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La tercera patada en el bajo vientre: los gritos de dolor de Luis Boeza fueron anegados con una toalla húmeda que el comisario Manuel Acebo le puso en la boca. El detenido cayó al suelo, se retorcía sobre las baldosas.

Acebo, que estaba acompañado por el policía Jacinto Mena, miró a Boeza como quien mira a una piedra. Para él no había nada en aquellos gemidos, tampoco en la sangre que corría por el rostro. Para él solo había un trabajo, un sueldo y unas horas que habían resultado perdidas porque aquel hombre no había contestado a ninguna de sus preguntas. Luego le hizo una señal a Jacinto Mena, que pateó la cabeza del detenido contra la pared. Era un golpe que podía matar.

Luis Boeza quedó inconsciente, encogido, amoratado. Movía la boca como quien está muriendo. Los dos hombres salieron de la celda de la Dirección General de Seguridad.

-Demasiado ímpetu –dijo el comisario.

-Usted estaba ahí.

-Por mí no hay problema, lo sabes. Está todo bien. Pero ahora hay que tener más cuidado. Lo que antes se podía hacer, parece que ya no conviene tanto. Quizá debí habértelo dicho, pero el hijo de puta me provocó. No aguanto esa cosa de fraile loco que tiene.

-¿Qué cambios ha habido, comisario?

-Presiones internacionales, acuerdos con el Mercado Común o no sé qué. Es lo que me han dicho. Que lo vea el médico.

Dos horas después ingresaron a Luis Boeza en el Hospital Militar Gómez Ulla. A Elva López no le dijeron nada ni se lo iban a decir. Ella solo sabía que en la madrugada del martes habían llegado a casa unos policías vestidos de paisano que se llevaron a su marido en una furgoneta gris.

Él apenas había dicho nada, tampoco ofreció resistencia. Le pidió a Elva que permaneciese tranquila: le dijo que todo obedecía a un malentendido aunque él sabía que no era así. Su hijo escuchó borrosamente pasos, incluso rumor de palabras, pero no llegó a despertarse.

Todo había sido muy rápido: los policías irrumpieron cuando Luis leía en el pequeño comedor y Elva y Pablo dormían. Ella ya no le esperaba, como antes, despierta en la cama. Donde él entraba cada vez más tarde, más ensimismado y obsesivo. Sin que ya casi nunca la abrazara. Se quedaba en una esquina y se dormía inmediatamente.

Un día hablaron de esas cosas. Luis Boeza dijo:

-Te entiendo, Elva; ¿cómo no te voy a entender? Pero ellos me reclaman.

-¿Ellos? Es estúpido decir eso. ¿Quiénes son ellos?

-Los trabajadores, los estudiantes, el país entero… No puedo defraudarles.

-Y entonces prefieres defraudarme a mí. Se ve que te resulta más cómodo.

-No Elva, aquí no estamos hablando de elegir. Mi lucha y mi compromiso para contigo van de la mano.

-¿Compromiso? Háblame de amor, no me hables de compromisos.

-Te amo a ti y amo al pueblo. Tengo que atender a su llamada.

-Eso son palabras vacías, Luis. Palabras que has leído en libros por ahí. Pero yo no quiero esas palabras, prefiero callarme y ya está. Sé que eres noble, no te voy a hacer sufrir. Además, he aprendido a resignarme.

-Elva, no hay ninguna razón para que hables así. No pasa absolutamente nada.

-La vida siempre es dura, la felicidad no existe y todo es una trampa. Alguna vez se lo oí decir no sé a quién, puede que a alguna amiga de mi madre. Me pareció entonces que no tenía razón, pero ahora sé que sí. Que la vida es eso, que la felicidad no existe. Y ya está.

-Yo te quiero.

-Me gustaría vivir de otra manera, Luis, aunque sé que es imposible. Además, noto que has cambiado mucho últimamente.

-¿Por qué dices eso?

-Te estás yendo de mí, de nosotros, y lo haces cada vez más deprisa. Sé que no querrías que pasara esto, pero pasa.

-No es verdad.

-Yo creo que hasta miras la casa de otro modo, incluso a mí. Y al niño…

-Al niño no… Ni a ti.

-Y yo me doy cuenta de todo.

El general se confiesa

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