llenando de besos y caricias y me acerco a su oído y le digo cositas agradables y ella está impasible con los ojos cerrados, parece que no me escuche y que no note mi contacto. A pesar de esta falta de reacción, no entro en desánimo y continuo como si nada, tocándola y abrazándola porque mi corazón me dice que he de seguir haciéndolo. Y a ella en algún punto de su interior, esto le llega, le gusta y le hace bien y no solamente esto, sino que siento que cuanto más intenso es el abrazo y las muestras de amor, su alma lo reconoce con más intensidad. Es cierto que algunos días, cuando empiezo a decirle cosas, abrazarla y besarla, en algún momento su rostro refleja una ligera sonrisa, un poco difusa, pero para mí es la muestra de que le han llegado mis expresiones de amor y me pongo muy contenta.

Siento que mi papel respecto a mi madre cada vez más consiste en “estar” con ella. Estar a su lado sin esperar nada. Ahora ella no me puede dar casi nada, pero yo he de seguir dándoselo todo, ya que entiendo que esta es la mejor manera en la que puedo acompañarla en este camino hacia la muerte, que no sé cuándo llegará ni me preocupa. Llegará cuando llegue su momento de dejar este mundo.”

Cuando la muerte se acerca no hemos de evitarla. Es necesario entenderla como la liberación final y, probablemente, esperada, por el enfermo y también por la familia. Con una persona con demencia avanzada no hay futuro, el único mañana posible es la muerte. Es necesario facilitar, en la medida de lo posible, que el final sea tranquilo, se evite el dolor, y que los familiares acepten lo inevitable.

Con la narración serena sobre la vida, la enfermedad y la muerte de su madre, Carme Aràjol expresa un lloro por el dolor de su pérdida. En todo caso, escribir sobre lo que nos duele siempre tiene un componente terapéutico y, en este caso, la autora sale reconfortada. Pero, además, consigue un buen relato sobre la vida de su madre y su familia; de manera que hijos, nietos, bisnietos y todo aquel que lo desee dispondrá de este en el futuro. Y esto significa que Quimeta sobrevirá para siempre en este libro.

Nolasc Acarín,

Doctor en Medicina y

especialista en Neurología

Te quiero hasta el cielo

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