Читать книгу El general se confiesa - Cesar Gavela - Страница 16

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El 16 de julio de 1964 los policías Acebo y Mena fueron al Hospital Gómez Ulla. El médico militar Esteban Alea les dijo que el paciente había sufrido una fuerte hemorragia en el intestino, que tenía traumatismo craneal, un pómulo roto y que estaba muy grave. Con todo, se declaró optimista.

-Es joven, quiere vivir.

-Mejor que muriera, y pronto.

-Eso a mí no me incumbe, comisario. Yo tengo que curar a los enfermos.

Luis Boeza tenía los ojos cerrados, la cabeza vendada y el rostro ladeado. Se alimentaba con un gotero, estaba inconsciente y respiraba con dificultad. Esteban Alea lo miró unos instantes, en silencio. Aquella mirada respetuosa incomodó al comisario. Luego el médico se fue, hizo un gesto mínimo para despedirse. Avanzó unos metros por el pasillo pero cada vez iba más despacio. Se sentía muy descontento consigo mismo. Hasta que acabó por detenerse y volver a la habitación, donde los dos policías aún no habían descartado interrogar al detenido. El militar dijo:

-Este hombre ha sido maltratado. Y muy salvajemente.

El comisario, que tenía cincuenta y seis años y un largo historial de vilezas, irregularidades y éxitos siniestros, miró al médico con sorpresa. Luego la sorpresa se fue convirtiendo en desprecio: el propio de quien se siente inmune. ¿Qué detenido se atrevería a denunciarle? ¿Y con qué pruebas? Además, eran detenidos que serían, con toda seguridad, condenados. Encarcelados, aislados en celdas de castigo. Hasta desembocar en la vida larga y dura del penal. O peor todavía.

Él, además, sabía con quién podía extralimitarse. Antes de proceder a cualquier interrogatorio, Manuel Acebo era muy escrupuloso en averiguar con el máximo detalle el contexto de la persona detenida. Su familia, estudios, relaciones, el barrio donde vivía... Con Luis Boeza todo exceso estaba justificado porque los hechos que se le imputaban eran de la máxima gravedad, y porque el detenido era un hombre sin relevancia social alguna.

En sus veintitrés años de oficio el comisario había tenido oportunidad de bucear mucho en la debilidad de las personas, en sus desfallecimientos y bajezas, y jugaba con un cinismo muy cruel con la parte más oscura del ser humano. Si había llegado tan arriba en su profesión era, en buena medida, por haber sabido convertir en insólitos aliados a quienes formaban parte del enemigo. Lograba muchas veces que los detenidos traicionaran a los suyos. Y que, de ese modo, fueran traidores a ellos mismos. Él era muy eficaz trabajando en la caldera de la abyección, y muchas veces lo hacía entre sonrisas, con invitaciones a café o a fumar un cigarro. Incluso salía con los detenidos a la calle Carretas o la del Arenal, como si fueran amigos de tiempo atrás y se hubieran vuelto a ver. Vigilados por agentes de paisano, bebían cerveza, ojeaban la prensa deportiva. Y volvían a la celda, donde les aguardaba la rendición o la tortura. La rendición era un camino más cómodo. Pero quien lo recorría ya iba muerto: a Acebo le gustaba ver el rostro de aquellos muertos.

Después los mantenía varios días en los calabozos de la Dirección General de Seguridad. Estaba muy pendiente de ellos: no tenía horario, iba a verlos con frecuencia, trataba de humillarlos siempre. También detenía de cuando en cuando y sin razón alguna a quienes había dejado libres. Los amenazaba de nuevo y a algunos incluso los conducía a cámaras donde creían que, ahora sí, iban a ser torturados.

-Hay que provocar la confusión en el enemigo, aunque acabe trabajando para nosotros –le indicaba al policía Jacinto Mena–. Ellos tienen que llegar a sentir que nunca serán perdonados. Solo así nos garantizamos que su cobardía los va a destruir por dentro.

Manuel Acebo sentía el mayor de los desprecios por quienes accedían a sus propuestas de traición, pero aún odiaba más a los que no se plegaban a ellas. Éstos solían ser los dirigentes sindicalistas más concienciados, los que jamás vendían a los compañeros durante los interrogatorios. Con todo, los más aborrecidos eran quienes utilizaban la ironía para desenmascarar su lenguaje brutal. Un abogado se atrevió a recordarle algo que era conocido en secretos círculos de Madrid: que Manuel Acebo había sido un joven comunista durante la República. Y que había logrado salvar el pellejo amparado en un informe falso firmado por un sacerdote que era amante de su madre.

La vanidad del comisario había quedado herida en su conversación con el médico Esteban Alea. Se mordió los labios, se despidió de los policías uniformados que vigilaban la galería y continuó hacia el ascensor, seguido de Jacinto Mena.

Al salir del hospital estaba lloviendo. Le incomodó el agua, tenía el coche oficial a un centenar de metros. Lanzó unas blasfemias por lo bajo, y de ahí, inesperadamente, se fue a un extremo de sí mismo. Mientras su ayudante conducía, dijo:

-Mi vida es fango, pero yo la he elegido.

-¿Fango? ¡Pero cómo dice eso…! Es una locura.

-Es la puta verdad y alguna vez tenía que decirlo. Pues ya está dicho, tú lo has oído. Y ahora me callo. Y continúo.

-No tiene razón, comisario. Usted para mí es un ejemplo.

-¡Un ejemplo…! ¿Y de qué soy un ejemplo?

-De todo.

-Eso es porque no me conoces bien.

-Usted vale mucho, comisario. No entiendo qué le pasa hoy.

-Me pasa lo que has visto. ¿O no te has dado cuenta? ¡Ese cabrón me ha achantado!

-¿Lo conocía?

-No. Creo que ha venido del Hospital del Aire. A ti, ¿qué te ha parecido?

-He visto a un militar, nada más. Y, si le digo la verdad, más que a un militar, a un médico.

-¡Y más que a un médico, a un hijo de puta…! Pero es militar y está a salvo. Ese capitán de mierda. Como mi vida de mierda, mira. Todo se junta, todo se convierte en fango…

El general se confiesa

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