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Introducción

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El poeta Pablo Neruda cuenta en sus memorias que en el año 1949 se vio obligado a huir de Chile, su país natal, y hubo de cruzar los Andes para llegar a la Argentina. Hizo aquel tremendo viaje a caballo, acompañado por un grupo de guías. Atravesaron túneles de piedra y desfiladeros salvajes, vadearon ríos helados y tuvieron que rodear enormes peñascos. Una mañana, súbitamente, llegaron a una pradera «acurrucada en el regazo de las montañas». La atravesaba un riachuelo de agua clara, la pintaban de colores miles de flores silvestres y estaba enmarcada por un cielo intensamente azul. Allí se detuvieron. En el centro de aquel círculo mágico se hallaba la enorme calavera de un buey. Neruda observó asombrado cómo los guías que lo acompañaban dejaban monedas y algunos alimentos en los agujeros de hueso, como una ofrenda de pan y auxilio para los viajeros que llegaran allí después que ellos. Al terminar, danzaron alrededor de la calavera abandonada «repasando la huella circular dejada por tantos bailes de otros que por allí cruzaron», y Neruda comprendió «que había una solicitud, una petición y una respuesta aún en las más lejanas y apartadas regiones de este mundo». Comprendió que el ser humano necesita pan, auxilio y encuentros.

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Hace muchos años1, mis hijos, mi marido y yo acudimos a un estreno de cine. Nos había invitado el protagonista principal, uno de los mejores actores españoles, que era –y sigue siendo– amigo nuestro. La película se llamaba La casa de mi padre. La encontramos cargada de valores y nos gustó muchísimo.

Cuando regresábamos a casa íbamos charlando sin parar, encantados. Sobre todo, los chicos. El más joven de los dos, con su talante de sabio y su curiosidad por todo, decía: «Es una película muy buena. Se entiende perfectamente que el conflicto es un desencuentro, ya no me lo tienen que explicar». El mayor estaba muy emocionado por haber compartido algún rato con aquel gran artista. Yo notaba que tenía ganas de contarme algo y, cuando se acostó, me acerqué a su dormitorio. Entonces él me dijo esto que escribo sin añadir retórica: «Mamá, le he dicho a nuestro amigo que él me había cambiado la vida y puede pensar que soy un exagerado, pero no exagero nada. Yo tengo una teoría sobre la vida, y como soy tan visual y todo lo veo en imágenes y en colores mientras lo pienso, es una teoría gráfica. Pienso que la vida es una línea pero no una línea ya trazada sobre la que andamos, sino una línea que nosotros mismos vamos trazando mientras vivimos, como si tuviéramos siempre en la mano un lápiz. Cada persona que se cruza con nosotros, aunque sea un niño que nos ha mirado una mañana, mueve la línea un poquito, la desplaza unos milímetros porque ha entrado en nuestra vida. Y así la línea va formando rectas, curvas, subidas o bajadas, picachos y espirales, unas veces da vueltas para volver al mismo punto, otras, se estira muchísimo hacia el horizonte, o se quiebra y luego se recompone. Y él, desde que ha entrado en mi vida, ha movido mi lápiz con experiencias insólitas, me ha hecho pensar, me ha dado grandes oportunidades de aprender que nunca me hubierais podido dar vosotros o conseguir yo solo, y está formando en mi línea un dibujo completo. Por eso le di las gracias».

Aquella noche, insomne y emocionada, comprendí que mis hijos ponían en palabras un aspecto esencial del ser humano: cada vida singular está edificada sobre los encuentros con los demás. Y aquella noche fue para mí también un bello encuentro con ellos, en el cual tuve acceso a su visión del mundo y comprendí que eran mayores ya, bellos por dentro y reflexivos.

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El dibujo de nuestra vida es original, único, armónico, significativo, imprevisible. Nunca es banal ni absurdo. Siempre está abierto y se enriquece con nuevas formas y colores, con nuevas personas dispuestas a mover el lápiz. Como se desarrolla en un espacio y un tiempo determinados, entre seres singulares y a partir de hechos concretos, necesitamos el encuentro de persona a persona. Y esto es así, aunque a veces nos recorra el escalofrío del momento insociable y anhelemos la soledad que permite reconstruir las vivencias; aunque nos sumerjamos de vez en cuando en el anonimato de la multitud y nos guste ser bañistas a plena piel en una playa atestada o hinchas que corean la misma consigna en un estadio de fútbol.

Ya sea en la construcción a solas de nuestra singularidad, ya sea saliendo a conocer experiencias por los caminos del otro, cada encuentro ayudará a nuestro lápiz a trazar nuevos senderos, cimientos sólidos donde edificar la esperanza.

Porque la vida es el encuentro.

Encuentros

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