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El cuerpo «El hombre no es ni ángel ni bestia. Ni espiritual ni carnal. Es a la vez lo uno y lo otro. El hombre es una planta enraizada en la tierra, de la que extrae su sustancia mantenido por el ritmo de su destino. Pero ese destino es superior y atraviesa su vida como una corriente de savia que, sin arrancarle del suelo, lo lleva cada vez más arriba». EMMANUEL MOUNIER

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Existe una planta enraizada en el presente de un huerto, un jardín, un bosque, una historia concreta. Se alimenta de la savia que fluye desde abajo, nutricia en el encuentro y la aceptación de la tierra. En ella, lo corpóreo y sólido se eleva hasta lo más alto en un impulso inevitable, pero sin arrancarse nunca del suelo. Como una planta así es cada persona.

Aunque la metáfora del ser humano como árbol está en el lenguaje cotidiano y uno va echando raíces, andando por las ramas y dejando su herencia en hojitas, esta definición que escribe Mounier sigue siendo de las más bellas. En la vida de todos hay momentos –ante el nacimiento de un niño, por ejemplo, o ante la muerte– en que nos anonada la sensación de ser a la vez ángeles y bestias. Y, al igual que todos nuestros prójimos de la tierra, nos hemos comportado como ángeles y como bestias de manera sucesiva, en el mismo día, tal vez en los sesenta minutos de una misma hora. Hemos abrazado las raíces como una necesidad instintiva y hemos levantado la vista hacia las nubes para poder respirar mejor.

El primer encuentro de la vida se establece con nuestro propio cuerpo. Cuando el recién nacido chupa sus deditos gordezuelos o estira al máximo las pequeñas piernas, cuando no distingue aún entre la sonrisa de su madre y su propio rostro, es el cuerpo solo quien aletea con el impulso de la vida, mientras la consciencia espera el gran descubrimiento que la armará para siempre: hay otros que no son yo. De igual forma, para cada ser humano el primer encuentro de la jornada suele ser con su cuerpo: los párpados que pesan o la espalda que duele. «¿Qué puedo hacer con este cuerpo mío irrepetible?», lloraba el poeta Ósip Mandelshtan. «Recuerda, cuerpo, cuándo fuiste amado, cuándo te miraron con amor», escribió pleno de sensualidad Konstantinos Kavafis. La sensualidad, tan denostada ayer y hoy tan aplaudida, sufre con el malentendido de considerarla en una sola de sus acepciones que, por cierto, no es la primera en los diccionarios aunque sí lo sea en los anuncios de perfumes. Sensualidad es, en principio, la interacción deleitosa del ser humano con su entorno a través de lo que percibe por los sentidos. Trasciende la mera sensorialidad y nos conduce a un encuentro singular con la belleza, que está creada para ser amada por el hombre. Cada jornada de la vida nos trae el regalo de la sensualidad sencilla, más valiosa cuanto más sencilla, que es un verdadero encuentro: con el sabor del pan, el olor de la hierba, el tacto de la madera pulida, la vista de un recuadro de cielo, el sonido de una voz que dice nuestro nombre. Los sentidos nos abren, como una llave maestra, las ventanas de la imaginación y la memoria.

Ese cuerpo nuestro, que nadie puede abarcar en su insondable complejidad, es el receptáculo capital del tiempo y de la vida. Le debemos respeto, cuidado, amor humilde y generoso. Le debemos un esfuerzo de la voluntad para evitar ese maltrato ciego –de los vicios y los daños– que lo agosta.

Con él es con quien debemos subir cada vez más arriba. El mayor secreto del alma debe de ser que está alojada en un frágil, falible, mortal, divino cuerpo.

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