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El niño había ido bordeando el río, que cada vez era más estrecho y bravo. El valle estaba poblado por un manto mixto de robles, fresnos y abedules. Pablo nunca había llegado tan lejos en sus aventuras de pequeño explorador, pero no tenía miedo: llevaba un bastón con el pico de metal y también un cinturón con el cuchillo de monte que le había comprado su padre el año anterior en la feria de Vereda. Se sentía seguro.

Al llegar al último prado se apartó de la orilla y comenzó a subir por la vertiente, hacia el nordeste. Un centenar de metros más arriba vio un soldado entre los árboles. No tardó en surgir otro y luego vio dos más. Los cuatro formaban una patrulla de vigilancia.

Pablo no sentía ningún temor. Su padre le había dicho que el mérito más difícil de la vida era el valor y eso él no lo olvidaba. Además le había prometido que nunca sería un cobarde. Se lo había escrito en la primera carta que le envió a la cárcel.

A unos treinta pasos de distancia descubrió un camino forestal. Poco después se escuchó un fuerte ruido de motor y vio humo de tubo de escape ascendiendo entre los árboles. Era un camión del Ejército en cuya caja, cubierta por un toldo verde, iban varias personas sentadas en bancos. Parecían trabajadores, en el grupo había una mujer.

Pablo continuó avanzando por el bosque, en paralelo al camino. Unos cien metros después vio en lo alto de la ladera el pequeño descampado donde estaba la finca de Avelino Dámaso, un empresario de minas que había construido tiempo atrás una gran casa de montaña, con dos plantas y un piso alto, abuhardillado. Junto a la casa había una pequeña vivienda para el guardés, un edificio auxiliar para almacén y un pabellón de invitados. Todo estaba rodeado por una valla de piedra de un metro y medio de altura. Sobre la piedra se armaba una verja de hierro recién pintada de verde.

Delante del recinto se veían varios vehículos Land Rover y una tanqueta con un cañón giratorio. Pablo ya no podía seguir cobijado en el bosque: tenía que pisar el espacio abierto si quería continuar su camino. Y aunque consideró que muy probablemente allí iba a terminar su viaje, había que dar el paso.

Llevaba una gorra de paja y vestía pantalón corto azul celeste y camiseta blanca. Esos colores destacaban con los tonos verdes del monte y de los guardias. Se cruzó con varios, imaginó que alguno le interrogaría, pero nada le dijeron. Uno de ellos incluso le saludó sin detenerse, casi sin mirarlo.

Sintió que estaba ocurriendo algo nuevo. Como si hubiera vislumbrado otro modo de transcurrir el tiempo, de formarse la vida y los hechos. Como si se esfumara por el aire aquello que tendría que haber sucedido. Y nacer así otra cosa, la que él perseguía.

No se le ocurrió pensar que los guardias habían dado por hecho que él era hijo de alguno de los empleados temporales que trabajaban en las cacerías. Hombres rudos, reclutados en las aldeas de la zona, que se alojaban en un barracón de madera escondido en el bosque, a unos trescientos metros de la casa de Avelino Dámaso.

Aquellos hombres salían al monte en la madrugada acompañados de algunos militares. Iban a buscar a los venados en sus escondites, los azuzaban y luego los conducían por robledales y vaguadas hasta hacerlos pasar delante de los puestos de tiro.

-¡Fuego, mi general!

Y el general disparaba.

Pero ahora al niño no le habían disparado. A los niños no se les mata. Alguien debió decir eso, o pensarlo, aunque no era necesario. O quizá nadie pensó nada porque se pensaba poco entonces, no convenía. O daba lo mismo, o la gente ya no se acordaba de pensar. El tiempo era lento, la vida austera, el sol muy frío y el general Franco aún no demasiado viejo.

El general se confiesa

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