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A. Primera etapa: la determinación de creencias como atribución exclusiva del poder político-religioso

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[§ 12] En este periodo, coincidente con lo que el común de la doctrina denomina monismo6, el poder es político-religioso, los dos uno mismo. Como institución, ese poder único decide la conciencia religiosa de los gobernantes y de los individuos a él subordinados y extermina a quien plantee una opción religiosa distinta a la del orden existente.

[§ 13] Se incorporan en esta etapa tres hitos de reclamo humano de la libertad religiosa, iniciados entre el siglo II y el XV. El primer hito lo constituyen los movimientos apologistas de los siglos II y III, los cuales son un referente de la libertad de religión como aspecto inherente no solo al ciudadano –que ante el Imperio romano era un concepto restringido– sino al hombre en general, como consecuencia de la expansión universal que se propuso el cristianismo y que resultaba un paradigma novedoso y en oposición a la religión de cada ciudad estado que se circunscribía al respectivo territorio.

Textos de Tertuliano7, Arnobio, Orígenes, Lactancio, Osio, Justino y Flavio Josefo dan cuenta de una etapa en la que se defendía al cristianismo frente a persecuciones del poder de Roma, el cual consideraba a quienes profesaban esa naciente creencia ateos –por no creer en los dioses oficiales–, traidores y desafiantes del monismo entre religión e imperio8.

El uso de la expresión “libertad religiosa”, que parece ser originario de Tertuliano, se extiende al hombre, no solo al ciudadano romano, y destaca aspectos propios de ese derecho, fundamentalmente la libre escogencia religiosa, el culto consistente con la creencia y la divulgación del credo seleccionado9.

El pedido de tolerancia y de detener la persecución contra los cristianos, que se constituía en el centro del ejercicio de apología, destacaba que ese pensar religioso debía ser indiferente a la autoridad romana como poder político, lo que agrega un componente adicional –la indiferencia que el poder político debía sostener frente a asuntos religiosos– para asumir esta etapa como referente de la libertad religiosa en calidad de derecho humano10.

Como resultado de esos ejercicios apologéticos, y de la influencia política que el cristianismo incrementó, resultaron los edictos de tolerancia religiosa, en particular el edicto de Tolerancia de Galerio (306, 311), los acuerdos de Licinio y Constantino11 (313) y el Acuerdo de Milán (313)12, en los que se permitió existir como cristiano, establecer sitios de reunión y se ordenó restaurarles a quienes profesaban esa religión bienes antes arrebatados, todo ello entendido como concesiones del Imperio mas no como un derecho natural o humano, pero en todo caso como razón de una libertad, la religiosa, que ejercería cada individuo13.

En síntesis, esa exigencia de libertad religiosa de los apologistas, como individuos y como colectivo de los cristianos, significó un desafío al poder político-religioso existente y una conquista preliminar de autonomía personal y congregacional en asuntos de creencias. No obstante, tal reconocimiento no se extendió luego de la adopción del catolicismo (no del cristianismo en general) como religión del Imperio.

El acogimiento del catolicismo como religión del Imperio romano (380), mediante el Edicto de Tesalónica o constitución Cunctus Populos, condujo a asumirlo como parte de la identidad política, y a que las creencias opuestas o parcialmente extrañas a esa religión se concibieran como contrarias al orden establecido14.

[§ 14] Inició allí otra fase del monismo, llamada cesaropapismo, caracterizado por la vinculación de sacerdotes católicos como funcionarios del Imperio y por el sostenimiento económico y la dirección del catolicismo por parte del césar. No había posibilidad de más religión que la del Imperio ni para sus funcionarios ni para el resto de los territorios a su cargo, la religión era un asunto de poder y el poder mismo un asunto basado en la religión, lo cual se prolongó por cientos de años.

Esa mutua integración entre religión y política no estuvo libre de conflictos, pero ellos se basaban no en la ruptura de su relación sino en la discusión y la pretendida imposición práctica de la preponderancia del emperador sobre el obispado (cesaropapismo) o viceversa (hierocracia) –en ascenso después de la caída del Imperio romano, ante el vacío dejado por éste, y consolidada desde el año 800, con el nacimiento del “Sacro Imperio Romano Germánico”, en lo que se ha denominado la lucha de las investiduras15.

[§ 15] La intolerancia religiosa hacia los no católicos incrementó, al punto que desde el siglo XII surgieron distintas expresiones de la inquisición16 como poder confiado especialmente a la orden del Císter y a los dominicos17 y como figura de indagación, juicio y castigo contra organizaciones que no compartían las creencias oficiales18, tales como los valdenses, los cátaros, los judíos, los musulmanes o los protestantes19. Su propósito fue el de “[…] destruir la herejía”, precisando que ésta no podría ser terminada si no eran también exterminados “[…] los herejes […] y sus encubridores y defensores”20.

La institución inquisitorial estuvo así al servicio de la “connivencia en el poder de Iglesia y Estado”, a tal punto que fue replicada en unos casos como tribunal civil y en otros como tribunal eclesiástico. La de Aragón (1249), la española (1478-1821) y la portuguesa (1536-1821)21 son ejemplos de esa reproducción de los tribunales contra las diferencias de fe.

Si bien el castigo preponderante utilizado por la Inquisición fue la excomunión, luego se extendió a penas también usadas en tribunales civiles, principalmente físicas. La tortura, como medio de indagación, fue generalizadamente utilizada por el “Santo Oficio”22, dos siglos después del inicio de la Inquisición, en la época de la Reforma protestante, del surgimiento de la Iglesia anglicana y del antisemitismo.

La estrecha vinculación entre el poder político y religioso de la época hizo de la inquisición un instrumento de persecución en los mismos dos ámbitos y pretendió abolir el asomo de libertad religiosa que persistió con religiones distintas a la católica23.

La Inquisición fue una negación absoluta del derecho personal a forjar una conciencia en lo religioso y en otros ámbitos y, por ende, una ignorancia total de la libertad religiosa como derecho humano, lo cual no significaba que esta no existiera.

[§ 16] La cara inversa de la represión religiosa de la Inquisición fue la persistencia de religiones y cultos ajenos al catolicismo de entonces, lo que de por sí da cuenta de un reclamo humano por una libre identidad de creencias. Quienes durante los siglos de la Inquisición se negaron a adoptar la católica como su fe pueden comprenderse como ejemplos de reivindicación de la libertad religiosa.

La configuración de la libertad religiosa, tanto en los apologistas como en los no católicos contemporáneos de la Inquisición, tiene intrínseca la defensa y el ejercicio individual de las convicciones, en medio de contextos en los que la incidencia del poder político confesional frente a la opción religiosa podía llevar a la muerte.

Esa exigencia de una libertad para escoger y profesar una religión nacía no de una disposición normativa formalmente incorporada por el poder político respectivo, sino de la condición básica de existencia del ser humano que se considera excesivamente lesionado. Aunque no se contaba con protección jurídica efectiva frente a la persecución realizada en su contra por el poder político religioso establecido, los apologistas y los no católicos de la época de la Inquisición persistieron en sus creencias, y ejercieron así una libertad humana que solo siglos después vendría a ser estatal o jurídicamente formulada.

[§ 17] Un último hito de esta fase para comprender el carácter humano de la libertad religiosa, se configura con los debates sobre el alcance del derecho de España a conquistar el territorio llamado las Indias.

Planteamientos como los de Francisco de Vitoria24 permiten afirmar que la libertad religiosa se entendió –al menos por algunos sectores– como un derecho natural, a tal punto que destacó lo que puede resumirse en que la fe cristiana debía ser expuesta, pero no impuesta; en que debía lograrse la libertad para predicar y convertirse; y en que la diversidad de religión no es causa justa para una guerra25.

Para la misma época, Bartolomé de las Casas, reconocido entre los indigenistas e incorporado con De Vitoria y otros dentro de la generación cero de los derechos humanos, precisó y procuró el reconocimiento de los derechos naturales del hombre a quienes no eran tratados como personas ni aún como seres racionales, ni con derechos26. Su principal aporte en relación con la libertad religiosa puede resumirse en el derecho a divulgar la fe, en concreto la católica, pero no a imponerla, por cuanto la enseñanza de la religión solo sería posible por “la persuasión del entendimiento por medio de razones y la invitación y suave moción de la voluntad”, según lo planteó en su texto “Del único modo de atraer a todos los pueblos a la verdadera religión”27.

La concepción de De Vitoria y de De las Casas incidió en determinaciones adoptadas en las leyes de Indias, en procura de disminuir la crueldad contra los indígenas, en una forma, al menos incipiente, de libertad religiosa. Así se concluye del contenido de varios apartes de leyes emitidas en la época de estos autores, por ejemplo, el título primero de la Compilación de las Leyes de Indias, en la Ley IV, el cual destaca la necesidad de persuadirles antes que de imponerles o causarles daño28.

La Ley XII de 1537 fijó la destinación de un lapso diario para la enseñanza de los indígenas que se encontraban esclavizados por los españoles, consistente en una hora diaria para asistir a misa que no les podía ser ocupada en otras actividades, y en la que se adelantaría un ejercicio de convicción29. Esa persuasión, sin embargo, no operaría ante conductas que llama la ley de Indias contra la fe y la ley natural, en particular por actos de idolatría entre los que destacaba el comer carne humana, frente a los que la Ley VII de 1523 ordenaba proceder con rigor30.

Estas normas de Indias reflejan el desafío generado por el “Descubrimiento de América”, frente a la concepción de unidad religiosa que se había consolidado en España. En particular, condujeron a un reconocimiento como súbditos del mismo rey, a sujetos de creencias distintas a las de este, entre quienes se promovería la divulgación del culto, pero no, al menos según la ley, su imposición violenta, lo cual sin embargo no limitó la posterior expansión de la Inquisición en el territorio colonizado.

En esas expresiones normativas se identifica una incipiente configuración de las creencias religiosas como un asunto que el poder político debía respetar en individuos con concepciones distintas a las impuestas por el orden constituido, lo cual tampoco significó renunciar a un proselitismo oficial que sirvió de excusa para expandir la conquista también y principalmente con otros fines.

[§ 18] En esta primera etapa la concepción religiosa y política de la institucionalidad vigente era la única que podía asumir la persona sin riesgo de incurrir en sanción. Algunos individuos y grupos de ellos desafiaron esa regla y concibieron el recurso a la libertad religiosa, en una versión que la enunciaba y la dotaba de contenidos básicos como el no ser exterminado o perseguido por causa de esa confesión específica, como sucedió con los apologistas cristianos, o en últimas, en una decisión consistente en ejercer su propia opción religiosa a pesar de las determinaciones punitivas del poder existente, como desde el inicio de la Inquisición con otras expresiones como los judíos o los musulmanes.

El reclamo de esa libertad religiosa apareció de pugnas inevitables en contextos de ruptura histórica como las que implicaron el surgimiento del cristianismo y el descubrimiento de una raza y cultura ajena a las preponderantes, que en lo relacionado con los habitantes de las tierras conquistadas por el Imperio español demandaron de éste un compromiso –por lo menos formal y transitorio– de no imposición religiosa.

Así, en un contexto en el que los individuos en general solo entendían como posible que tanto su expresión externa o de culto, como su conciencia siguieran las reglas que eran impuestas por el poder político, empezó a manifestarse la libertad religiosa, como un derecho humano, exigido con base en esa sola condición humana de la persona y como presupuesto de su existencia.

De esta etapa persistirá hasta nuestros días la incidencia del poder político en los asuntos religiosos y el carácter representativo religioso del empleado imperial o de ciertas figuras políticas y jurídicas actuales que tienen orígenes en concepciones religiosas. Si bien esa influencia se debilitó y reguló –mediante la libertad religiosa y la laicidad– en el curso de los siglos, aún hoy existe y mantiene la tensión entre el poder religioso y el poder político31.

Laicidad y libertad religiosa del servidor público: expresión de restricciones reforzadas

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