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La naturaleza «Hoy es la brisa malva de los campos la que me orea el corazón. Hoy crece la tierra en mí». CARLOS MURCIANO

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A la orilla del mar o en lo alto de un acantilado, mientras las olas acarician la arena o golpean la roca y el gran azul se extiende hasta el horizonte, el pensamiento del hombre se detiene ante la inmensidad de la belleza. El razonamiento entra en suspenso o se vuelve hueco, los sentimientos se anulan y solamente habla la emoción, que es la estructura primigenia del alma.

En la cumbre de la montaña, frente a la mole titánica de las rocas y la fuerza asombrosa de un glaciar, no hay nada que pensar, el hombre se comprende pequeño y solo puede brotar del alma una oración admirada.

Ante la fuerza telúrica del volcán o la ternura quieta de la leona que amamanta; ante el color de los fondos marinos, la desolación del desierto o el olor puro de los grandes bosques; ante la puesta de sol y el arco iris; ante la bóveda insondable de las estrellas y la fiel luminaria de la Luna no puede caber más que gratitud y un anhelo de eternidad.

La naturaleza es el ancla del hombre. Ella nos devuelve a una infancia de paraíso en la cual no habitamos jamás como seres singulares pero que ha quedado impresa en el ADN de nuestra especie. De alguna manera inexplicable, su mensaje llega diáfano a nuestro corazón: fuimos la Tierra y a ella regresaremos.

Los maestros budistas se ejercitan en la identificación con la naturaleza diciéndose: «Aquel árbol soy yo». Ese encuentro familiar, esencial, comprende como ningún otro la profundidad de la vida humana. Cada árbol soy yo, sí; y lo que le suceda a la ballena, les sucederá a mis hijos también porque hoy –y siempre– crece la tierra en mí.

Bienaventurados quienes pasan sus días rodeados por la naturaleza. Bienaventurados quienes la cuidan y respetan. Y quienes saben dejar fluir sus emociones cuando se encuentran con ella.

Encuentros

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